I. EL ESTABLECIMIENTO DE LAS COLONIAS
Rasgos naturales de la América del Norte
LA HISTORIA de la colonización inglesa en la América del Norte comenzó una hermosa mañana de abril de 1607, cuando tres naves azotadas por las tormentas, del capitán Christopher Newport, echaron anclas cerca de la embocadura de la bahía de Chesapeake, y despacharon a tierra hombres que encontraron «prados amenos y altísimos árboles, con tales aguas dulces que casi se maravillaron» de verlas. En estas naves venían George Percy, el activo y apuesto hijo del duque de Northumberland, y el capitán John Smith. Percy anotó que encontraron nobles bosques, de suelo alfombrado de flores; excelentes fresas, «cuatro veces más grandes y mejores que las que tenemos en Inglaterra»; ostras «muy grandes y de gusto delicado»; mucha caza menor, «montones de nidos de pavos y muchos huevos», y un poblado indio, en el que los salvajes les llevaron pan de maíz y tabaco que fumaban en pipas de barro con cazoletas de cobre. Durante un tiempo, estas primeras experiencias en Virginia les parecieron encantadoras. Las Observations de Percy nos describen el deleite que causaron a los recién llegados las aves de vivos y variados colores, las frutas y bayas, el excelente esturión, y el placentero paisaje. Pero su animada narración, llena de una poesía salvaje, concluye en algo que parece un grito. Pues nos cuenta de qué manera los indios atacaron a los colonos, y «avanzaron a gatas contra nosotros desde las colinas, como si fuesen osos, sujetando en sus bocas sus arcos»; de qué manera sufrieron los hombres «crueles enfermedades, bubas, flujos y fiebres ardientes»; y cómo murieron de pura hambre, «arrastrados sus cuerpos para sacarlos de sus cabañas y enterrarlos, como a perros».
El establecimiento de una nación nueva en la América del Norte no fue cosa de fiesta. Supuso un trabajo áspero, sucio, pesado y peligroso. Tenían ante ellos un gran continente salvaje, cuyo tercio oriental estaba cubierto de bosques sin senderos; cuyas montañas, ríos, lagos y llanuras inmensas estaban trazados todos a escala grandiosa; sus parajes norteños ferozmente fríos en el invierno; sus zonas meridionales hirvientes en el verano; lleno de animales salvajes, y poblado por pueblos belicosos, crueles y traicioneros que se hallaban aún en la Edad de Piedra. Por muchos conceptos, era una tierra ominosa. Se podía llegar a ella tan sólo luego de un viaje tan peligroso que algunas naves sepultaron a tanta gente como la que desembarcaban. Pero, a pesar de todos sus inconvenientes, se prestaba admirablemente para convertirse en el hogar de un pueblo enérgico, que quería prosperar.
América del Norte es un continente aproximadamente triangular, cuya parte más ancha —zona rica, variada y, en general, bien irrigada— se halla situada entre el vigésimo sexto y el quincuagésimo quinto paralelos. Su clima aquí es saludable, con un verano cálido que permite levantar excelentes cosechas y un invierno frío que estimula la actividad de los hombres. Los europeos pudieron establecerse en la mayor parte de esta zona sin pasar por ningún doloroso proceso de adaptación. Pudieron introducir sus principales cultivos de plantas alimenticias: trigo, centeno, avena, habichuelas, zanahorias y cebollas. Encontraron en la nueva tierra dos plantas alimenticias nuevas de extraordinario valor, el maíz y la papa. El «grano indio», cuando se plantaba en mayo, proporcionaba mazorcas asaderas en julio y más tarde forraje para el ganado, camas de tusa para los colonos y un rendimiento incomparable de granos. Por doquier abundaba la caza; venados y bisontes se contaban por millones; las bandadas de palomas salvajes oscurecían el cielo. Las aguas costeras abundaban en peces. A su debido tiempo, la investigación reveló que América del Norte contenía más hierro, carbón, cobre y petróleo que cualquier otro continente. Poseía bosques casi infinitos. Bahías y caletas proporcionaban numerosos abrigos a lo largo de la costa oriental, baja en general, en tanto que anchos ríos —como los de San Lorenzo, Connecticut, Hudson, Delaware, Susquehanna, Potomac, James, Pee Dee, Savannah— facilitaban la penetración a considerable distancia hacia el interior. Se podía uno establecer y ampliar luego las tierras adquiridas sin excesivos trabajos.
Algunos rasgos naturales del continente habrían de dejar profunda huella en el curso futuro de la nación estadounidense. Las múltiples bahías y caletas de la costa del Atlántico facilitaron la creación de numerosas colonias pequeñas, en vez de unas cuantas grandes. Quince en total no tardarían en establecerse, contando a Nueva Escocia y Quebec, y proporcionaron a esa parte de la América del Norte, en su primera historia, una rica variedad de instituciones. Cada una de ellas se aferró tenazmente a su propio carácter. Cuando llegó la independencia, la nación que se formó con 13 de dichas unidades tenía por fuerza que convertirse en una federación. Tras la llanura costera se elevaba una ancha y salvaje barrera montañosa, la cadena de los Apalaches. Era tan difícil cruzarla, que los poblamientos costeros crecieron hasta tornarse bastante densos, recios, con usos y costumbres bien arraigados, antes de que la población empleara grandes energías para la expansión al otro lado de los Apalaches. Cuando avanzaron hacia el oeste, cruzaron las montañas para encontrar ante sí una inmensa llanura central, la de la cuenca del Misisipí. Ésta, que abarca casi la mitad de la superficie de los Estados Unidos y más de la mitad de la tierra cultivable, era tan llana que las comunicaciones resultaban fáciles; especialmente porque la surcaban, hacia el este y el oeste, numerosas corrientes navegables —las de los ríos Wisconsin, Iowa, Illinois, Ohio, Cumberland, Tennessee, Arkansas y Rojo— y, por el norte y el sur, el gran sistema fluvial de los ríos Misisipí-Missouri. Los colonos se establecieron en esta cuenca fértil con rapidez y facilidad, relativamente hablando. Hombres de todas partes de la costa y de todos los países de la Europa occidental se mezclaron en ella en circunstancias de igualdad. Se convirtió en un gran crisol dentro del cual se desarrollaron una nueva democracia y un nuevo sentimiento norteamericanos.
Más hacia el oeste se encuentran altiplanos de clima tan seco que, junto con las Montañas Rocosas, situadas un poco más allá, demoraron durante mucho tiempo el avance decidido de la colonización. Los suelos y el oro de la distante vertiente del Pacífico atrajeron a un puñado de pioneros aventureros varias décadas antes de que estas planicies semiáridas les fueran arrebatadas a los indios. California era un estado populoso y poderoso hacia las fechas en que una faja amplia, sin colonizar, todavía la separaba, junto con Oregon, de las porciones más antiguas de los Estados Unidos. Pero esta faja no se mantuvo mucho tiempo en soledad. A la zaga de los cazadores de búfalos, los rancheros ganaderos cubrieron rápidamente las llanuras, mientras la población se fue tornando gradualmente más densa a medida que los ferrocarriles trajeron los materiales para la conquista del país carente de árboles: alambre de púas, molinos de viento, maderas y aperos agrícolas. Aumentó también el número de granjas regadas. Hacia 1890, la llamada «frontera» había desaparecido considerablemente y ya no existía el «Salvaje Oeste».
Desde un principio fue inevitable que el movimiento de colonización procediera en general de este a oeste. Desde la costa atlántica, el San Lorenzo y las vías fluviales de los Grandes Lagos, que proporcionaban el acceso más fácil al interior, comían aproximadamente en dirección este-oeste. La apertura del valle del Mohawk en los Apalaches septentrionales, que con el tiempo proporcionó el lugar para la construcción del Canal de Erie, constituía otra ruta este-oeste. El valle del Ohio, una tercera gran arteria de la colonización, tiene un trazado que aproximadamente va de este a oeste. En grado sorprendente la emigración desde el Atlántico, sin interrupción, hasta las Rocosas propendió a seguir los paralelos de latitud. Fue inevitable también que la soberanía francesa sobre Louisiana y la soberanía mexicana sobre California y el Sudoeste se desvanecieran ante el avance de los norteamericanos de habla inglesa.