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Denise Mina - Campo De Sangre

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Campo De Sangre: resumen, descripción y anotación

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Denise Mina Campo De Sangre Título original The field of blood Traducido por - photo 1

Denise Mina

Campo De Sangre

Título original: The field of blood

Traducido por Mar Vidal

Serie Paddy Meehan 01

Para Fergus;

sigue luchando, baby.

Judas […] adquirió un campo con

el premio de la iniquidad […] y aquel lugar, en

la lengua de ellos, fue llamado Hacéldama,

esto es, campo de sangre.

Hechos de los Apóstoles 1,16-19

Capítulo 1

Pequeños prodigios1981

I

Seguían viajando, y cada vez se adentraban más en la oscuridad. Llevaban avanzando mucho tiempo, y, en la mente de Brian, cada centímetro de cada paso lo alejaba de su madre, y ella era lo único que quería en este mundo.

No podía llorar, porque si lloraba le hacían daño. Pensó en ella, en la ternura de su pecho, en sus dedos con anillos, en lo cálido que era el mundo cuando estaba ella, y se esforzó por recobrar el aliento mientras el labio inferior le chocaba ruidosamente contra los dientes. James, el chico que iba sentado a su lado, le dio un golpe en la oreja.

Atónito ante la intensidad del dolor, Brian se quedó con la boca abierta y chilló. Callum, el chico del otro lado, se burló de él.

– No seas un bebé llorón -le dijo James.

– Sí -dijo Callum-, basta ya de lloros.

Se rieron a la vez, y lo dejaron de lado. Brian ya no lloraba: pensaba en lo que le dolía la barriga por dentro y en su pie herido, pero no lloraba. Tan sólo cuando pensó en ella y recordó que no estaba, se echó a llorar. Las lágrimas le rodaban por las mejillas, pero respiró con fuerza y consiguió no hacer ruido.

– Menudo bebé estás hecho -dijo James a gritos.

– Eso -dijo Callum, enseñando los dientes, y con los ojos brillantes-. Eres un gran bebé hijo de puta.

Los dos muchachos se emocionaron y se siguieron llamándolo «bebé hijo de puta» una y otra vez. A Brian no le gustaba. Aunque no sabía lo que significaba, le sonaba muy violento. Convencido de que estaba a punto de echarse a llorar y por tanto, de que le iban a golpear, se tapó la cara con las manos abiertas y contuvo la respiración hasta que se le destaparon los oídos.

Ahora no oía a los dos chicos. Al sacarlos de sus pensamientos, pudo recordar la cara de su madre, sus manos suaves mientras lo bañaba, lo agradable que era que le echara por encima aquella agua calentita que olía tan bien, que lo llevara en brazos aunque ya fuera mayor, y que le diera trocitos de pan rebañados en salsa de carne, o patatas fritas, o golosinas del carrito de helados. Lo acostaba en su cama bien tapado y dejaba la luz del pasillo encendida y la puerta abierta, y a lo largo de la noche volvía a verlo de vez en cuando para que nunca se sintiera solo. Estaba siempre con él, al otro lado de la esquina, en otra habitación.

Ahora salían de la zona iluminada. Fuera no había casas, tan sólo barro y oscuridad. La puerta se abrió y James echó a Brian de un empujón al oscuro vacío; lo empujó de tal manera que le hizo tropezar y caer al suelo de lado. Trató de levantarse, pero el tobillo no lo sostenía. Embutido en sus botas de agua, sentía el pie hinchado y la tela tosca que le apretaba la piel; finalmente, cayó al suelo golpeándose el hombro, y se encontró en plena oscuridad, fuera del radio de luz que proyectaba la puerta.

Estaba más oscuro de lo que había visto jamás, oscuro como la salsa de carne, el humo de las tostadas o el amargo jarabe de la tos. Oyó el viento y cosas que se movían, que reptaban, que corrían y que iban hacia él. Sentía el pecho oprimido por el pánico, y entonces usó el pie bueno y las dos manos para volver a rastras a la mancha de luz del furgón.

Vio los zapatos de los chicos y, de pronto, se sintió aliviado por no estar solo. Le pusieron los brazos a ambos lados del cuerpo y lo levantaron, tratando de aguantarlo sobre sus pies, pero el niño se cayó de lado y se aferró al suelo helado, luchando, al menos, por mantener la cara cerca de la luz. Los chicos volvieron a levantarlo, pero se volvió a caer.

Brian no era capaz de andar, el pie hinchado no se lo permitía, así que los chicos, sin dejar de soltar resoplidos de enfado, lo arrastraron hacia atrás, por el borde del mundo, y hacia abajo, por una pendiente muy inclinada. Se había levantado viento y estaba muy oscuro, tanto que Brian, al fondo, se aferraba a James y apretaba fuerte la manga de su anorak, temeroso de que lo dejaran. No pudo evitarlo y se echó a llorar; sus lloros sonaban muy fuertes porque no había ni tele ni radio que cubrieran su ruido, como pasaba en la casa del desconocido. James se movía a un lado y a otro por delante de él, de pie con las piernas separadas y las manos levantadas. Callum tiraba de James y decía: «No, no, para allá, hacia el camino».

Lo llevaron a rastras todavía más abajo, hasta que ya no había pendiente, y entonces dejaron que se aguantara solo. El pequeño cayó hacia delante y se golpeó los dientes contra algo de metal; se le rompió un diente y le empezó a caer algo, como agua caliente, por toda la barbilla. Ahora su llanto era muy fuerte y escupía por entre el líquido caliente, respirando y tosiendo en medio de los sollozos. James se puso otra vez frente a él; plantó los pies en el suelo y bajó las manos, colocándolas en el cuello de Brian. Brian sintió que lo levantaban, hasta que quedó a la altura de los ojos de animal salvaje de James.

Brian oyó que su propio ruido se apagaba, oyó a pequeños animales que correteaban hacia el terraplén para refugiarse, y oyó que el viento quebradizo le alborotaba el pelo. Y, entonces, se quedó a oscuras.

II

James lo estranguló, y luego Callum le golpeó la cabeza con varias piedras. La cabeza del chiquillo quedó destrozada. La miraron, asustados y sin querer hacerlo, pero no podían resistirse a la atracción que aquella visión les provocaba. No habían previsto que el niño simplemente dejara de moverse, o que saldría de él una diarrea maloliente: él no les había contado que eso ocurriría. No habían previsto que dejara de ser molesto de una manera tan súbita, ni que dejara de ser nada de forma tan absoluta.

El pie del niño estaba todo torcido. Tenía los ojos abiertos, desorbitados, como si no pudiera dejar de mirar. Callum tenía ganas de llorar, pero James le dio un puñetazo en el brazo.

– Nos… -dijo Callum, sin dejar de mirar al niño destrozado, con expresión mareada-. Nos… -Se le olvidó el resto. Corrió pendiente arriba y desapareció detrás del terraplén.

James se quedó solo. Tenía toda la barbilla y todo el pecho cubiertos de sangre, como si fuera un babero. Sintió la sangre caliente en sus manos cuando tenía las manos alrededor del cuello del niño. Se imaginó que el pequeño se levantaba con la cabeza destrozada y la barbilla toda negra, que se hinchaba como el Increíble Hulk y que le daba una paliza a cámara lenta.

Inclinó la cabeza y lo miró. Le sonrió. Lo tocó con el pie y ni siquiera fue capaz de separarse de él. No sentía miedo de estar al lado del niño destrozado. Tenía otras sensaciones, pero no sabía cómo se llamaban. Se agachó; podía hacer lo que quisiera con él, cualquier cosa.

Capítulo 2

La verdadera Paddy Meehan

I

Si la historia de Brian Wilcox se podía ver desde otro ángulo, nadie en la redacción del Scottish Daily News era capaz de hacerlo. Habían entrevistado a la familia y a los vecinos del niño desaparecido, habían trazado de nuevo todas las rutas posibles, y habían encargado fotografías aéreas de la zona. Asimismo, habían descrito los rasgos de los niños desaparecidos en el pasado, habían publicado innumerables artículos sobre el futuro de los niños desaparecidos, y, a pesar de todo, el pequeño todavía no había aparecido.

Paddy Meehan estaba en la barra del Press Bar cuando oyó que Dr. Pete les decía a un grupo de borrachos que sería capaz de estrangular al chaval de tres años con sus propias manos si con ello pudiera poner punto y final a aquella historia. Los hombres que lo rodeaban se rieron y se callaron, y, después, se volvieron a reír de manera desigual. Dr. Pete seguía entre ellos, con un aspecto todavía más seco que el habitual, con las facciones dibujándole una sonrisa alrededor de los ojos desconsolados. Miró su propia imagen en el espejo de detrás de la barra. Sus cejas desordenadas sobresalían de una cara surcada por una resaca que duraba toda una década. Se llevó la copa a los labios, con los ojos cerrados, y tocó el borde con la punta grisácea de su lengua. Se rumoreaba que era bígamo.

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