Javier Sierra - El Secreto Egipcio de Napoleon
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El Secreto Egipcio de Napoleon: resumen, descripción y anotación
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Al atardecer del primero de julio de 1798, treinta y seis mil soldados, algo más de dos mil oficiales y unas trescientas mujeres entre esposas de militares y prostitutas embarcadas ilegalmente en una de las flotas de guerra más grandes jamás armadas, pusieron pie en las playas egipcias de Alejandría, Rosetta y Damietta. Salvo una reducidísima élite militar, ninguno sabía a ciencia cierta qué esperaba Francia de ellos al otro extremo del Mediterráneo.
Superados los primeros inconvenientes, en sólo veinte días parte de esos efectivos se habían hecho ya con el control del Delta del Nilo y descendían rumbo a El Cairo. Allí vieron por primera vez las impresionantes pirámides de Giza, y bajo sus sombras picudas derrotaron a las poco organizadas hordas de combatientes mamelucos. De esta forma, se ponía fin a tres siglos de dominio otomano en Egipto.
Quien dirigió tan colosal como desconocida operación fue el prometedor y ambicioso general Napoleón Bonaparte. Con la complicidad del ministro de Asuntos Exteriores y del cónsul francés en la capital egipcia, éste planeaba cortar la próspera ruta comercial de los ingleses con Asia, para debilitar así al peor enemigo que tenía Francia por aquel entonces. Napoleón, no obstante, pronto cayó preso de su propia ambición. El almirante británico Horace Nelson localizó y hundió su flamante flota frente a las costas de Abukir el 1 de agosto de aquel mismo año, causando más de mil setecientas bajas y dejándole aislado, sin suministros y a merced de sus enemigos en un territorio hostil y extraño.
Pero los franceses resistieron con tenacidad.
Durante los siguientes catorce meses que pasó en tierras egipcias, Bonaparte aprovechó bien el tiempo: fundó un instituto para estudiar el misterioso pasado de aquel pueblo, y puso a trabajar a más de ciento sesenta sabios expresamente reclutados en Francia para exprimir de sus estériles arenas el jugo de una ciencia olvidada y poderosa. Sólo esa acción demostraba que su propósito final en tierras faraónicas no era exclusivamente bélico.
Tal fue la obsesión del general por controlar aquella región del planeta que incluso se adentró en Tierra Santa con la intención de sojuzgarla. Era como si Bonaparte pretendiera emular las hazañas de los primeros cruzados. De hecho, al modo de un templario del siglo XIII, atravesó Palestina de sur a norte, hasta que el 14 de abril de 1799, contra la voluntad de todos los generales que le acompañaban, quiso pernoctar en un pequeño villorrio cercano al lago Tiberiades llamado Nazaret.
Jamás —nunca, ni siquiera en su postrer exilio en Santa Elena— explicó el porqué de aquella decisión.
Su campaña militar en los Santos Lugares y Siria fue otro fracaso. Sabía que su carrera amenazaba con desplomarse si persistían las derrotas y los errores estratégicos. Quizá por ello Napoleón asedió Jaffa, la conquistó a sangre y fuego y acabó con las vidas de soldados, mujeres, ancianos y niños sin ningún miramiento. Pero San Juan de Acre —el último reducto de los turcos rebeldes— se le resistió, truncando sus planes de llegar hasta las puertas mismas de Constantinopla, y echando por la borda su secreto deseo de emular las conquistas de Alejandro Magno.
Desmoralizado, el general regresó a El Cairo para descubrir que, el 15 de julio de 1799, más de quince mil turcos apoyados por los ingleses habían desembarcado en Abukir dispuestos a expulsarle definitivamente de Egipto. El lugar elegido por sus enemigos trajo funestos recuerdos a Napoleón. Pero el 25 de julio sus tropas derrotaron a los mamelucos, vengando en parte el agravio de Nelson.
Bonaparte, embriagado por el éxito, puso de nuevo rumbo a El Cairo, adonde llegó el 11 de agosto, en medio de los calores más fuertes del año. Fue entonces cuando sucedió algo inesperado: mientras ultimaba discretamente su regreso triunfal a Francia, decidió pasar otra noche en un lugar poco recomendable. Esta vez, en el interior de la Gran Pirámide de Giza.
Tampoco explicó nunca el porqué de esta otra decisión. Ni dio demasiados detalles de lo que allá adentro le ocurrió. Sus biógrafos no resolvieron jamás el misterio. Pero después de permanecer la madrugada del 12 al 13 de agosto de 1799 en el vientre del mayor monumento levantado por el hombre en la antigüedad, Napoleón no volvería a ser ya el mismo...
—¡Atrapado!
El pulso del corso se aceleró bruscamente, golpeando sus sienes con la fuerza de una maza.
Todo sucedió en un suspiro: primero, su cuerpo se desplomó como si algo muy pesado tirara de él hacia el centro de la Tierra. A continuación, sus pupilas se dilataron tratando desesperadamente de buscar una brizna de luz, al tiempo que se tensaban cada uno de sus músculos.
—¡...Atrapado! —murmuró otra vez, de bruces contra el suelo—. ¡Encerrado! ¡Sepultado en vida!
El soldado, consciente de que iba a morir, tragó saliva.
Estaba solo, aislado bajo toneladas de piedra y sin un maldito mapa que indicara el camino de salida. Y la amarga certeza de saberse sin yesca de repuesto ni agua amenazaba con paralizarle de terror.
¿Cómo había podido ser tan torpe? ¿Cómo él, bregado en tantos combates, recientísimo héroe que en Abukir acababa de humillar a sus enemigos, se había olvidado de tomar un par de precauciones como aquéllas? Su cantimplora y sus lámparas, cuidadosamente empaquetadas en las alforjas de su montura, estaban definitivamente fuera de alcance. Ya era tarde para lamentarse del descuido. De hecho, era tarde para todo.
El corso tardó un segundo más en reaccionar: dentro de aquella celda de piedra, sumergido en un silencio que tenía algo de sacro, que era doloroso, recordó de repente lo único que podría salvarle la vida: confiar. Debía tener fe. Fe en la victoria, como cuando atravesó los Alpes en dos semanas y conquistó Italia a golpe de batalla. O como cuando derrotó a los austriacos en Puente de Arcole y Rivoli.
Debía, pues, recuperar de inmediato aquella esperanza en su propio destino que tantas veces le había sacado de apuros.
¿Acaso no era aquella su asignatura pendiente? ¿No era él quien tan a menudo se enorgullecía de haberse entregado a un porvenir que creía escrito en alguna parte? ¿Por qué no podría poner ahora su fe a prueba?
El militar, con el uniforme teñido de polvo, fue reaccionando poco a poco. Su mente dio algunas órdenes rápidas y sencillas al cuerpo, como mover los dedos de los pies dentro de sus botas de cuero, apretar los dientes con fuerza o aclarar la garganta con toses cortas y secas. Acto seguido, arrugó la nariz tratando de exprimir algo de aire puro de aquella atmósfera secular.
Estaba vivo, pero tenía miedo.
¿Miedo? ¿Era miedo la corriente que notaba ascender en espiral por su columna? Y de no serlo, entonces... ¿qué? ¿Iba a dejarse dominar precisamente ahora por las supersticiones que había oído de labios beduinos acerca de los habitantes invisibles de las pirámides? ¿Podía, como le habían advertido, llegar a perder el juicio si permanecía dentro de una de ellas mucho tiempo?
... ¿Y cuánto le quedaba allí dentro? ¿La eternidad?
El frío, un gélido temblor gestado en lo más profundo de su ser, se apoderó de él clavándolo contra el empedrado. Algo —intuía— estaba a punto de suceder.
Jamás había sentido algo así. Fue como si una miríada de finos alfileres de hielo atravesaran su uniforme y se le clavaran despiadadamente en los huesos. La sangre había dejado de correr por sus venas, y en sus ojos comenzaba a dibujarse un gesto pétreo, agónico, que no miraba a ninguna parte.
Durante unos segundos ni siquiera parpadeó. Temía que su corazón se parara.
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