Pedro Palao Pons
LOS MISTERIOS
DE LA MASONERÍA
Historia - jerarquía - simbología - secretos - masones ilustres
EDITORIAL DE VECCHI
A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
Ilustraciones del interior adquiridas por el autor a través de © Purestock y © Jupiterimages Corporation.
Diseño gráfico de la cubierta: © YES.
Fotografía de la cubierta: © John Foxx/Getty Images.
© Editorial De Vecchi, S. A. 2017
© [2017] Confidential Concepts International Ltd., Ireland
Subsidiary company of Confidential Concepts Inc, USA
ISBN: 978-1-68325-561-1
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
ÍNDICE
Para Nabil Shaban, que sabe que la hermandad no está sujeta a las leyes de la sangre ni limitada a las fronteras de una nación. Porque, aunque distintos serán los caminos que nos lleven en la hora postrera a conocer el verdadero rostro de nuestros dioses, un minuto antes podremos sentarnos juntos a hablar de los símbolos que nos han llevado hasta ellos.
Porque la hermandad se nutre del verbo, el gesto, la mirada y la sinceridad entre las almas.
¡Inshala!
INTRODUCCIÓN
Este no es un libro para masones. Es más, si algún lector pertenece a dicha orden puede llegar a sentirse molesto. Al leer estas páginas, escritas con el máximo respeto después de cotejar distintas fuentes y consultar a varios «hermanos masones» (miembros de la orden), tal vez encuentre planteamientos con los que no está de acuerdo, quizá descubra enseñanzas que a su juicio no deben ser reveladas al público o que han sido, a su entender, mal explicadas, o secretos que hubiera preferido que se mantuvieran guardados bajo la protección de la logia o incluso olvidados por los asistentes a una tenida («encuentros masónicos»). En realidad, la prudencia, la discreción e incluso el secretismo son algunos de los preceptos de la masonería. Pero también resulta evidente que hay algo más: la confusión, los falsos mitos y la desinformación que el público en general tiene sobre la masonería.
Hace años tuve un importante problema con mi ordenador. Mi navegador de Internet se volvió loco: abría una nueva ventana cada segundo. La velocidad a la que yo desplazaba el cursor no era suficiente para llegar hasta la esquina de la pantalla y cerrarlas, de manera que en poco tiempo tenía decenas de ventanas abiertas, después el ordenador bloqueado y, finalmente, un ataque de ira. Lo peor vino cuando se me ocurrió hacer un reset, porque, como suele pasar en estos casos, fue peor el remedio que la enfermedad, ya que apareció uno de esos mensaje crípticos de Windows que te hacen sudar frío.
No me quedó más opción que acudir a los servicios de un técnico informático para que me solucionase el problema. Pasó varios minutos en silencio ante el monitor, sin hablarme pero emitiendo resoplidos, onomatopeyas y gestos graves que se sucedían a cada nuevo mensaje de error que aparecía en el monitor. «La cosa debe de estar muy mal», pensaba yo. Así que me atreví a solicitar un diagnóstico. Por toda respuesta no obtuve más que un silencio críptico y reflexivo de casi cinco segundos —que se me hicieron eternos— y un «esto requiere su tiempo». Ante mi insistencia para saber qué sucedía, su respuesta fue: «No es fácil de explicar», seguida de un nuevo silencio que intenté romper con un «pero ¿tiene arreglo?». El técnico se recostó en el sillón de mi despacho, tomó aire y, con una expresión tensa, emitió un «puede, todo depende de…», y continuó profiriendo una retahíla de palabras y utilizando una terminología de extraña comprensión para el profano —o sea, yo— que lo único que acababa captando era algo así como «esto te va a salir muy caro».
Pasado aquel instante, que podría definir como dramático, y mientras yo me limitaba a asentir todas las afirmaciones del informático, este fijó su mirada en la parte izquierda de la mesa del despacho y, con cara de sorpresa, me preguntó: «¿Es usted masón?». Primero me mostré extrañado ante su pregunta, que, sin duda, poco tenía que ver con los problemas de mi ordenador, pero al momento reparé en que había dirigido su mirada hacia una estantería llena de libros en la que reposaba un martillo con mango de madera y cabeza de hierro. «Lo digo por ese martillo tan bien colocado que tiene usted ahí». Había llegado el momento de la venganza. Adopté una expresión a medio camino entre molesta, como diciendo «me han pillado», y misteriosa, del tipo «ha descubierto mi secreto». Prolongué intencionadamente un silencio innecesario y me limité a responder: «La masonería tiene muchos símbolos».
El técnico pareció olvidarse inmediatamente de mi problema informático y, como obviando el motivo de su visita, insistió: «Pero sólo el venerable maestro puede usarlo para comenzar una reunión secreta, ¿no?». Aquello se ponía interesante. El joven informático había oído campanas, pero no sabía si repicaban a difunto o a gloria. Estaba confundiendo un viejo martillo zapatero, que yo había utilizado el día anterior para asegurar los clavos con los que estaba guiando las ramas de las enredaderas del patio ajardinado que hay junto a mi despacho, con un mallete masónico. Me limité a responder que así es en el rito escocés, donde el venerable maestro hace uso de la herramienta antes de decir: «Silencio en logia, mis hermanos».
Creo que mi respuesta le convenció de que yo era lo que él creía, aunque en ningún momento le mostré nada sobre mí. Él, pensando, sin duda, que estaba ante un maestro masón, me dijo: «Pensaba que lo suyo era secreto, vamos, que los masones guardan celosamente su identidad». Temiendo que la reparación de mi ordenador sufriese una demora en absoluto deseable, no pude por más que limitarme a asentir con la cabeza y animarle a terminar su trabajo con un «cuando hayas acabado de reparar el ordenador te enseñaré algo que —aquí añadí un tono de complicidad— te va a sorprender y que, por supuesto, espero que no comentes con nadie».
¡Lástima no haberlo dicho antes! Mis palabras fueron el equivalente al Bálsamo de Fierabrás que todo lo puede, ansiado por don Quijote en la magna obra de Cervantes. Los dedos del técnico ya no pulsaban las teclas del ordenador, ahora danzaban frenéticamente sobre ellas para concluir el trabajo y descubrir qué podía mostrarle sobre algo que le interesaba.
Yo mantenía un respetuoso silencio mientras, cerca de él, rebuscaba con ceremonia en un cajón. Vi que no perdía detalle cuando extraje de él una pequeña caja de madera de color negro y la coloqué sobre una estantería que quedaba a la altura de sus ojos. Allí estaba, supuestamente, la «zanahoria» que sería el premio a su trabajo.
En cinco minutos tenía el ordenador perfectamente operativo. En otros cinco, limpio de virus y de archivos malignos. Cuando el informático me dijo solemnemente, cual neurocirujano, «esto está solucionado y mucho mejor que antes», esbocé una sonrisa, tomé la caja con mis manos, me acerqué hasta él y la abrí mostrándole su contenido. Creo que ni un templario habría sido capaz de expresar tanta emoción en su rostro al encontrarse ante el Santo Grial. La «sacralidad» del acto culminó cuado le dije: «Por favor, no lo toques».
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