AA. VV.
Yasujiro Ozu [Núms. 25 y 26]
AA. VV., 1997
NOSFERATU. Director del PATRONATO MUNICIPAL DE CULTURA : José Antonio Arbelaiz. Director de NOSFERATU: José Luís Rebordinos. Equipo de redacción: Jesús Angulo, Sara Torres.
Ozu en el rodaje de El sabor de la sopa de arroz
Ozu Yasujiro, cineasta universal
Jean-Pierre Jackson
Ozu zuzen daririk japoniarrena dela esatea topikoa izanik, znearen historia gehienek lagundu dute topiko horri eusten, Ford ereralizadorerik amerikarrntzat finkatzen lagundu duten neurri berean.
“ O zu es el más japonés de los realizadores”. Esto es lo que normalmente podemos leer en las “historias del cine” o en los textos consagrados al director de Cuento de Tokio (1953). Sin embargo, respecto a este tema, como en muchos otros, es necesario cuestionar los tópicos, tratar de “esclarecer y delimitar exactamente las propuestas que, de otra forma son, por decirlo de alguna manera, turbias y confusas”.
En realidad, las primeras veintitrés películas de Ozu, exceptuando una o dos, son imitaciones de las comedias americanas de Borzage, Lubitsch, Harold Lloyd y otros, tan de moda en la época y que el joven director de la Shochiku veía con frecuencia en las salas de Tokio y de Kamakura. En estas primeras películas, los coches, los edificios, las máquinas de escribir, los jugadores de golf, las trompetas, los carteles de las películas que se ven en los muros, los travellings dinámicos, el “resplandor” de la puesta en escena, todo recuerda a Estados Unidos. El mismo Ozu, que tenía entonces entre veinticuatro y treinta años, era una especie de dandy relajado, vestido con trajes importados, al tanto de la literatura y el cine que se producía en Europa y Estados Unidos.
Película tras película, aproximadamente una treintena, se va observando una “depuración estilística”. Ozu abandona poco a poco la brillante gramática cinematográfica laboriosamente adquirida a lo largo de su trabajo de dirección, consistente con más frecuencia en encargos de estudio que en obras personales. Como ocurre a menudo en el campo artístico, es la posibilidad de un trabajo regular, la persistencia del trabajo en el tiempo, lo que va a permitir su evolución hacia lo que representa el más difícil de los logros: la sencillez. Es decir, la expresión más sencilla de aquello que puede revelarse como único.
A partir de He nacido pero… (1932), Ozu va a convertirse poco a poco en sí mismo. ¿De qué nos habla desde El fin de la primavera (1949) hasta El sabor del pescado de otoño (1962)? Del tiempo que pasa, del tiempo que deshace las familias, debilita las pasiones, modifica las condiciones de vida y los valores que les son propios. Nos habla de la permanente impermanencia de las cosas. ¿Existe un tema más universal? ¿Existe una forma más simple, más serena, más lograda de tratarlo que la suya?
Sin duda alguna, Ozu exprime la quintaesencia de su época. En efecto, en la larga sucesión de siglos de la historia de la humanidad, el siglo XX se diferencia de otros por una evolución fulgurante que impulsa a millones de seres humanos a abandonar el campo para ir a la ciudad, a abandonar poco a poco la naturaleza, el ritmo de las estaciones y los valores inherentes a este tipo de vida para adoptar una forma de vida urbana. Es este desgarro de tinte nostálgico lo que da lugar a las mejores obras de Ozu.
Ozu comparte con John Ford esta profunda conciencia de un mundo que se desvanece sin remedio en el pasado, de los valores que se esfuman y van sustituyéndose por otros en los que él no se reconoce. AI igual que Ozu, el director de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940), El último hurra (The Last Hurrah, 1958) y Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) crea sus películas alrededor de formas de vida y de valores que están desapareciendo, inscribiendo de esta forma, tanto uno como otro, lo que necesariamente tenemos que denominar una obra en el mismo corazón de éste que es su siglo. En el interior de sus películas reina una desaparición.
De forma más general, estos autores dan testimonio, más allá de su siglo, de la nostalgia de los hombres por el tiempo que transcurre, impotentes ante la muerte y la ruptura de los lazos familiares, de la amistad y del amor. En este tema, tanto Ozu como Ford son universales no sólo en el espacio, sino también “en el tiempo”, recogiendo así los más altos pensamientos de los griegos y de aquellos que les siguieron. Están ya vivos y presentes en el futuro.
La visión cronológica de las películas de Ozu (al igual que la de las películas de Ford) muestra que llega a la evidencia, al final de una trayectoria obviamente no rectilínea, de lograr que vean la luz películas con un alto contenido de lo que es la esencia de una verdadera obra de arte: transcienden las condiciones coyunturales que las han visto nacer para apresar “de forma misteriosa” un retazo de eternidad.
Hay que acabar definitivamente con los clichés que arrastran consigo las “historias del cine” pasajeras. Del mismo modo que Ford no es “el más americano de los cineastas”, Ozu no es el “más japonés de los directores”. Del mismo modo que Ford es el más universal de los cineastas americanos, Ozu se impone como “el más universal de los cineastas japoneses”. Es precisamente por este motivo por lo que nuestra pasión por el maestro de Kamakura no está de ningún modo alimentada por la pasión por el exotismo. Es, sin embargo, algo muy natural: antes de morir, ¿tenemos nosotros, como él, otro designio que no sea el de intentar aprender sobre los demás y sobre nosotros mismos?