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Harry Cliff - Cómo hacer una tarta de manzana desde el principio: La búsqueda de la receta de nuestro universo

Aquí puedes leer online Harry Cliff - Cómo hacer una tarta de manzana desde el principio: La búsqueda de la receta de nuestro universo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2022, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Harry Cliff Cómo hacer una tarta de manzana desde el principio: La búsqueda de la receta de nuestro universo
  • Libro:
    Cómo hacer una tarta de manzana desde el principio: La búsqueda de la receta de nuestro universo
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    Penguin Random House Grupo Editorial España
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    2022
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Cómo hacer una tarta de manzana desde el principio: La búsqueda de la receta de nuestro universo: resumen, descripción y anotación

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Unviaje a losorígenes deluniverso para responder a laspreguntasfundamentales de lafísicamoderna.

Decía Carl Sagan que para hacer una tarta de manzana primero hay que crear el universo. Harry Cliff, prestigioso físico de la Universidad de Cambridge, emprende la búsqueda de la receta perfecta recogiendo los ingredientes a través del cosmos, en los núcleos de estrellas moribundas, y retrocediendo en el tiempo hasta la fracción de segundo inmediatamente posterior a la que todo se creó, para entender, entre otras muchas cosas, de dónde proviene la materia.

Esta suculenta receta lo lleva del mayor laboratorio subterráneo del mundo, donde los científicos estudian el sol, al Gran Colisionador de Hadrones, en Suiza, donde se crea antimateria a diario. Un paseo por la historia de la física, la química y la astronomía, así como del recorrido que nos ha traído hasta nuestra comprensión actual del universo. En definitiva, uno de los viajes intelectuales más asombrosos que el ser humano ha sido capaz de emprender.

La crítica ha dicho:


«¿Cuál es el origen de todo? Harry Cliff tiene la capacidad de remangarse y responder a preguntas en apariencia filosóficas como esta. Una exploración fascinante sobre cómo hemos aprendido lo que es en realidad la materia, y el viaje que esta emprende desde el Big Bang, pasando por las explosiones estelares, hasta llegar a ti y a mí».
SEAN CARROLL

«Cliff sumerge a los lectores en el curioso y hermoso mundo del interior del átomo. Un libro asombroso, tan divertido como la Guía del autoestopista galáctico. Para todo aquel que quiera entender algunas de las preguntas científicas más importantes».
Kirkus

«Emocionante y revelador. Cliff describe ideas complejas de forma apasionante y accesible, y tiene la habilidad de hacer de la teoría algo divertido. Un viaje asombroso y entretenido que vale la pena saborear».
Publishers Weekly

«Escrito de manera amena y atractiva en la mejor tradición de Feynman y Sagan. Un auténtico page turner».
JIM AL-KHALILI

«Una mezcla perfecta de química, física, una pizca de astronomía y una gran cantidad de humor para obtener la receta de tarta de manzana más atractiva de todos los tiempos. Cliff hace un uso exquisito de las metáforas en esta magistral historia del conocimiento humano».
Booklist

«Adoro este libro divertido, ligero y escrito con suma belleza. Abarca con un rigor desenfadado desde el nacimiento de la química moderna hasta las últimas ideas en física de partículas. El mejor libro de este tipo que he leído. Brillante.
JEFF FORSHAW, coautor de¿Porqué E=mc2?

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Índice

Para Vicky y Robert

Gracias

Si queremos preparar una tarta de manzana desde el principio, antes debemos inventar el universo.

C ARL S AGAN

Prólogo

Una gélida mañana de marzo de 2010 detuve mi coche junto a un complejo vallado a las afueras del municipio francés de Ferney-Voltaire. Un cartel atornillado al portón de acero anunciaba:

CERN SITE 8

ACCÈS RÉSERVÉ AUX PERSONNES AUTORISÉES

Me estiré con dificultad para sacar la mano por la ventana del copiloto —mi coche tiene el volante a la derecha— y pasé la tarjeta de seguridad por el lector. El portón no se abrió. Mmm..., ¿no se habría tramitado mi solicitud de acceso? Al percatarme de que se empezaba a formar una cola de coches detrás de mí, volví a pasar la tarjeta una y otra vez por el lector, con creciente ansiedad. Nada. Estaba a punto de salir para intentar negociar con el guardia de seguridad en mi precario francés del instituto cuando, para mi alivio, el portón empezó a abrirse con un chirrido.

Aparqué detrás del laboratorio principal, de cara a la valla metálica que marca el perímetro de la pista del aeropuerto de Ginebra. Fuera del coche, mi aliento se condensaba en el aire frío, en el que flotaba un olor dulzón, ya familiar, procedente de una fábrica de perfumes situada en la cercana ciudad suiza de Meyrin. Hundí las manos en los bolsillos del abrigo y me dirigí hacia un edificio de nombre tan prosaico como Edificio 3894, un pabellón prefabricado de una sola planta que se usaba para las reuniones matinales.

En su interior, la mayoría de los asistentes ya estaban arremolinados en torno a la alargada mesa esperando el inicio de la reunión. Algunos hablaban con sus vecinos en inglés, francés, alemán o italiano; otros daban sorbos a su café o se inclinaban sobre sus ordenadores portátiles. Yo ocupé un asiento en segunda fila, confiando en que no me pidieran que hablase.

A cien metros bajo nuestros pies, en un túnel de hormigón tan largo que podría rodear una ciudad, cobraba vida la máquina más grande y potente jamás construida: el Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés). En unos días, este acelerador de partículas con forma de anillo haría colisionar partículas subatómicas entre sí con una violencia tan extraordinaria que recrearía de forma efímera las condiciones que existieron durante el instante inmediatamente posterior al Big Bang.

Estos minúsculos cataclismos serían registrados por cuatro gigantescos detectores de partículas alojados en cavernas del tamaño de catedrales y situados a varios de kilómetros de distancia entre sí a lo largo del anillo del LHC. Uno de ellos —el experimento Gran Colisionador de Hadrones de lo bello (LHCb)— estaba directamente bajo nuestros pies: seis mil toneladas de acero, hierro, aluminio, silicio y cables de fibra óptica, preparado como un esprínter en los tacos de salida, aguardando a que llegase su momento.

La espera había sido larga. Este momento era la culminación de la carrera de algunos de mis colegas. Veinte años de planificación, solicitudes de financiación, diseño escrupuloso, pruebas e ingeniería habían desembocado en uno de los detectores de partículas más avanzados jamás construidos. En los días siguientes, todo ese trabajo se pondría por fin a prueba, pues los ingenieros del LHC se disponían a hacer colisionar partículas en el interior del detector por primera vez.

Yo tenía veinticuatro años, estaba en el segundo año de mi doctorado y había llegado unas semanas antes a Ginebra para la primera de mis dos estancias trimestrales. Mi nuevo hogar era el CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear, el laboratorio de física de partículas más grande y avanzado del mundo. A lo largo de las semanas anteriores había aprendido a orientarme por el laberinto de edificios administrativos, talleres y laboratorios que forman el vasto recinto del CERN, me había enfrentado a las ventiscas de febrero y había descubierto que tirar de la cadena en Suiza después de las diez de la noche conllevaba una severa reprimenda de los vecinos. También estaba haciéndome a mis nuevas tareas en el LHCb, incluida la de ser responsable de uno de sus numerosos subsistemas, cada uno de los cuales tenía que funcionar a la perfección. Si alguno fallaba, los tan esperados datos podían acabar siendo inservibles.

Mi primer contacto directo con el LHCb había tenido lugar un año y medio antes. Mi supervisor, Uli, un investigador posdoctoral alemán que trabajaba a tiempo completo en el CERN, me había guiado a través de la compleja serie de procedimientos obligatorios para acceder al detector. Armado con una placa que medía mi exposición a la radiación durante mi recorrido subterráneo, primero tuve que convencer a un caprichoso escáner de iris para que me dejase atravesar unas puertas de seguridad de color verde intenso semejantes a esclusas. A continuación, un pequeño ascensor metálico descendió traqueteando ciento cinco metros desde de la superficie, hasta un lugar con el inquietante nombre de «el foso».

Las puertas se abrieron a un extraño mundo subterráneo de maquinaria runruneante, pórticos metálicos pintados de colores primarios y túneles de hormigón que recorrían kilómetros de cables y tuberías. Otro par de puertas de seguridad, esta vez amarillo intenso y adornadas con símbolos de alerta por radiación, daban a un estrecho pasaje que serpenteaba a través de un muro de protección de doce metros de grosor hasta desembocar abruptamente en una altísima gruta de hormigón.

Lo primero que llama la atención es su tamaño. El LHCb es grande: diez metros de altura por veintiún metros de longitud, y se extiende de lado a lado de la gruta. A primera vista puede ser difícil entender lo que uno está viendo: destacan las escaleras, plataformas de acero y andamios, pintados de verde y amarillo, cuyo cometido es facilitar y permitir el acceso a los elementos sensibles del detector, que en su mayoría no están a la vista. Las paredes de la gruta están atravesadas por haces de cables que suministran energía al detector y extraen el torrente de datos que generan sus millones de diminutos sensores de alta precisión. El LHCb es capaz de medir con una precisión de unas pocas milésimas de milímetro las trayectorias de miles de partículas subatómicas cuando salen despedidas tras colisionar a una velocidad ligeramente inferior a la de la luz; y de hacerlo un millón de veces por segundo.

Pero quizá lo más extraordinario del LHCb sea la manera en que se construyó. Como los otros tres grandes experimentos del LHC, es una moderna torre de Babel, en la que cada componente ha sido diseñado y ensamblado por un equipo internacional de físicos e ingenieros pertenecientes a decenas de universidades de todo el planeta, desde Río de Janeiro hasta Novosibirsk. Reunidos en este gigantesco agujero subterráneo a las afueras de Ginebra, componen un instrumento único de una complejidad asombrosa. El hecho de que todo esto funcione siquiera no deja de parecerme milagroso.

Mis colegas en Cambridge habían pasado la última década diseñando, construyendo y probando los componentes electrónicos que iban a tomar datos del subdetector encargado de distinguir entre los diferentes tipos de partículas. Mi pequeña contribución consistía en asegurarme de que, llegado el momento, el software que se usaba para controlarlos y monitorizarlos funcionaba sin colgarse ni causar otros problemas. Era un pequeño engranaje en una máquina enorme, pero no por ello dejaba de ser plenamente consciente de que dos décadas de esfuerzo de cientos de físicos procedentes de setenta países distintos y una inversión de sesenta y cinco millones de euros por parte de más de una docena de agencias nacionales de financiación dependían de que llevase a cabo mi pequeña tarea como era debido. No quería ser la persona que la pifiaba en el último minuto.

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