La teoría y la práctica de la traducción forman parte de la teoría y la práctica de la literatura, sin la cual ni una ni otra podrían existir.
PRÓLOGO
de Jaime Siles
EL RILKE DE FERREIRO
La teoría y la práctica de la traducción forman parte de la teoría y la práctica de la literatura, sin la cual ni una ni otra podrían existir.
Hace ya muchos años, Agustín García Calvo llamó la atención sobre un hecho que acaso convenga recordar hoy aquí: que algunas de las primeras manifestaciones de la literatura escrita de no pocas lenguas son una traducción. Aún no se había puesto en marcha esa manía o moda, según como se mire, de la contradicción en sus mismos términos, que es la tan traída como mal llevada literatura oral: algo que en sí mismo ya repele, porque literatura viene, y viene sólo, de littera, de letra, y eso, y no otra cosa, es. Cervantes lo sabía muy bien cuando disfrazó de traducción su famosa novela y, por eso, el estilo hablado del Quijote sigue siendo traducción y literatura a la vez: lo mismo que el teatro, que es palabra en movimiento y que nunca lo ha dejado de ser. La traducción, en cambio, es literatura en segundo grado: literatura, pues, diferida, pero no por ello menor. Y, dentro de ella, hay lo que puede llamarse literatura paralela, que es el término que podría aplicarse para definir aquellas traducciones que no sólo reproducen lo que su original tiene sino que lo transmiten casi como en su lengua es y que explicitan una muy decidida voluntad de arte. y, muy al lado de éstas, junto a éstas, paralelas a éstas, las de nuestro rilkeano y rilkista mayor Jaime Ferreiro, que no sólo ha consagrado su vida a este arte sino que, germánicamente, la ha dedicado al exhaustivo conocimiento de un autor: Rainer Maria Rilke, al que, gracias a él, todos los que hablamos nuestra lengua nos podemos, sin sufrir descalabros, acercar. y, muy al lado de éstas, junto a éstas, paralelas a éstas, las de nuestro rilkeano y rilkista mayor Jaime Ferreiro, que no sólo ha consagrado su vida a este arte sino que, germánicamente, la ha dedicado al exhaustivo conocimiento de un autor: Rainer Maria Rilke, al que, gracias a él, todos los que hablamos nuestra lengua nos podemos, sin sufrir descalabros, acercar.
Como todos aquellos que han sido o han hecho muchas cosas, Ferreiro es, sobre todo, una: la aventura de hacer un Rilke en español. Y eso —y no otra cosa— es lo que ha hecho: termina así un largo itinerario que se inicia en el número de enero de 1928 de la revista canaria La Rosa de los Vientos, en la que un entonces muy joven latinista, Abelardo Moralejo Laso, vierte, como poemas en prosa, los versos de la pantera que Rilke ha visto en el jardín de fieras de París y algunos otros, como «La canción de amor» y «El Rey», de los Neue Gedichte. La traducción, como literatura paralela que es, produce eso: la emoción del tiempo revivida por el recuerdo de cuándo y de dónde leímos algo —es decir: lo vivimos— por primera vez. Yo a Rilke lo he leído muchas veces y a Ferreiro, también. A veces, hasta juntos, porque me cuesta esfuerzo separarlos, de tan unidos como están y de tan identificados el uno con el otro como en mí los siento. «Rilkeiro» le llamaba Álvarez Ortega y no es ninguna mala definición, porque, gracias a él, Rilke existe en nuestro idioma.
Pero no sólo existe Rilke, sino el catálogo e inventario de lo que España supuso para él. Hace ya más de treinta años que Ferreiro dio a conocer su España en Rilke, y su sólida cultura literaria le había ayudado a entender a Rilke más allá de su plástica materialidad. Ferreiro comprendió muy pronto que ésta no era su sentido, sino su gramática, y que lo que Rilke precisaba era una hermenéutica capaz de dar cuenta no sólo de su universo sígnico, sino, sobre todo, de su complejo sistema referencial. Y éste ha sido su mérito: que sus versiones no traducen palabras sino cosas o, mejor, visiones de cosas, que es lo que, para Rilke, las palabras y las cosas son. Pudo así corregir no pocas de las afirmaciones de Gebser, demostrar la influencia del libro Flos Sanctorum del P. Ribadeneira, reconstruir con exactitud detectivesca la génesis de poemas como «La bailarina española» y «Corrida de Toros», y establecer las relaciones existentes entre el «Soneto XXI» de la primera parte de los Sonetos a Orfeo y la «Novena Elegía», a partir de una carta inédita, fechada en Ronda el 8 de enero de 1913 y dirigida a la condesa Manon zu Solms-Laubach.
Pero no se quedó ni en la superficie de la cita ni en la seca frialdad del dato: fue más allá de ellos y estudió el modo en que el lenguaje rilkeano es una tensión entre el deseo de decir y la resistencia de lo inexpresable. Comprende que «Rilke es un poeta difícil, pero exacto» y analiza en qué consiste su exactitud y en qué reside su dificultad: los poemas de Rilke —aclara— «parecen estar tallados o esculpidos en una materia modelable», que no es —o no es sólo— la «de la expresión sonora», y su escritura busca «esa unidad indisoluble y armónica que preside lo cósmico». El Rilke de Ferreiro es el de sus vivencias y sus fuentes, que él reconstruye desde el territorio de sus poemas y de su confesión epistolar. Pocos poetas han escrito más cartas y Ferreiro se sirve de ellas para acercarnos al encuentro de Rilke con Zuloaga y a los casi mortíferos pájaros del alma, de la «Segunda Elegía», cuyo origen son los ángeles del Greco. España para Rilke era, sobre todo, esto: el país de la queja (die Klage) y el espacio de la revelación. El Rilke de Ferreiro empieza en España, pero no es sólo éste: es también el tardío, el opaco, el difícil, el crepuscular.
Si él ha contribuido a comprender y descifrar imágenes de éste, lo ha hecho por relación directa con aquél, cuya dimensión existencial tan bien conoce y cuyo sentimiento religioso ha sido capaz de precisar: lo agustiniano en Rilke es otro de los logros que la investigación debe a Ferreiro, para quien las