Texto: Gerry Souter
Traductores: Pedro Lama (texto) y Millán González (cartas)
Diseño:
Baseline Co. Ltd
Ciudad Ho Chi Minh, Vietnam
© Confidential Concepts, worldwide, USA
© Parkstone Press International, New York, USA
© Image-Bar www.image-bar.com
© Banco de México Diego Rivera & Frida Kahlo Museums Trust. Av. Cinco de Mayo nº 2, Col. Centro, Del. Cuauhtémoc 06059, México, D.F.
Reservados todos los derechos de publicación y adaptación en todo el mundo.
A menos que se especifique lo contrario, los derechos de autor de las obras reproducidas pertenecen a los respectivos fotógrafos, artistas, o herederos. A pesar de las pertinentes investigaciones, no siempre ha sido posible establecer la propiedad de los derechos de autor. En caso de reclamación, por favor póngase en contacto con la editorial.
ISBN: 978-1-64461-728-1
Gerry Souter
Frida Kahlo
Un grito de denuncia contra la opresión
Contenido
Introducción
El rostro sereno rodeado de una corona de pelo llameante, y la cáscara rota, enclavijada, cosida y deteriorada que otrora contuvo a Frida Kahlo, se entregaron al fuego crematorio. Las llamas que calentaban la mesa de hierro que se convirtió en su cama postrimera reemplazaron la carne sin vida por la pureza de las cenizas y consumieron el cuerpo traidor que contenía su espíritu. Esta imagen incandescente de su muerte no es menos real que los retratos de su vida. Cuando sus humeantes cenizas apenas empezaban a enfriarse, las tinieblas descendieron sobre su nombre, sus pinturas y su breve devaneo con la fama. Frida se tornó en un comentario al margen, un «talento prometedor» condenado a languidecer eternamente bajo la sombra de su esposo, el célebre muralista mexicano Diego Rivera, o como afirmó con un bostezo un crítico de arte del New York Times al referirse a una de sus obras: «...una pintura de una de las ex esposas de Rivera».
Frida Kahlo debió morir treinta años antes en un espantoso accidente, pero su cuerpo perforado y despedazado se mantuvo unido el tiempo suficiente para crear una leyenda y una colección de obras que resucitarían treinta años más tarde. Sus pinturas constituían un diario visual, una manifestación externa de su diálogo íntimo, diálogo que muchas veces fue, más bien, un grito de dolor. Sus pinturas dieron forma a recuerdos, paisajes de la imaginación, escenas vislumbradas y rostros observados. La gama de colores simbólicos que utilizó logró que la locura (el amarillo) y la claustrofóbica prisión de yeso y de corsés de acero se mantuvieran a prudente distancia. Su vocabulario personal, constituido de imágenes icónicas, devela algunas claves de cómo ella devoraba la vida, amaba, odiaba y percibía la belleza. Sus obras -aderezadas con palabras, páginas de su diario y recuerdos de sus contemporáneos- nos gratifican ofreciéndonos momentos de una existencia vivida a un galope fracturado, que llegó a su fin -posiblemente- por voluntad propia y que dejó un valeroso autorretrato compuesto, suma de todas sus partes.
El pintor y la persona son una sola entidad inseparable; no obstante, Frida llevó innumerables máscaras. Sobresalía en todas las reuniones con sus amigos cercanos gracias a sus comentarios ingeniosos e indiscretos; a su singular identificación con los campesinos mexicanos y, a la vez, a su distancia respecto a ellos; y a sus burlas de los europeos y las posturas que asumían bajo distintos rótulos -Impresionismo, Postimpresionismo, Expresionismo, Surrealismo, Realismo socialista, etcétera-, en busca de dinero, de mecenas acaudalados o de un puesto en las academias. Sin embargo, cuando sintió que su obra había madurado, quiso obtener el reconocimiento personal y el de aquellas pinturas que alguna vez había regalado en calidad de recuerdos. Aquello que había comenzado como un pasatiempo no tardó en usurpar su vida. Frida salpicaba sus conversaciones con expresiones de la jerga callejera y con groserías que no dejaban traslucir su corta estatura, su educación católica y el afecto que sentía por las costumbres tradicionales mexicanas.
Diego Rivera, Desnudo de Frida Kahlo, 1930. Litografía, 44 x 30 cm. Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.
Diego Rivera, Autorretrato, 1906. Óleo sobre lienzo, 55 x 54 cm. Colección Gobierno del Estado de Sinaloa, México.
Su vida interior oscilaba entre la euforia y la desesperación, mientras luchaba prácticamente sin pausa contra el dolor que le causaban las lesiones en su columna vertebral, espalda, y pierna y pie derechos; así como las enfermedades micóticas, las infecciones producidas por sus varios abortos y los continuos tratamientos experimentales de sus médicos. La única alegría constante de su vida fue Diego Rivera, su príncipe rana, un comunista obeso de ojos saltones y pelo alborotado que gozaba de la reputación de donjuán. Ella soportó sus infidelidades y se desquitó teniendo sus propias aventuras amorosas en tres continentes, tanto con hombres robustos como con atractivas mujeres. Pero al final, Diego y Frida siempre volvían uno al lado del otro, como dos animales heridos, desgarrados por el arte, la política y sus temperamentos explosivos, unidos por el frágil lazo rojo de su amor.
Sus pinturas sobre metal, madera y lienzo, con sus perspectivas planas que evocaban el muralismo, bordes toscos e impenitentes trazos de color local, reflejaban la influencia de Diego. Pero mientras él pintaba sólo el aspecto superficial de las cosas, ella se extraía las entrañas para convertirse en el tema principal de su obra. En la década de 1940, cuando su dominio de la técnica y la madura comprensión de su expresión artística se hicieron más agudos, su pérfido cuerpo la traicionó y la despojó de la capacidad de plasmar las imágenes que brotaban de su agotada psique. Poco después no le quedó más consuelo que los analgésicos y una botella diaria de brandi.
Diego se mantuvo a su lado en los últimos días, así como aquel México que tanto tardó en darse cuenta del valor del tesoro con que contaba. Su tierra natal sólo le otorgó su reconocimiento en sus postreros años de vida. La única exposición individual de Frida en México recorrió el breve ciclo de 47 años de su existencia desde el momento mismo de su nacimiento. Cuando murió, los ojos de aquella vida extinguida se quedaron para observarnos desde el otro lado del marco con su mirada directa y desafiante.
Los años tumultuosos
Cuando era una niña, Frida corría de un lado para otro como si tuviera muchas cosas que hacer y su tiempo fuera escaso. Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón nació el 6 de julio de 1907 en Coyoacán, México. En aquella época, ocultarse y aprender a identificar rápidamente el ejército que se acercaba a una población eran habilidades de supervivencia cotidiana, propias de todos los civiles mexicanos. Excepto para algunas cartas íntimas, Frida, con el tiempo, dejaría de lado la escritura germana del nombre heredado de su padre, Wilhelm (quien a su vez se hizo llamar Guillermo), un húngaro criado en Nuremberg. Su madre, Matilde Calderón, católica devota y mestiza, con sangre indígena y europea en sus venas, tenía opiniones muy conservadoras y religiosas acerca del lugar que le correspondía a una mujer en el mundo. Por otro lado, el padre de Frida era artista, un fotógrafo con algo de renombre que la presionaba para que pensara por sí misma. Guillermo estaba rodeado de mujeres -sus hijas- en la Casa Azul, situada en la esquina de las calles Londres y Allende de Coyoacán. En medio de aquella domesticidad tradicional, tomó a Frida como una especie de hijo sustituto que debería seguir sus pasos en el mundo de las artes creativas. Él fue su primer mentor y la apartó de los roles tradicionales aceptados por la mayoría de mujeres mexicanas. Ella se convirtió en su ayudante y empezó a aprender el oficio de la fotografía, aunque no mostró mucho entusiasmo por este medio. Iba con él en todos sus viajes con el fin de asistirlo en caso de que sufriera uno de sus ataques de epilepsia.
Página siguiente