ÍNDICE
«Es mucho mejor atreverse a realizar cosas grandiosas,
lograr triunfos gloriosos, aunque estén
salpicados de fracasos, que alinearse con esos pobres
espíritus que ni gozan ni sufren demasiado
porque viven en la penumbra gris donde no
se conoce la victoria ni la derrota».
T HEODORE R OOSEVELT
«Esta nueva búsqueda posee el encanto de la aventura».
The New York Times
I
La carta de varias páginas firmada por el secretario de Marina, George M. Robeson, iba dirigida al capitán de fragata Thomas O. Selfridge. Era un documento claro y formal, como cabía esperar, con cierto tono majestuoso que al capitán Selfridge le pareció muy adecuado. No se insinuaba en absoluto el hecho de que él y el secretario se conocían personalmente, se habían emborrachado juntos en una ocasión pasada y se habían jurado amistad eterna cuando su coche rodaba por la capital oscura. Carecía de importancia, a no ser porque Selfridge, hombre serio y sobrio, se iba a preguntar el resto de su vida qué influencia tuvo dicha velada en la forma como le resultaron las cosas.
Sus proyectos y preparativos ya le habían mantenido muy ocupado durante varios meses. La carta no era más que la orden oficial definitiva:
Departamento de Marina
Washington, 10 de enero de 1870
Señor: Se le ha asignado para que quede al mando de una expedición que deberá hacer una inspección en el istmo de Darién a fin de determinar el lugar más conveniente para abrir un canal desde el océano Atlántico hasta el Pacífico. El balandro de vapor Nipsic y el carguero Guard quedarán bajo su mando [...]
Este departamento le ha encomendado una misión relacionada con la mayor empresa de nuestra época; de su iniciativa y celo dependerá que su nombre quede identificado con honor con uno de los logros del futuro [...]
Por muchas investigaciones que se hayan realizado y sea cual fuere su precisión, el pueblo de este país no se sentirá satisfecho hasta que cada palmo del istmo no sea inspeccionado por una autoridad responsable y equipos bien pertrechados, como los que estarán bajo sus órdenes, trabajando sobre proyectos bien madurados [...]
Así pues, el 22 de enero de 1870, un sábado claro, luminoso y anormalmente templado, el Nipsic zarpó del Arsenal Naval de Brooklyn y comenzó a descender por el East River. El Guard, al mando del capitán de fragata Edward P. Lull, lo siguió cuatro días más tarde.
La expedición comprendía en total casi un centenar de marineros y oficiales, dos médicos de la Marina, cinco civiles de la Inspección Costera (inspectores y delineantes), dos geólogos civiles, tres telegrafistas del Cuerpo de Señales y un fotógrafo, Timothy H. O’Sullivan, quien había sido ayudante de Mathew Brady durante la guerra.
A buen recaudo en la bodega del Guard se hallaba la mejor colección de instrumentos científicos modernos que se hubiera reunido para una tarea semejante —teodolitos de tránsito, niveles de burbuja, medidores de pendientes, compases y cadenas de agrimensura y deslinde, delicados barómetros aneroides de bolsillo, barómetros de mercurio para alta montaña, medidores de corriente— «para llevar a cabo el trabajo enérgica y científicamente». (Los teodolitos Stackpole, fabricados por la empresa Stackpole e Hijos de Nueva York, tenían los ejes del telescopio montados sobre un doble soporte cónico, lo que otorgaba al instrumento mayor firmeza que en los modelos anteriores, y la simplificación de la escala graduada para lectura horizontal permitía lecturas más rápidas y con menores márgenes de error.) Había mantas de hule y rifles de retrocarga para cada hombre, whisky, quinina, seiscientos pares de botas extra, y más de 150.000 metros de alambre telegráfico. Los comestibles, «empaquetados de manera que quedaran expuestos lo menos posible a la humedad y la lluvia», eran suficientes para cuatro meses: 3.200 kilos de tocino, 4.500 kilos de pan, 2.725 kilos de sopa de tomate, 114 litros de judías, 1.125 kilos de café, 100 botellas de pimienta y 275 kilos de mantequilla enlatada.
El destino final era la selva del Darién en el istmo de Panamá, a más de 3.200 kilómetros de Brooklyn, a diez grados del ecuador y, contrariamente a la imagen mental de la mayoría de la gente, al este del meridiano 80, es decir, al este de Florida. Iban a desembarcar en la bahía de Caledonia, a unos 240 kilómetros al este de las vías del ferrocarril de Panamá. Era el mismo sitio desde el cual Balboa había iniciado su cruce en 1513 y donde, a finales del siglo XVII , William Paterson, fundador del Banco de Inglaterra, había establecido la desventurada colonia escocesa de Nueva Edimburgo, porque la bahía de Caledonia (como él la bautizó) iba a ser la futura «puerta de los mares». Hostigado por los españoles y diezmado por la enfermedad, el pequeño asentamiento duró poco más de un año. Sus últimos vestigios desaparecieron hace mucho tiempo.
Se sabía que el Darién era el punto más estrecho del istmo centroamericano, cuya extensión comprendía todo el puente de tierra entre la parte inferior de México y el continente sudamericano, incluyendo el istmo de Tehuantepec, Guatemala, Honduras, Honduras Británica, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, la última todavía una provincia —y muy apreciada— de Colombia. Desde Tehuantepec hasta el río Atrato de Colombia, la frontera natural del extremo oriental de América Central, hay una distancia de 2.160 kilómetros en línea recta, la misma que de Nueva York a Dallas, y no eran pocos los sitios a lo largo de esa masa continental zigzagueante donde, al menos en el mapa, se podría abrir un canal. Pocos años antes, el almirante Charles H. Davis había informado al Congreso de que había no menos de diecinueve posibles lugares para abrir un canal centroamericano para barcos. Pero se sabía que en el Darién la distancia entre marea y marea en línea recta era inferior a 64 kilómetros.
Debido a la configuración particular del istmo de Panamá —cuya tierra forma una barrera casi horizontal entre los dos océanos—, la expedición cruzaría el mapa hacia abajo. Los hombres se abrirían paso desde el Caribe en el norte hacia el Pacífico en el sur, tal como lo había hecho Balboa. (De ahí que su designación del Pacífico como el Mar del Sur fuera completamente lógica.) El ferrocarril de Panamá, el signo de civilización más próximo en el mapa, también corría de norte a sur. Su tenue línea roja de trazos inseguros parecía algo añadido por un cartógrafo zurdo, con su punto de partida en Colón, en la bahía de Limón, un poco más al oeste que el punto final en la ciudad de Panamá, situada en la bahía de Panamá.
Debían medir las cimas de las montañas y la profundidad de los ríos y las radas. Tenían que recoger muestras botánicas y geológicas. Iban a realizar observaciones astronómicas, redactar informes sobre el clima y observar el carácter de los indios que encontraran. Y debían perder el menor tiempo posible, puesto que se aproximaba la estación de las lluvias —la estación malsana, como la llamaba el secretario Robeson.
Otras seis expediciones iban a seguir a la primera. Se crearía una comisión presidencial, la primera Comisión del Canal Interoceánico, para examinar los resultados y los informes de las exploraciones, y establecer cuál era la vía escogida. En la comisión iban a figurar el jefe de Ingeniería de la Marina, el jefe del Servicio de Inspección Costera y el jefe de la Oficina de Navegación. Nunca se había intentado antes realizar una empresa tan sistemática, elaborada y sensata.
Pero la Expedición del Darién fue la primera, y el hecho de que fuera en el Darién, uno de los rincones más salvajes y menos conocidos del mundo, era motivo de gran preocupación para el Departamento de Marina. Muchos estadounidenses recordaban todavía que dieciséis años antes, en 1854, una expedición a la bahía de Caledonia había terminado en un desastre del que se habló en todo el país e infundió en la Marina un profundo respeto por los horrores de la selva tropical. Esto fue lo que sucedió.
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