A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
© Editorial De Vecchi, S. A. 2020
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
PRÓLOGO
Una historia muy extraña
A modo de prólogo de este estudio sobre la elección, la función y la influencia del nombre, me permitirán evocar un recuerdo personal que guardo particularmente cerca del corazón, ya que constituyó el «eureka» de todas mis investigaciones caracterológicas.
Un buen día, estaba en los Jardines de Luxemburgo, en París, observando distraídamente las traviesas maniobras de un terrible niño que, pensaba yo, debía de tener unos cuatro años, mientras me preguntaba qué utilidad podían tener los cientos de estudios psicológicos que había realizado sobre todos los personajes que me caían entre manos: mi portero, Napoleón, el tendero del barrio, el presidente de la República Francesa, mi recaudador de impuestos, Casanova y muchos más.
En ese momento, un alarido de la madre del pequeño monstruo me arrancó de mis profundas y enriquecedoras reflexiones: parecía lamentar profundamente alguna intrépida iniciativa de su retoño. En efecto, este había tenido la genial idea de transformar el bolso de su progenitora en un precioso barco que ya había comenzado a navegar a la deriva en el estanque central, para gran alegría de los demás pequeños bandidos, deseosos de aventuras acuáticas.
Aunque la continuación del asunto, con palmadas en el trasero incluidas, no tiene demasiada importancia, fue precedida por una exclamación furiosa de la señora en cuestión, que me hizo desviar la atención y me llenó de alegría: «¡Para de una vez de hacer el Jaimito!».
Así pues, me dije, ¿poseerán todos los Jaimes un denominador caracterológico común que establece, si no similitudes directas, sí cierta analogía en su evolución existencial?
En seguida me vino a la mente toda una galería de retratos, unos más conocidos que otros: Jacques Chirac (Jacques es el equivalente de Jaime en francés), Jaume Sisa, Jaime Gil de Biedma, Jaime Nunó Roca, Jaime Mayor Oreja… ¡y me dejo toneladas en el tintero!
Me fui a toda prisa a casa y me puse a clasificar afanosamente mis fichas por nombres. Entonces descubrí, con gran estupor, que muchos Jaimes se parecían y manifestaban un carácter cambiante, estridente, iracundo y algo molesto. Aunque, obviamente, todos estos hombres no tenían la misma personalidad, las similitudes de comportamiento estaban lo bastante bien definidas como para poder agruparlos en una misma familia.
Esto mismo ocurrió con otros nombres propios.
Todo encajaba a la perfección…
La máquina se había puesto en marcha y ya nada podía detenerla.
De esta fecundación «jacobina» debía nacer un libro.
¡Y aquí está! En Francia ya se han impreso unos dos millones de ejemplares y se calcula que más de diez millones de francófonos lo han leído.
Muchas gracias por desear unirse a la gran familia de aquellos que pensamos que, tras el árbol de cada nombre, se esconde el bosque interior de los sentimientos y las acciones.
P IERRE L E R OUZIC
INTRODUCCIÓN
La importancia del nombre
Si hay algo extendido a nivel universal, desde luego se trata del nombre. Las personas han recibido esta apelación, de forma más o menos controlada, en todas las épocas y lugares, lo que les ha permitido poseer un signo distintivo que los separa de la multitud al tiempo que los une a la colectividad.
Por muy extraño que pueda parecer, el nombre contiene un mensaje caracterológico de máxima importancia, cuyo código secreto conviene conocer. Esta denominación en forma de tarjeta magnética personal incluye una cantidad increíble de información que nunca nadie se había atrevido a inventariar.
Esto nos lleva a reflexionar sobre este prodigioso compendio de la personalidad: unas cuantas sílabas que repetiremos miles o cientos de miles de veces en el transcurso de una vida, empezando por el primer susurro, lleno de amor y ternura, de la madre que se inclina sobre la cuna de su bebé.
El apellido constituye nuestro documento de identidad o matrícula.
El nombre, por el contrario, se refiere a nosotros en la intimidad de la familia, el calor de la amistad o los arrebatos del amor. Se trata de nuestro «código» íntimo, de nuestro ritmo secreto, de una voz que, por teléfono, genera todo un mundo afectivo o, sencillamente, relacional: «Soy Beatriz, dígame…».
Cosa extraña, este nombre, que será nuestra «señal» durante toda la vida, se escoge de forma más o menos arbitraria. A pesar de que se dedican meses y se gastan cantidades asombrosas, por no decir de auténtico escándalo, para dar con el nombre de una marca de detergente, cuando se trata de un niño nos remitimos a las modas, las tradiciones ancestrales, los caprichos de los parientes o a calendarios cada vez más delirantes.
EL NOMBRE COMO UN CAPITAL
El nombre constituye una reserva de energía, algo que no resulta difícil de comprender: la repetición constante de esas mismas sílabas, de esa misma «armonía», acaba por provocar una especie de impregnación. En efecto, el nombre actúa como un despertador que, entre las innumerables posibilidades que llevamos en nosotros, hace que surjan unas cuantas, que aumentarán en número cuanto más «intenso» sea.
Los nombres poseen vibraciones secretas cuya existencia ni siquiera sospechamos, pero que no por ello dejan de existir, del mismo modo que no percibimos la llamada emitida por un silbato de ultrasonidos que, sin embargo, un perro oye a la perfección.
Si admitimos la existencia de estas vibraciones, que difieren en función del nombre, no resulta extraño imaginar que puedan hacer vibrar una parte de nosotros, desencadenar reacciones en nuestro interior que serán diferentes dependiendo del nombre que tengamos. Esto equivale a afirmar que el nombre tiene la capacidad de modular a la persona, de actuar sobre su personalidad y, en cierta medida, sobre su destino. De esta forma, la idea a priori increíble de que el nombre puede influir directamente en las personas resulta más comprensible.