Prólogo
Los medios de comunicación chilenos, independientemente de su estructura de propiedad y de sus perspectivas ideológicas, prometen más o menos por igual, ya sea en sus slogans publicitarios o en sus editoriales, cumplir con funciones públicas históricamente asociadas a la profesión periodística. Es porque cumplen esta función social que los medios gozan de ciertas garantías especiales, como el respeto al secreto profesional.
Entre estas funciones públicas se cuentan auxiliar a la ciudadanía en la fiscalización del poder del Estado que se presume permanentemente propenso a violar los derechos y garantías de sus ciudadanos. Es decir, cumplir el mito de ser el cuarto poder, aquel contrapeso independiente a los posibles abusos del Legislativo, Ejecutivo y Judicial, que busca y dice la “verdad” a toda costa, que enarbola los principios de justicia, transparencia e integridad en defensa del bien común.
Y la autoevaluación al respecto es más o menos complaciente, en particular, en los medios tradicionales. El Mercurio, por ejemplo, al celebrarse los 200 años de la prensa escrita, dijo en su editorial: “El país puede sentirse satisfecho de haber desarrollado durante dos siglos una tradición de prensa atenta, polémica, combativa, que ha sabido prevalecer contra los embates de intereses públicos y privados cuando quiera que se ha tratado de someterla a otros objetivos o acallarla”.
Es evidente que la afirmación editorial se sostendría con mucha dificultad si se analiza el comportamiento de los medios de comunicación chilenos autorizados a operar durante la dictadura de Pinochet. Las evidencias son abrumadores y demuestran que esa prensa no fue ni atenta, ni polémica, ni combativa. Tanto así, que el Informe Rettig dejó establecido que:
La prensa continuó haciéndose portavoz de las versiones oficiales de sucesos relacionados con detenidos desaparecidos que pretendieron ocultar la responsabilidad de agentes del Estado chileno y que fueron presentadas como ‘la verdad’ de lo ocurrido, en circunstancias de que, en muchas ocasiones, existían motivos plausibles para dudar de tales versiones (...) Por regla general, los medios de comunicación mantuvieron en el período que nos ocupa una actitud tolerante con las violaciones de derechos humanos y se abstuvieron de emplear su influencia en procurar evitar que ellas continuaran cometiéndose.
Nada para escandalizarse, dirán algunos. Que fue un período especial, difícil, en que los medios no pudieron hacer otra cosa.
Lo dramático es que a estas alturas, a veintidós años de recuperada la democracia, los vicios de la parcialidad, la obsecuencia con las fuentes oficiales y la desidia frente a injusticias flagrantes siguen campeando en los medios de comunicación tradicionales, escritos y audiovisuales que, además, son los de mayor presencia y credibilidad en los hogares chilenos.
El Caso Bombas y la investigación del fiscal Alejandro Peña, fielmente retratado en su desprolijidad en esta investigación periodística de Tania Tamayo, no solo son un ejemplo prototípico del comportamiento inadecuado y abusivo de la justicia chilena, aun después de la reforma al sistema procesal penal que tantas esperanzas engendró, sino que debiera ser también un caso de estudio en las escuelas de periodismo y salas de redacción del país, por el abandono de sus funciones públicas por parte de los medios de comunicación.
Como revela Caso Bombas. La explosión en la Fiscalía Sur, el Ministerio Público se empeñó en demostrar “resultados” en este caso, quitándoselo al prestigioso pero mesurado Xavier Armendáriz, y entregándoselo a Alejandro Peña, un fiscal ducho en operativos con espectacularidad mediática.
Peña, bien asesorado por un periodista, cumplió, al menos en una primera etapa, con lo que se esperaba de él: la producción de libretos maniqueos e imágenes espectaculares demandados cada vez con mayor voracidad por la televisión, medio en el cual ya es casi imposible distinguir el límite entre noticias y espectáculo. También sació la sed de “resultado” que demandaban las editoriales de los medios escritos y, por lo tanto, calmó los ánimos en el Ministerio del Interior, en las jefaturas policiales y en la dirección del Ministerio Público.
No es sorprendente que, en ese contexto, se hayan pasado a llevar garantías mínimas de los imputados, como el derecho a un debido proceso y a la presunción de inocencia. Los testimonios y pruebas recopilados por Tania Tamayo son ejemplos escalofriantes de aquello.
Lo sorprendente es que este contenido no haya sido abordado a tiempo y en extenso por los grandes medios de comunicación chilenos, que no hayan sido ellos los primeros en exponer dudas razonables a su actuar, a pesar de que, como evidencia este libro, había razones más que fundadas para hacerlo.
No me parece a mí que sea falta de pericia ni de oficio de estos medios. La Tercera y El Mercurio, por ejemplo, han dado muestras de que saben cumplir con los estándares profesionales. Ahí están las largas y exhaustivas investigaciones periodísticas sobre los casos MOP-Gate y La Oficina, entre otras, que revelan que en determinadas circunstancias, estos medios sí invierten esfuerzos saludables en cuestionar las versiones oficiales sobre determinados hechos.
Sin embargo, en otras circunstancias, como en el Caso Bombas, a los medios de comunicación podría aplicárseles la misma crítica que hizo la Comisión Rettig en su momento, pues también aquí se hicieron portavoz de las versiones oficiales “que pretendieron ocultar la responsabilidad de agentes del Estado chileno”, que “fueron presentadas como ‘la verdad’ de lo ocurrido, en circunstancias de que, en muchas ocasiones, existían motivos plausibles para dudar de tales versiones” y, por regla general, mantuvieron “una actitud tolerante con las violaciones de derechos humanos y se abstuvieron de emplear su influencia en procurar evitar que ellas continuaran cometiéndose”. Es ilustrativo a este respecto la conducta de los editores de Informe Especial, un programa que se autodefine como de investigación periodística y que, no obstante, de acuerdo con los datos aportados por Tania Tamayo, permitieron que el departamento de comunicaciones de la Fiscalía Sur interviniera más allá de lo razonable en la elaboración del reportaje del llamado Caso Bombas.
En Estados Unidos los reportajes de periodistas insertos en los batallones de invasión de los países árabes han sido cuestionados por violar la promesa de imparcialidad que han hecho a sus audiencias y por pasar por alto abusos cometidos por esos soldados en contra de la población civil. Es de esperar que trabajos de investigación como el que nos propone Tania Tamayo nos permitan someter a un escrutinio similar no solo a la justicia, respecto de la cual hay todavía mucho que decir, sino también a la prensa y a la televisión chilena. Si los medios de comunicación masivos no cumplen con su promesa de ser “atentos, polémicos y combativos” en su relación con las fuentes oficiales y si demandan de éstas historias de vaqueros en vez de datos verdaderos, evidentemente aumentan los niveles de indefensión de los ciudadanos de este país.
De acuerdo a las pruebas reunidas por Tania Tamayo para este libro, el cambio circunstancial de juzgado y la capacidad de organización de los imputados, algunos de los cuales tuvieron más posibilidades de hacerse oír por provenir de una clase social acomodada, provocaron el derrumbe del Caso Bombas. Puede que haya habido otros factores, pero en ningún caso este desmoronamiento puede atribuirse a la labor fiscalizadora de la prensa.
Tras leer Caso Bombas. La explosión en la Fiscalía Sur no puedo dejar de pensar en cuántas personas inocentes pasan sus días, estos días, en la cárcel.