PRÓLOGO
PROMESAS INCUMPLIDAS
Aquí, nosotros, mexicanos atorados en el largo proceso de desencuentros, rupturas, deslealtades y corrupción que fue minando la esperanza de dignificar y consolidar el régimen democrático del país. Tendríamos que bautizar los últimos años como el periodo del desencanto, escribe Mauricio Merino en El futuro que no tuvimos. Un periodo específico, determinado, cognoscible, comprendido entre el 1 de noviembre de 2003 y hoy. Un ciclo fechable que empieza con la ruptura de los pactos políticos que dieron origen al IFE autónomo y que termina con el regreso del PRI a Los Pinos: y lo que hizo estando ahí. Un ciclo de todo lo que hemos presenciado y padecido desde entonces.
Atrás quedaron los acuerdos sensatos y honestamente comprometidos con la construcción de un nuevo régimen democrático. Atrás quedó aquella “joya de la corona” que fue un IFE creíble, admirado, autónomo. Atrás quedaron los acuerdos que tenían como objetivo una repartición más justa y más ciudadana del poder. En su lugar quedaron las malas artes y los conflictos y las trampas y la polarización. La transición de un sistema de partido prácticamente único, a uno en el que los beneficiarios fueron otros partidos similares, con sus arcas repletas de dinero público. El encono de la sociedad producto de los pleitos incesantes entre la clase política. La sensación de que la democracia no ha servido para resolver los problemas del país sino para exacerbarlos. El sentimiento de desamparo ante la Casa Blanca, Odebrecht y OHL y Ayotzinapa y los Duarte y el espionaje gubernamental a periodistas y tantas vejaciones más.
Hace apenas unos años, el sentimiento compartido por muchos fue que México iba a la alza por el “reformismo modernizador” de Enrique Peña Nieto. Por la reforma educativa que empujaba. Por la reforma a las telecomunicaciones que impulsaba. Por la reforma energética que instrumentó. Por la reforma fiscal que logró. Por la apertura inusitada de Pemex. Por la imagen de profesionalismo que Peña Nieto cultivó y el cierre de filas que el “Pacto por México” indujo. Por “el momento de México” que los especialistas en imagen gestionaron. La percepción de éxito generó éxito, y Peña Nieto inicialmente cosechó el suyo con creces. Moviendo a México, proclamaban sus acólitos.
Y, en efecto, México se movió pero no en la dirección correcta. Ahora vivimos la angustia compartida ante la certidumbre de que la vida pública se ha corrompido ‒sin distinciones ni matices‒ entre partidos y gobernantes. La desilusión extendida ante el abandono de las promesas de profesionalización de la gestión pública y la partidización de las instituciones. Ante la prevalencia de la cuatitud, la amistad y las lealtades políticas en el nombramiento de funcionarios públicos. Ante el abierto rechazo de los gobiernos a abrir la información exigida por el INAI. Ante la opacidad que persiste en la fiscalización del dinero público a nivel federal, estatal o municipal. La repartición del botín partidario sin consecuencias, sin efectos, sin sanciones. He allí los plurinominales de todos los partidos para constatarlo. Los “moches” que han recibido tantos diputados y senadores para evidenciarlo. Las candidaturas de tantos señalados de corrupción para subrayarlo.
En el gobierno tenemos a personajes de todos los partidos que actúan como si vivieran en el Palacio de Buckingham. O en Versalles. O en Topkapi. O en la Alhambra. O en el Castillo de Windsor. Nuestros secretarios de Estado, nuestros magistrados, nuestros diputados y senadores se comportan como nobles, por cuyas venas corre la sangre azul de una casta divina. Los aristócratas, aparcados en grandiosas residencias, rodeados de servidumbre atenta a cada deseo; caminando en sus palacetes privilegiados donde nada los toca. Nada los perturba. Nada los inmuta. Lejos de la turba enojada que se manifiesta en las calles, molesta y con razón. Lejos de la irritación social que descalifican, y sin empatía, porque son totalmente insensibles, viven totalmente desconectados de la realidad de millones de mexicanos que miran el futuro con aprehensión.
Porque mientras la desigualdad crece, los consejeros del INE exigen los IPhone7 de 20 mil pesos para cada uno. Porque mientras la capacidad de compra disminuye, las prerrogativas para los partidos ascienden. Porque mientras el valor del peso cae, los bonos en el Congreso aumentan. Un trabajador que gana el salario mínimo sólo puede comprar 33 por ciento de la canasta básica, pero un magistrado que gana más de 200 mil pesos recibe 15 mil pesos en vales de gasolina. Un miembro de la clase media tiene que trabajar más para llenar su tanque de gasolina, pero los diputados acaban de gastar 6 millones de pesos para adquirir 27 autos nuevos. El PAN, el PRI, el PRD, el Partido Verde y Morena recibieron 4 mil millones de pesos en 2017.
Unos expoliados, otros privilegiados. Unos sacrificados, otros, beneficiados. Unos trabajando, otros gastando. 955 mil millones de pesos producto del excedente petrolero entre 2001 y 2012, destinados a prebendas electorales y transferencias presupuestales y prestaciones gubernamentales. 955 mil millones de pesos que nadie sabe a dónde fueron a parar, pero muchos lo suponen: a los gobernadores y las elecciones que compraron; a los líderes sindicales y las fortunas personales que acumularon; a las pensiones y la falta de productividad que taparon. Años de ineficiencias monopólicas en Pemex, años de subsidios injustificables a la gasolina, años de descontrol del gasto público, años de desperdiciar dinero en lugar de invertirlo.
Se tenía que mantener la paz social vía una estrategia clientelar, vendiendo petróleo para comprar votos. Había que perpetuar los privilegios de los príncipes mexicanos, usando el erario para asegurar prebendas. Casas Blancas y casas en Malinalco, aviones privados y sueldos desbordados, guaruras armados y IPhones garantizados. Enrique Peña Nieto increpó nuestra falta de comprensión, cuando comprendemos demasiado bien. Nos regañó cuando debimos regañarlo a él y a quienes lo acompañaron y lo habilitaron. Los miembros del equipo de Peña Nieto resultaron ser más corruptos que inteligentes. Más acostumbrados a esconder que a rendir cuentas. Más inhumanos que mexicanos.
Eso es lo que indigna, más allá de los datos y las cifras de quienes exigían que hiciéramos bien las cuentas y celebráramos lo que el peñaniestismo logró. La sensación de injusticia profunda, de agravio. 126 mil millones de pesos gastados por el gobierno del PRI en publicidad y comunicación social. Las “remuneraciones extraordinarias”. Las compensaciones a funcionarios públicos por “vida cara” y operaciones encubiertas o confidenciales. Los 4 millones 400 mil pesos a una licitación para el mantenimiento y reparación de 121 vehículos que la Cámara de Diputados tiene a su disposición. Gastos superfluos. Gastos innecesarios. Gastos que deberían destinarse a escuelas y hospitales, pero acaban en moches o bonos. Aunque afuera en la calle, donde muchos pasan la noche sin dormir por lo sufrido, en los palacios sigue la fiesta, el despilfarro, los vales y los celulares, y los aguinaldos, el champán descorchado en los pasillos del Senado y la Cámara de Diputados. Un país donde algunos gozan la abundancia y otros padecen la austeridad, unos son totalmente exprimidos y otros son “totalmente palacio”.
La economía sigue sin crecer lo que debería. La deuda de la desigualdad social sigue sin saldarse. Poco a poco tenemos conciencia de que los errores de gestión del gobierno no se han corregido. Las autoridades siguen asignando recursos crecientes a programas politizados, que en lugar de nivelar a la sociedad la hacen más desigual y generan mayores incentivos para la informalidad. Las autoridades siguen gastando el dinero público a manos llenas en medio de fallas, equivocaciones y actos de corrupción tan escandalosos como el de Javier Duarte, entre muchos otros. Estos problemas acumulados no han encontrado sanción ni solución. Los partidos se culpan unos a otros, se aprovechan electoralmente de los errores del contrario antes de corregir los suyos. No vemos soluciones de conjunto. No vemos la creación de un sistema completo para rendir cuentas o usar mejor el dinero público o responder a las necesidades de una ciudadanía crecientemente enardecida.