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Julio Scherer García - Historias de muerte y corrupción: Calderón, Mouriño, Zambada, El Chapo, La reina del Pacífico

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Julio Scherer García Historias de muerte y corrupción: Calderón, Mouriño, Zambada, El Chapo, La reina del Pacífico
  • Libro:
    Historias de muerte y corrupción: Calderón, Mouriño, Zambada, El Chapo, La reina del Pacífico
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial México
  • Genre:
  • Año:
    2011
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Historias de muerte y corrupción: Calderón, Mouriño, Zambada, El Chapo, La reina del Pacífico: resumen, descripción y anotación

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Sin medir la magnitud del problema que enfrentaba, Calderón se metió entero en el agua helada de un océano sin orillas. Ignoró o no fue consciente de que el narco se había infiltrado en las capas altas, medias y bajas de la sociedad a lo largo de cincuenta años de priísmo complaciente y durante el periodo del foxismo cómplice.

Julio Scherer García

Las historias que escribe Julio Scherer García en este libro responden a la brutalidad del México de nuestros días. El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción, explicó el Mayo Zambada en la entrevista que el autor le hizo en marzo de 2010.

En estas páginas, donde se revelan los entretelones y las secuelas de aquel encuentro, Scherer nos relata cómo el crimen organizado ha permeado todos los órdenes de la vida nacional, dejando un país incendiado por la violencia y regido por la descomposición, la impunidad, el encubrimiento y la violación de los derechos humanos. Estas historias de muertey corrupción tienen como protagonistas, además de los narcos, a los gobernantes, los policías, los políticos, los jueces, los soldados, los niños sicarios y los civiles caídos en la guerra que no lucha contra la delincuencia organizada.

Estos últimos forman parte de las descarnadas estadísticas, enlistados como daños colaterales y, según registra fehacientemente el autor, de ellos se responsabiliza el comandante supremo de nuestras Fuerzas Armadas. Así, como primera conclusión, la respuesta a la pregunta que aquí se plantea resulta clave: ¿podría juzgarse al presidente por los inocentes muertos?

Detrás de cada víctima apunta Scherer hay un nombre, un apellido, una historia, pero llegará el día del rendimiento de cuentas por parte de quienes se vieron envueltos en esta tragedia que no cesa.

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E N LA ENTRAÑA DEL NARCO El momento era singular reunido con El Mayo - photo 1
E N LA ENTRAÑA DEL NARCO El momento era singular reunido con El Mayo - photo 2
. E N LA ENTRAÑA DEL NARCO

El momento era singular, reunido con El Mayo Zambada bajo la sombra densa de un cobertizo perdido en la montaña. Por medio de un emisario, el capo me había hecho saber que deseaba conocerme y la invitación cobraba forma un caluroso día de principios de marzo. Consideraba, simplemente, que en mis libros yo no mentía.

El emisario de Zambada había padecido durante treinta años la desventura de una cárcel de máxima seguridad, que él llamaba de exterminio. La zozobra había marcado sus días, puntual la vejación física y la ofensa verbal. Supo del encierro implacable frente al puño del poder y su consecuencia programada: debía participar en su propia degradación las veces que hiciera falta y hasta donde resultara necesario, incluida la esclavitud del sexo.

En los días que anduvimos juntos me contaba de qué manera buscaba la vida. En la cárcel, durante la semana hacía lagartijas y abdominales, giros de la cintura como si se tratara de quebrar el cuerpo, movimientos frenéticos del cuello, de lado a lado y de arriba abajo. Además, brincoteaba hasta que la respiración jadeante amagaba el corazón.

El domingo se reunía con su mujer y sus hijos. Cocinaban juntos y aprendían a quererse.

A bordo de una camioneta y acompañado de cuatro escoltas que me llevaban al refugio del capo, había sentido la opresión del monte hostil. La vegetación parecía sólida, era enmarañada y pensé que sólo se podría penetrar a punta de machetazos.

Avanzaba por una vereda polvosa y los guardaespaldas habían intentado una conversación imposible a partir de frases cargantes:

—Es un honor viajar con usted, un honor conocerlo.

—Muchas gracias.

—Un honor, don Julio.

No me sorprendió la obviedad. Presentaban al jefe, el ánimo con el que me aguardaba.

La crónica parcial del encuentro se difundió en Proceso el 4 de abril de 2010 y no tendría caso reproducirla, reciente como fue. Pero importa completar la historia de la que ese capítulo formó parte.

Ya para terminar la jornada, reclamé su conducta a El Mayo Zambada.

—Vine hasta acá para entrevistarlo. Soy periodista y su invitación para que nos reuniéramos fue para mí el claro indicio de su disposición para una conversación grabada. Si no, ¿a qué invitarme?

—Lo entiendo.

—¿Entonces?

—Nos juntaremos de nuevo.

—Llegaría con grabadora.

—De acuerdo.

—¿Cuándo?

—El 18 lo buscan.

—¿Seguro?

—Tiene mi palabra.

—Y la entrevista, ¿cuándo?

—El 20.

—¿El 20 de marzo?

—El 20.

Incrédulo, le clavé los ojos. Respondió, grave:

—¿Para qué mentirle? ¿Qué gano?

Acerca del encuentro insólito, conversábamos en estricto sigilo el director de Proceso, Rafael Rodríguez Castañeda, el subdirector, Salvador Corro, y yo. El asunto nos parecía delicado y aun riesgoso.

De llevarse a cabo la entrevista grabada, su publicación resultaría irritante para el gobierno y no se haría esperar una respuesta airada y múltiple. Ya escuchábamos las insinuaciones y acusaciones en contra nuestra, la insidia y la descalificación en la punta de flechas envenenadas. Proceso servía a los intereses del narco, nos dirían, y nada detendría a la revista en su propósito de sembrar la discordia en el país. No faltarían, por supuesto, los elogios al presidente.

Rafael no despegaba los ojos de la fotografía que le mostraba, en la montaña desconocida con la mano derecha del capo sobre mi hombro. Entusiasmado, su vocabulario era exultante.

—La foto vale lo que un reportaje —dijo Corro.

—No, mucho más —amplió Rodríguez Castañeda—: la foto es un suceso.

Enseguida, sin una palabra tomó la fotografía para sí y la guardó en el cajón central de su escritorio.

—Me la quedo —sonrió.

La impaciencia se me había vuelto obsesión, inminente y remoto el 18 de marzo. En algunos sueños me sentía grabando a Zambada y en otros daba por cierto que no lo vería más. Iba y regresaba mentalmente al cuestionario que preparaba para la eventual entrevista. Le preguntaría cómo se apoderaban los capos de las armas del Ejército, cómo lavaban dinero y cómo podían vivir con miles de muertos alrededor, su reacción frente a los periodistas asesinados, de qué manera habían infiltrado a instituciones y personajes de la vida pública y privada, qué es la fuga, qué es la ilegalidad, qué los amores clandestinos, cómo pactan, cómo se distancian y matan los capos entre sí, qué opinaba de la guerra, qué de Fox, qué de Calderón, qué de El Chapo, qué del futuro y del 2012 electoral, qué de tantos asuntos más.

Llegó el 18 y trajo para mí un estado de ánimo paralizante. La atmósfera política la enrarecían, además, versiones perturbadoras. Hillary Clinton viajaría a México al frente de un séquito notable, y J. Jesús Esquivel, corresponsal de Proceso en Washington, informaba a Rodríguez Castañeda que, de acuerdo con fuentes acreditadas, el presidente Calderón anunciaría la captura de un gran capo al arribo de la señora a nuestro país. Veo claro, me dije. El anuncio tendría que ver con la captura de El Mayo Zambada.

El 20 fue sábado y ese sábado, precisamente, tuve información del contacto. Seco, se atuvo a un lenguaje mínimo:

—Me dijo que ha llegado mucho gobierno por allá.

—¿Qué más? —exigí casi.

—Eso. Ha llegado mucho gobierno, me dijo.

—¿Sólo eso?

—Apenas duerme. Vive de pie.

—¿Teme su captura?

—¿Quién?

—Usted.

—Dios no lo quiera.

Invisible El Mayo Zambada, nos daríamos en Proceso un plazo de dos semanas antes de publicar la crónica del encuentro en la montaña. Los textos que valen la pena envejecen en unos días y no hay periodista que pueda retenerlos en su mesa de trabajo.

Listas las cuartillas, Rodríguez Castañeda opinó que la foto, desplegada, debería ir en la portada de la revista. Le dije que no, que bien podría ocupar un buen lugar en el interior del semanario y apelé a un largo modo de ser. Rafael se atrincheró en el mérito singular del documento y yo volví sobre mis pasos. Nos perdimos en un “sí” y un “no”, circular. Al fin le dije: “Usted es el director”.

De la conversación con el capo me habían llamado la atención las frases en las que consideraba perdida para el gobierno la lucha contra el narcotráfico. No olvidaría las palabras de Zambada, reportaje y ficción, a la vez.

“Un día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la histeria. Pero al cabo de los días se va sabiendo que todo sigue igual.”

También había escuchado del capo:

“Al presidente lo engañan sus colaboradores. Son embusteros y le informan de avances que no se dan en esta guerra perdida”.

Y:

“El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción”.

La primera semana de abril de 2010, el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, se reunió con una decena de periodistas. Un tema dominante en la conversación fue mi encuentro con El Mayo Zambada. García Luna dijo que, por ley, la Procuraduría General de la República ( PGR ) debió interrogarme acerca del encuentro, a sabiendas de que yo no aportaría revelación alguna que pudiera serle útil a los persecutores.

El funcionario tenía razón. No soy un delator.

Dijo también que, de encontrarme en flagrancia con Zambada, el capo y yo iríamos a la cárcel. En este caso, al funcionario también le asistía la razón, pero debería saber que en esa encrucijada jamás me sorprendería.

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