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Fruto de una larga amistad, este libro tiene su origen en la admiración y el entusiasmo que sus autores han compartido durante años por una de las más grandes creaciones de la poesía europea moderna: las Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke. Son muchas las interpretaciones ofrecidas desde hace casi un siglo sobre una obra en la que a la extraordinaria altura poética de su lenguaje se suma la profundidad de un pensamiento que invoca genialmente el legado filosófico y espiritual de Occidente. En efecto, la literatura crítica sobre Rilke y su ciclo elegiaco es ya inabarcable, y no faltan en ella eminentes contribuciones al estudio del diálogo del poeta con la filosofía y la mitología, o con ciertas tradiciones religiosas, entre las que destaca ciertamente la espiritualidad cristiana. Es demasiado fácil, sin embargo, reducir los poemas rilkeanos a unas cuantas referencias míticas, filosóficas y religiosas, por complejas e intrincadas que puedan llegar a ser, y resulta a todas luces insuficiente zanjar la comprensión histórica de las Elegías situándolas sin más en un horizonte ideológico nihilista, o subsumiéndolas inercialmente entre las principales tendencias artísticas y literarias de su época.
A quienes hemos emprendido esta tarea de interpretación de las Elegías de Duino nos une la convicción de que Rilke es uno de los últimos grandes poetas de la tradición occidental. Lo es en la medida en que no renunció nunca a pensar poéticamente su propia vocación como un destino ligado de raíz al de lo humano bajo el signo de unos tiempos en extremo críticos. En toda su obra —y sobremanera en su lírica de madurez— poesía y espiritualidad se compenetran con una lucidez y una intensidad que apenas encuentran parangón en la literatura contemporánea. De ahí que en nuestra lectura hayamos prestado una atención especial a esas dos dimensiones fundamentales de la poesía de Rilke, aun a sabiendas de que tanto lo poético como lo espiritual escapan a toda definición que pretenda aprehender en conceptos claros y distintos cuál es el sentido esencial de ambas formas de experiencia. Formas de «experiencia interior» que, antes o después, confluyen en la zona de sombra del misterio y la premonición de lo absoluto. Nada tiene de casual que los más penetrantes y esclarecedores intérpretes de la lírica rilkeana, desde Guardini y Heidegger hasta Gadamer, Szondi, Bollnow o Blanchot, hayan convenido en destacar la importancia existencial que cobra en ella una idea de la misión poética inseparable de la condición humana. En torno a esta misión giran sin duda las Elegías de Duino, que encierran toda una interpretación de la existencia desde la perspectiva de lo que podríamos llamar una «poetología del espíritu». Dado que es en la Novena Elegía donde cabe hallar la más perfecta expresión de lo que Rilke concibe como la misión poética, nuestra lectura toma como punto de referencia (y de fuga) dicho poema, aunque no se limita a una exégesis pormenorizada de su forma y su sentido, pues hemos tratado de proceder siguiendo una especie de movimiento hermenéutico en espiral, en virtud del cual la interpretación va ampliando su radio de acción, extendiéndose a otros momentos de la obra de Rilke (y aun de otros poetas o pensadores), en la medida en que lo requiere una mejor o más contrastada comprensión del asunto central.
La Novena Elegía. Lo decible y lo indecible en Rilke consta así de dos ensayos interpretativos que mantienen entre sí no pocas correspondencias, evidentes o implícitas. Cierto es que las dos tentativas hermenéuticas conceden una relevancia crucial a las ideas sobre la vocación poética y el destino de lo humano que Rilke elabora en la Novena Elegía. Pero el énfasis recae en cada caso sobre motivos y argumentos que son claramente diferentes, sin dejar de ser por ello en el fondo complementarios. La primera parte, «Lógica del silencio» (Amador Vega), se inclina más bien hacia el tratamiento del problema de lo indecible, aunque no de manera excluyente o unilateral, puesto que en Rilke lo indecible forma con lo decible una correlación de la que se siguen todas las posibilidades creadoras de ese lenguaje de la ausencia que es propio de la poesía. Un lenguaje en el que también está en juego la transformación de lo visible en lo invisible y al que, en sus formas peculiares y concretas de expresión, es del todo aplicable la idea de «desplazamiento del sentido» que Robert Musil descubriera en la poesía de Rilke, noción contemplada aquí ya sea como pluralidad inquieta y efecto siempre de nuevo recreable de las palabras, o como errancia interminable de la misma vida del artista, forma de vida paralela a su modo de entender la aventura creadora e intelectual. En la segunda parte, «La palabra más efímera» (José Manuel Cuesta Abad), la lectura privilegia la vertiente de lo decible, puesto que la lírica rilkeana responde desde el principio a la necesidad de una poética de la finitud, cuyo cometido consiste en lograr el acceso de las cosas a la decibilidad de un lenguaje que exalta en ellas —y en cierta manera salva— su naturaleza efímera. La interpretación de la misión poética que proclaman las Elegías de Duino no solo requiere profundizar en la experiencia y la idea de finitud, sino que ha de explorar también la figuración en Rilke de un sujeto narcísico-angélico y la reconstrucción en su poesía del antiguo mitologema según el cual la palabra que salva, la palabra más efímera, es siempre gratuita.
La misión del poeta, su vocación acústica, se vierte intensamente en cada verso y en cada carta de su correspondencia, configurando un texto de una tensión existencial tal que exige del lector una atención extrema como respuesta a aquella llamada. Los dos estudios aquí reunidos son el fruto de dicha experiencia de lectura y quisieran mostrar a quienes se acerquen a ellos la ambigua belleza de la poesía de Rilke.
Los autores desean agradecer a Thomas Nölle su gentileza por haber cedido para la cubierta una de sus preciosas fotografías, y a Carlota Fernández-Jáuregui Rojas su excelente labor de corrección en la revisión final del texto.
Barcelona y Madrid,
22 de mayo de 2017
LÓGICA DEL SILENCIO
Amador Vega
La vocación poética de Rilke no se funda en un imperativo artístico. Y sin embargo hay necesidad, hay destino de la necesidad en quien rechaza continuamente todo bálsamo frente al dolor de lo inevitablemente contingente. Rilke no quiere ser un autor de libros, no produce versos y tampoco le pertenecen: los recibe como un don y los pone en manos de otros para que los tengan, los acojan y distingan en ellos esa extraña gratuidad que los contiene. La poesía de Rilke se nos presenta como un acto de fidelidad único a la vida de poeta, a la única vida que Rilke concibió para sí mismo desde los primeros versos hacia 1895. Desde aquel momento todo quedaría trazado, a falta de su despliegue en el tiempo. Será la larga marcha hacia su poesía tardía la que dejará señales de los abismos por los que el alma del poeta se asomó: esas profundidades únicamente penetradas por quienes, como ha dicho Heidegger, se atreven en pos de lo sagrado, aun no sabiendo si se trata de la dirección a un lugar o tan solo de un rastro sin destino. Es la necesidad de cumplimiento del propio destino la que tensa los versos de este poeta, también él tardío, que exigió el lento y, en ocasiones, desesperante ejercicio de atender al dictado de los ángeles: compañía inquietante de Rilke a cada paso en el peregrinar hacia su irrenunciable y voluntaria expatriación.