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Andrés Martínez Lorca - Filosofía medieval

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Andrés Martínez Lorca Filosofía medieval

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Prefacio

La Edad Media ha sido durante largo tiempo un campo vedado al común y solo abierto a la curiosidad de algunos eruditos, coleccionistas de antigüedades e incluso nostálgicos del feudalismo. Ya en el siglo XX, los medievalistas renovaron su estudio hasta alcanzar una calidad comparable, si no superior, a la de otras épocas históricas. La imagen de un medievo oscuro, uniforme y fanático en el que solo figuraban los reyes, los nobles, ciertos guerreros famosos y numerosos obispos y clérigos rodeados de una masa de fieles en procesión, quedó relegada al olvido. En lugar de ello, comenzaron a ocupar el primer plano de la investigación los campesinos y sus luchas, la economía y la demografía, el estudio de las mentalidades, la evolución de las clases subalternas, la recuperación de textos y documentos condenados por el poder eclesiástico o civil, o la sexualidad, tan ligada a la estructura estamental.

Asimismo, gracias a los arabistas y los historiadores de la ciencia, se descubrió el Mediterráneo: se produjo el reconocimiento de los dos grandes mundos existentes entonces, el islámico y el cristiano, o, dicho en términos lingüísticos, el árabe y el latino. Cuando se descorrió este velo y se comprobó con toda clase de fuentes históricas y literarias que la ciencia griega, incluida la filosofía, había sido recibida en Europa a través de los árabes y que estos, algunos de ellos hispanos, habían transmitido y superado las matemáticas de Euclides, la astronomía de Ptolomeo, la medicina de Galeno y hasta la filosofía de Aristóteles, se empezó a ver una Edad Media no solo más real, sino también más rica culturalmente de lo que se suponía. Como concluyó sobre este punto Alexandre Koyré, «los árabes han sido los maestros y educadores del Occidente latino».

Por otra parte, ha sido frecuente hasta no hace mucho tiempo saltar del estudio de la filosofía griega a Descartes considerando que la filosofía medieval no tenía interés por sí misma. Debemos esta descalificación y su correspondiente caricaturización a la Ilustración y más tarde al Idealismo alemán. Nadie como Hegel, en sus conocidas Lecciones sobre la historia de la filosofía, para hacer gala de su desprecio hacia un pensamiento que despachaba en unas pocas líneas, siguiendo así su convicción de que este período histórico debía recorrerlo «con botas de siete leguas». En una lección consumada, mezcla de soberbia germánica y simple ignorancia, niega que la filosofía escolástica sea filosofía; descalifica a la filosofía islámica por tener un «principio puramente externo», la revelación; se atreve a decir que tanto la escolástica como la filosofía árabe se desarrollan al margen del tiempo, y llega a descubrir que «es propio de los bárbaros del Norte asimilarse lo espiritual de un modo sensible», ya que «el Espíritu del Mundo había confiado a las naciones germánicas la misión de desarrollar el embrión [filosófico], convirtiéndolo en la forma del hombre pensante»(!). Si más allá del delirio pangermánico de Hegel examinamos de cerca su análisis del pensamiento medieval, observamos que ignora por completo las fuentes y que se basa en unos endebles manuales de su tiempo. No vale la pena, por tanto, detenerse en ello. Solo he aludido a él como ejemplo de una vieja visión distorsionada en la que los prejuicios ocupan el lugar de la obligada lectura de textos y la necesaria objetividad.

En nuestra reconstrucción compendiada de la filosofía medieval seguimos, como es lógico, los nuevos caminos hermenéuticos e historiográficos trazados por los estudiosos. El panorama que ahora se nos ofrece, luminoso, multiforme y polémico, parece un nuevo mundo. El interés de los filósofos analíticos por la lógica terminista del siglo XIV, el rastreo de los orígenes del pensamiento laico, la recuperación de Averroes, la edición de Escoto Eriúgena y la publicación de las disputas abiertas o quodlibetales en la Universidad de París, que presenciamos en la primera mitad del siglo XX, fueron precedidos por el impulso dado por la neoescolástica en el siglo XIX, del que Lovaina es un símbolo. El cardenal Mercier, alma de esta renovación en las filas católicas, fijó con claridad el programa: «Cultivar la ciencia por la ciencia misma y no buscar en ella directamente ningún interés apologético». Perdida hacía siglos la hegemonía cultural, empequeñecido por los avances de la ciencia moderna desde Galileo y aislado de los cambios sociales del mundo contemporáneo, el pensamiento tradicional católico se difuminó en la sombra. Había que aceptar el reto de la modernidad. Como paradigma de la nueva actitud de estos pensadores cristianos en los que prima la búsqueda de conocimiento por encima de otras consideraciones secundarias, podemos situar a los dominicos de Le Saulchoir. Mencionemos algunos de sus nombres: M.-D. Chenu, J.Y. Jolif, H. Dondaine, R.-A. Gauthier y L.-J. Bataillon.

Uno de los tópicos que hay que rechazar de plano es el de la uniformidad y ausencia de espíritu crítico en el medievo. Desde lo mundano hasta lo divino, desde lo especulativo hasta lo moral, hay ejemplos sobrados en contra. Valgan algunos botones de muestra. Sobre el poder del dinero, incluso en la otra vida: «Si tuvieres dineros, tendrás consolación, / placer y alegría y del Papa ración [prebenda]; / comprarás Paraíso, ganarás salvación: / donde hay mucho dinero, hay mucha bendición» (Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, 492). Los jóvenes y las relaciones sexuales: «En cuanto a las relaciones sexuales se deben practicar con moderación y cuando no se tenga pereza, cansancio o debilidad y, en general, alguna alteración de la naturaleza. Desde luego, es necesario tener relaciones sexuales» (Averroes, Libro de las generalidades de la medicina). Juicio de Guillermo de Ockham sobre el papa Juan XXII: «El Papa es a menudo el más criminal, sceleratissimus, de los hombres» (Sobre el gobierno tiránico del Papa, VI. 1). Juicio del papa Clemente VI sobre el filósofo Marsilio de Padua, defensor de la autonomía del poder político, al anunciar su muerte: «No se ha conocido jamás mayor hereje que ese Marsilio». Elogio del tiranicidio: «Entonces, pues, quien mata al tirano para la liberación de la patria, es alabado y recibe un premio» (Tomás de Aquino, Comentario a los «Cuatro libros de las sentencias» de Pedro Lombardo, II, 44). Origen divino de la autoridad del emperador: «La autoridad del Imperio no viene determinada por la del sumo Pontífice. […] La autoridad del monarca temporal deriva directamente de Dios, que es la fuente de la autoridad universal» (Dante Alighieri, Monarquía, III, 15). El poder procede del pueblo: «Es necesario saber que el poder de dar leyes y derechos humanos estuvo primera y principalmente en el pueblo. Y el pueblo traspasó esta potestad de dar leyes al emperador. Del mismo modo, el pueblo —tanto el romano como otros— traspasó el poder de dar leyes a otros, unas veces a los reyes y otras a otros de menor rango e inferior poder» (Guillermo de Ockham, op. cit., III, 14). Religión y erotismo: «Asimismo se cita, entre las sentencias de los hombres piadosos de otros tiempos, la siguiente: “Quien no sepa echar alguna vez una cana al aire, no será buen santo”» (Abenhazam de Córdoba, El collar de la paloma).

No se entiende bien que el contenido de la filosofía medieval carezca de valor filosófico, como pretenden sus detractores, y que al mismo tiempo sus principales representantes sigan vivos en nuestra memoria, gozando de la permanencia de los clásicos. En efecto, Averroes constituye un punto de referencia para el pensamiento árabe contemporáneo, Maimónides continúa presente en el diálogo de los filósofos judíos con su propia tradición y Tomás de Aquino sigue inspirando a la filosofía cristiana en su renovación doctrinal.

El presente libro contiene varias novedades, como comprobará más adelante el lector. La primera de ellas es la integración en pie de igualdad de la filosofía islámica y la filosofía escolástica. A diferencia de los manuales existentes, los filósofos musulmanes tienen aquí la consideración y amplitud que merecen, y no el apaño de circunstancias de una «hoja de parra».

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