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Javier Sierra - El Maestro del Prado

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Javier Sierra El Maestro del Prado

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Prólogo

Este relato comienza con los primeros fríos de diciembre de 1990. He dudado mucho, muchísimo, sobre la conveniencia de publicarlo, sobre todo porque se trata de una aventura de fuertes connotaciones personales. Es, en definitiva, la pequeña historia de cómo un aprendiz de escritor fue enseñado a mirar un cuadro.

Como sucede con todas las grandes peripecias humanas, la mía también arranca en un momento de crisis. En aquel inicio de década, yo era un joven de provincias de diecinueve años recién llegado a Madrid que soñaba con abrirse camino en una ciudad llena de posibilidades. Todo parecía bullir a mi alrededor y tenía la impresión de que el futuro de nuestra generación comenzaba a dibujarse más rápido de lo que éramos capaces de percibir. Los preparativos para las olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, la construcción del primer tren de alta velocidad, la aparición de tres nuevos periódicos nacionales o la llegada de la televisión privada eran la parte más visible de ese hervidero. Y aunque estaba seguro de que alguna de esas transformaciones exteriores iba a terminar afectándome, nada de aquello resultó importante para mí. Iluso, creía que la posibilidad de ganarme un hueco en el mundo de la comunicación —con el que flirteaba desde que era un niño— estaba a las puertas. De hecho, desde que me instalé en la capital hice lo imposible por visitar emisoras de radio, platós, ruedas de prensa, presentaciones de libros y redacciones de medios, tanto para conocer a los periodistas que admiraba como para hacerme a la idea de lo que iba a ser mi profesión.

Pero aquel Madrid pronto se convirtió en un lugar de alto voltaje.

Por un lado, mi instinto me empujaba a estar en sus calles, bebiéndome la vida. Por otro, tenía la responsabilidad de superar mi segundo año de universidad con la mejor nota posible y mantener la beca que me había llevado hasta allí. ¿Cómo iba a compatibilizar dos pulsiones tan dispares? Cada vez que levantaba los ojos de los apuntes, el tiempo se me escapaba de las manos. ¡Veinticuatro horas por día no me daban de sí! Pero quiero ser justo. La culpa de esa hemorragia horaria la tenían otras dos curiosas circunstancias: por un lado, un trabajo a tiempo parcial, primerizo, que un buen amigo me había conseguido en una revista mensual de divulgación científica que entonces estaba poniéndose en marcha; y por otro, mi pasión por perderme en las salas del Museo Nacional del Prado.

Fue en ese último escenario donde se forjaron los acontecimientos que me propongo relatar.

Quizá todo ocurrió porque sus galerías me ofrecieron lo que entonces más necesitaba: serenidad. El Prado —majestuoso, sobrio, eterno, ajeno a los trajines cotidianos— enseguida se me antojó un lugar rico en historia, cálido, a menudo lleno de gente que se presuponía culta y en el que podía pasar horas sin llamar la atención por ser de fuera. Además, era gratis. Quizá la única gran atracción de Madrid en la que no se pagaba por entrar. En aquel entonces bastaba con presentarse en sus taquillas con un documento de identidad español para acceder a sus tesoros.

Hoy, visto con la perspectiva que dan los años, creo que mi fascinación por el Prado se debió en gran parte a que sus cuadros eran lo único familiar de mi nueva ciudad. Sus fondos me habían impactado tiempo atrás, cuando los descubrí cogido de la mano de mi madre a primeros de los ochenta. Yo fui, claro, un niño con una imaginación desbordante, y aquella secuencia infinita de imágenes me electrizó desde la primera vez. De hecho, todavía recuerdo lo que sentí en aquella temprana visita. Los trazos maestros de Velázquez, Goya, Rubens o Tiziano —por citar sólo los que conocía por mis libros del colegio— hervían ante mi retina convirtiéndose en fragmentos de Historia viva. Mirarlos fue asomarse a escenas de un pasado remoto petrificadas como por arte de magia. Por alguna razón, esa visión de niño me hizo entender las pinturas como una suerte de supermáquina capaz de proyectarme a tiempos, lances y mundos olvidados que, años más tarde, iba a tener la fortuna de comprender gracias a los libros de viejo que compraría en las cercanas casetas de la Cuesta de Moyano.

Sin embargo, lo que jamás, nunca, pude imaginar fue que en una de aquellas tardes grises del final del otoño de 1990 iba a sucederme algo que excedería con creces ensoñaciones tan tempranas.

Lo recuerdo a la perfección.

El incidente que dio comienzo a todo tuvo lugar en la sala A del museo. Me encontraba absorto frente a la gran pared de la que cuelgan las Sagradas Familias del maestro Rafael —inclinado hacia esa que Felipe IV llamó La Perla por considerarla la joya de su colección—, cuando un hombre que parecía recién caído de un lienzo de Goya se situó a mi lado. Se había detenido a contemplar el mismo cuadro que yo. De hecho, su actitud no hubiera llamado mi atención de no ser porque en ese momento ambos éramos las únicas almas en la galería, teníamos más de treinta grandes obras maestras a nuestro alcance y, sin embargo, por alguna razón, los dos nos habíamos encaprichado de la misma.

Nos pasamos media hora contemplándola en silencio. Al cabo de ese rato, extrañado de que apenas se moviera, empecé a vigilarlo con curiosidad. Al principio registré cada uno de sus gestos, sus escasos parpadeos, sus resoplidos, como si esperara que de un momento a otro fuera a arrancar el cuadro de la pared y darse a la fuga. No lo hizo. Pero después, incapaz de deducir qué era lo que aquel tipo estaba buscando en La Perla, comencé a dar vueltas a ideas cada vez más absurdas. ¿Quería gastarme una broma? ¿Quedarse conmigo? ¿Presumir de erudición? ¿Asustarme? ¿Robarme? ¿O acaso estaba compitiendo en una especie de tour de force absurdo para ver quién de los dos aguantaba más frente al cuadro?

Casi huelga decir que mi compañero de sala no llevaba guía alguna en la mano. Tampoco el libro de moda por entonces, Tres horas en el Museo del Prado, de Eugenio d’Ors; ni parecía interesado en la cartela que explicaba la historia de aquel Rafael, ni cambiaba de posición para evitar, como yo, el molesto reflejo de los focos sobre la tabla.

El hombre en cuestión debía de rondar los sesenta. Era enjuto, sobrado de cabello pero entrado en canas; zapatos brillantes, bien vestido, con un elegante abrigo negro de tres cuartos y pañuelo al cuello, sin lentes, un grueso anillo de oro en el anular izquierdo, y dotado de una de esas miradas severas, oscuras, que a veces, pese al tiempo transcurrido, todavía creo sentir en mi espalda cuando regreso a esa sala. Lo cierto es que, cuanto más lo espiaba, más me atraía. Tenía algo. Un no sé qué magnético que era incapaz de definir, pero que estaba relacionado, de algún modo, con su capacidad de concentración. Supuse que era francés. Su rostro anguloso y rasurado le confería un tono docto, de elegante sabio parisino, que disipaba cualquier temor que yo pudiera albergar hacia un perfecto desconocido. Y la imaginación, claro, se disparó. Quise creer que quizá estaba junto a un profesor de instituto jubilado. Viudo, con todo el tiempo del mundo para dedicárselo a la pintura. Un entusiasta de los museos de Europa. Debía de jugar, por tanto, en una división muy diferente a la mía. Porque yo, como he dicho, sólo era un estudiante curioso. Uno con la cabeza llena de pájaros, amante de los libros de misterio, del periodismo y de la Historia, que debía regresar a su residencia universitaria antes de la hora de cenar.

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