Sergio Rubin - Secreto de confesión: Cómo y por qué la Iglesia ocultó el cuerpo de Eva Perón durante 14 años

Aquella tarde entró con la velocidad de un rayo a la sede de la Nunciatura Apostólica en Buenos Aires. Pero el casero no percibió nada extraño en él. Es que el padre Francisco “Paco” Rotger los tenía a todos acostumbrados a su particular modo de ser, mezcla rara de nerviosismo y ampulosidad. Lo que impedía sospechar si guardaba un terrible secreto o quería gritar algo a los cuatro vientos. No eran éstas las únicas características peculiares de Paco. Llamaba la atención también su estilo aristocrático, forjado en la alta sociedad porteña. Y el trato de tú que dispensaba, que en las pampas argentinas sonaba un poco a refinamiento y otro poco a cercanía.

En un santiamén, accedió a la sala de audiencias de la residencia, una mansión de estilo francés, el preferido de los rioplatenses acaudalados. El edificio —reflejo de la época dorada de la Argentina: principios del siglo XX— había sido donado al Vaticano por Adelia María Harilaos de Olmos, una de las grandes benefactoras de la Iglesia argentina, a la postre marquesa pontificia. Pero que también fue, hasta su muerte, en 1949, uno de los máximos exponentes de la caridad de las clases acomodadas vernáculas. De hecho, llegó a presidir la emblemática Sociedad de las Damas de Beneficencia, reservada a las mujeres de rancia estirpe.

Paco no necesitó que nadie le indicara el camino. Conocía bien el lugar desde la época en que había sido durante varios años secretario privado del entonces nuncio apostólico, monseñor José Fietta, con quien se inició en el excelso arte de la milenaria diplomacia vaticana. Algo que, por cierto, no le disgustaba. Porque el padre Rotger sintió desde siempre cierta fascinación por las cumbres del poder. Aunque no era la ambición por los cargos lo que lo movilizaba, sino el gusto por conocer y, llegado el caso, verse envuelto en los pliegues de la alta política, en sus tejes y manejes.

Mientras esperaba al dueño de casa, Paco decidió calmar su ansiedad viendo por enésima vez los cuadros y las fotos del exquisito salón. Como siempre, su vista se terminó posando en la instantánea que patentizaba el paso por Buenos Aires, allá por 1934, del entonces cardenal Eugenio Pacelli, quien con el tiempo se convertiría en el Papa Pío XII. Pacelli había viajado a la Argentina para participar, en calidad de legado papal, del XXXIV Congreso Eucarístico Internacional, un acontecimiento que cambió la historia de la Iglesia argentina por el enorme fervor que despertó.

No era casual que los ojos de Paco se detuvieran siempre en la estampa de Pacelli. Durante aquella histórica visita, cuando el padre Rotger pudo estrecharle la mano y cambiar unas pocas palabras, había comenzado una relación entre el entonces joven sacerdote y el futuro jefe de la Iglesia católica. Vinculación que Paco se encargó de hacer crecer. En el futuro no habría viaje a Roma en que no intentara saludarlo. Algunos de sus amigos decían, quizá con un exceso de cariño, que Rotger no necesitaba pedir audiencia para ver a Pío XII.

Verdadero o falso, lo cierto es que se fue creando una suerte de leyenda entre los allegados a Paco, sobre su supuesta “estrecha relación” con el Papa. Y si bien, que se sepa, Rotger nunca precisó claramente qué tan estrecha era, tampoco se ocupó de desmentirla. De todas formas, todos le reconocían ser un hombre muy relacionado. Y no sólo en las altas esferas eclesiásticas. Contaba para ello con una indudable capacidad, complementada por un trato que no se quedaba en la superficie, sino que apuntaba a la interioridad de las personas.