CAPÍTULO UNO
La abuela Rosa y su tapado con cuello de zorro
Hacía mucho calor la mañana de enero de 1929 en que la familia Bergoglio desembarcó en el puerto de Buenos Aires. Su llegada no pasó para nada desapercibida. Ocurre que encabezaba el grupo una elegante señora vestida con un abrigo con cuello de zorro, por cierto magnífico, pero totalmente inadecuado para el sofocante y húmedo verano porteño. No era una estrafalaria ocurrencia de su portadora: en el forro de la prenda, Rosa Bergoglio llevaba el producto de la venta de los bienes que la familia poseía en Italia y con el que contaban para comenzar su nueva vida en la Argentina. Las transacciones se habían demorado mucho más de lo previsto, circunstancia que, probablemente, les terminó salvando la vida. Es que los Bergoglio tenían pasajes para viajar desde Génova bastante antes en el tristemente famoso buque Principessa Mafalda, precisamente en el que sería su último viaje dado que, por una severa avería, se le perforó su casco y se hundió al norte de Brasil, cobrándose cientos de vidas. Finalmente, se embarcaron en el Giulio Cesare.
Provenían del norte de Italia, del Piamonte, de un pueblo llamado Portacomaro. Dejaban atrás un continente donde aún no habían cicatrizado del todo las heridas de la Primera Guerra Mundial y ya se empezaba a temer seriamente que podría estallar otra, una Europa con muchas carencias económicas. Llegaban a un país alejado de aquellas conflagraciones y las tensiones, que ofrecía la promesa de fuentes de trabajo al parecer inagotables, salarios mejores, posibilidad de acceso a la educación para todos y gran movilidad social. En otras palabras, llegaban a un país de paz y progreso. A diferencia de la mayoría de los inmigrantes, que al llegar se alojaban inicialmente en el emblemático Hotel de los Inmigrantes, junto al puerto, los Bergoglio siguieron viaje a la capital entrerriana, donde los aguardaban ansiosos los familiares.
Los orígenes de la familia del cardenal, su venida al país, el recuerdo de sus padres y las vivencias de su niñez figuraban en el temario de la primera reunión con Bergoglio, concretada en la sala de audiencias del arzobispado porteño, que sería a partir de entonces el ámbito de todos nuestros encuentros. Ni bien le mencionamos nuestras inquietudes, los recuerdos le surgieron en el acto: aquel fallido viaje en el Principesca Mafalda, la llegada al puerto del grupo familiar —entre ellos, su futuro padre, que por entonces tenía 24 años—, el episodio de su abuela con el tapado de zorro, los comienzos en la capital de Entre Ríos…
—¿Por qué su familia emigró a la Argentina?
—Tres hermanos de mi abuelo estaban acá desde el año 1922 y habían creado una empresa de pavimentos en Paraná. Allí levantaron el palacio Bergoglio, de cuatro pisos, que fue la primera casa de la ciudad que contó con ascensor. Tenía una cúpula muy linda, parecida a la de la confitería El Molino de Buenos Aires, que después fue sacada del edificio. En cada piso vivía un hermano. Con la crisis de 1932 se quedaron sin nada y tuvieron que vender hasta la bóveda de la familia. Uno de mis tíos abuelos, el presidente de la firma, ya había muerto de cáncer, otro empezó de nuevo y le fue muy bien, el menor se fue a Brasil y mi abuelo pidió prestados 2.000 pesos y compró un almacén. Papá, que era contador y que en la pavimentadora trabajaba en la administración, lo ayudaba haciendo el reparto de la mercadería con una canasta, hasta que consiguió un puesto en otra empresa. Empezaron de nuevo con la misma naturalidad con que habían venido. Creo que eso demuestra la fuerza de la raza.
—¿En Italia estaban mal?
—No, en realidad no. Mis abuelos tenían una confitería, pero quisieron venir para reunirse con sus hermanos. Eran seis en total y en Italia quedaron dos, un hermano y una hermana.
—El concepto de mantener unida la familia es muy europeo y, especialmente, muy italiano…
—Es cierto. En mi caso, fui el que más asimilé las costumbres porque fui incorporado al núcleo de mis abuelos. Cuando yo tenía 13 meses, mamá tuvo mi segundo hermano; somos en total cinco. Los abuelos vivían a la vuelta y para ayudar a mamá, mi abuela venía a la mañana a buscarme, me llevaba a su casa y me traía a la tarde. Entre ellos hablaban piamontés y yo lo aprendí. Querían mucho a todos mis hermanos, por supuesto, pero yo tuve el privilegio de participar del idioma de sus recuerdos.
—¿Cuánta nostalgia sentían sus mayores?
—A papá jamás le vi una señal de nostalgia, lo que implica que experimentaba ese sentimiento, porque por algo lo negaba. Por ejemplo, nunca hablaba piamontés conmigo, sí con los abuelos. Era algo que tenía encapsulado, que había dejado atrás; prefería mirar hacia adelante. Recuerdo que una vez yo estaba contestando, en un italiano bastante defectuoso, una carta de una profesora de papá que me había escrito al seminario. Le pregunté cómo se escribía una palabra y lo noté impaciente. Me contestó rápido, como para terminar la conversación y se fue. Parecía que acá no quería hablar de lo de allá, aunque sí lo hacia con mis abuelos.
—Hay quienes dicen que Buenos Aires no mira hacia el río porque como fue construida, en buena medida, por inmigrantes que sufrieron el desgarro de la partida y el desarraigo, ellos preferían orientarla hacia la pampa, que significaba el futuro.
—El origen de la palabra nostalgia —del griego nostos algos— tiene que ver con el ansia por volver al lugar; de esto habla la Odisea. Esa es una dimensión humana. Lo que hace Homero a través de la historia de Ulises es marcar el camino de regreso al seno de la tierra, al seno materno de la tierra que nos dio la luz. Considero que hemos perdido la nostalgia como dimensión antropológica. Pero también la perdimos a la hora de educar, por ejemplo, en la nostalgia del hogar. Cuando guardamos a los mayores en los geriátricos con tres bolitas de naftalina en el bolsillo, como si fueran un tapado o un sobretodo, de alguna manera tenemos enferma la dimensión nostálgica porque, encontrarse con los abuelos, es asumir un reencuentro con nuestro pasado.
—Algo propio de todo inmigrante…
—Ciertamente. Todo inmigrante, no sólo el italiano, se enfrenta a esta tensión. Un gran maestro de la nostalgia, el poeta alemán Friedrich Hölderlin, tiene una obra muy linda que le dedicó a su abuela cuando ella cumplió 78 años, que empieza: «Viviste muchas cosas… Oh gran madre… viviste muchas cosas…» y que termina: «Que el hombre no defraude lo que de niño te prometió». Recuerdo muy bien esto porque tengo una especial devoción por mi abuela, por todo lo que me dio en los primeros años de vida y así se lo reconozco en uno de mis libros. Admiro mucho también a Nino Costa, que hablando de los piamonteses tiene estrofas muy románticas que vienen a colación.
Bergoglio nos recitó de memoria y, con mucha emoción, una de ellas en piamontés y, luego, la tradujo al castellano:
Ma 'pi dle volte na stagiôn perduva
o na frev o 'n malheur dël só mesté
a j'ancioda'nt'na tomba patanuva
spersa 'nt'un camposanto foresté
La mayoría de las veces perduraba en el sitio,
en el calor, en el éxito y fracaso de su trabajo
y terminaba en una tumba
en un campo santo arbolado.
Y redondeó: «La nostalgia poética que expresa aquí Nino radica en el haber querido, pero no haber podido volver. También hay una notable reflexión sobre la nostalgia de la migración en el libro Il grande esodo de Luigi Orsenigo.»
—¿Cómo se conocieron sus padres?
—Se conocieron en 1934 en misa, en el oratorio salesiano de San Antonio, en el barrio porteño de Almagro, al que pertenecían. Se casaron al año siguiente. Ella era hija de una piamontesa y de un argentino descendiente de genoveses. Me acuerdo mucho de uno de esos tíos abuelos, que era un viejo pícaro, y que nos enseñaba a cantar cantitos medio subiditos de tono en dialecto genovés. Por eso, lo único que sé en genovés son cosas irreproducibles.