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Javier Sierra - La Dama Azul

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Javier Sierra La Dama Azul

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Luz

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Capítulo

Trescientos cuarenta y un años después

Con paso ligero, el padre benedictino Giuseppe Baldi cruzó la plaza de San Marcos a última hora de la tarde.

Como de costumbre, caminó en dirección a la orilla de los Schiavoni donde tomó el primer vaporetto con destino a la isla de San Giorgio Maggiore. Consultó su reloj de pulsera, aflojó el último botón de su hábito tratando de exprimir un poco de relax a la cargada atmósfera veneciana y, mientras aguardaba a que quedara algún asiento libre, aprovechó para limpiar concienzudamente los cristales de sus gafas.

Pater noster qui es in coelis… —comenzó a susurrar en latín.

Tras ajustarse las lentes sobre su nariz, descubrió que el habitual horizonte neblinoso de la ciudad de los cuatrocientos puentes resaltaba especialmente aquella tarde.

—… sanctificetur nomen tuum…

Sin soltar su letanía que repetía una y otra vez como si tratara de descubrir - photo 1

Sin soltar su letanía, que repetía una y otra vez como si tratara de descubrir algo en ella, el padre Baldi se abandonó contemplando cómo los tonos ocres del crepúsculo se reflejaban en las aguas de la desembocadura del Gran Canal.

No era difícil deducir que la primavera estaba ya a punto de estallar.

El sacerdote contuvo un suspiro, repitió en alto un par de veces «¡Pater noster! ¡Pater noster!», y echó un discreto vistazo a su alrededor. Un grupo de tímidos turistas nipones, cámara en ristre, y un par de jóvenes que identificó rápidamente como internos del orfanato Giorgio Cini de la isla, auguraban una travesía sin contratiempos.

«Todo en orden», pensó.

Catorce minutos más tarde, aquella especie de autobús flotante apeó a sus pasajeros en un embarcadero de hormigón y reemprendió el camino de regreso hacia la plaza de San Marcos. Un bofetón de aire frío despejó de golpe a los recién llegados, anunciando que aquel atardecer sería, al menos para el padre Baldi, tan tranquilo y gélido como todos los de aquel invierno.

Adoraba el orden. Y aunque sus planes para el resto del día eran sencillos, los repasó mentalmente mientras echaba a andar: tras asearse y cambiarse de calzado, cenaría frugalmente y luego se encerraría en su celda para revisar la correspondencia, entregarse a la lectura y dar cumplida respuesta a las cartas más importantes. Nada, pues, de rezos, ejercicios espirituales o charlas intrascendentes.

La perfección del plan residía en su rutina y ello le reconfortaba.

Una vez hubo abandonado el embarcadero, enfiló hacia la explanada que discurre por delante de la bella iglesia; rodeó el austero campanario de finales del XVII, y tras un nuevo vistazo a la grisácea panorámica de la plaza de San Marcos que desde allí se divisaba, aceleró el paso en dirección a la puerta de servicio de la residencia benedictina.

Siempre había seguido la misma rutina desde su llegada a la abadía treinta y seis años atrás. Los mismos gestos, las mismas impenetrables sonrisas mientras contemplaba la nada, ajeno a la excitación de los turistas que a esa hora tomaban el vaporetto, y hasta las mismas pausas en su recorrido ya en tierra firme. Y es que, pese a que esa hora tardía marcaba para todos los frailes de San Giorgio el final de la jornada, para él suponía el umbral del momento más intenso del día. Sus ocupaciones oficiales en el conservatorio Benedetto Marcello de Venecia como profesor de prepolifonía —música anterior al año mil y, por tanto, precursora de las primeras partituras escritas— apenas habían logrado nunca distraerle de sus múltiples intereses «discretos», de los que ni el mismo abad de San Giorgio estaba al corriente.

Hasta cierto punto era lógico: ¿quién si no un hermano de la Ordo Sancti Benedicti podría encargarse de tales estudios? A fin de cuentas, cuando San Benito fundó la orden en el siglo VI, en el monasterio italiano de Montecassino, redactó su célebre Regla de oración anticipándose en varios siglos a la instauración oficial de las notas musicales.

Es decir, impuso a sus monjes un «oficio divino» dividido en ocho servicios religiosos diarios con siete intervalos férreamente marcados, a imagen de los ocho «modos» que se emplearán tiempo más tarde en música, y que suponen a su vez ocho maneras distintas de combinar ocho notas. Si aquello fue una locura o una anticipación a su tiempo de San Benito, nadie lo supo nunca. Ni siquiera nuestro hombre…

Baldi, pues, era en sí mismo una pieza fuera de serie: en círculos cultos se le consideraba el cabeza visible de una clase de estudios —los prepolifónicos— únicos en el mundo, y cuyos orígenes buscaba en Aristóteles o Pitágoras, y más allá de éstos, en los recintos iniciáticos del antiguo Egipto o en los jardines colgantes de Babilonia.

La tesis que Baldi había desarrollado con los años a ese respecto era fascinante. Creía que los antiguos no sólo conocían la armonía y la aplicaban matemáticamente a sus composiciones musicales, sino que con éstas buscaban provocar estados alterados de conciencia durante las ceremonias sagradas, que permitieran a sacerdotes e iniciados acceder a parcelas sutiles de la realidad. Aquellas músicas debían permitirles incluso rastrear imágenes y sonidos del pasado que, de alguna manera, quedaban impregnados alrededor de la Tierra de la misma manera que la luz de las estrellas que vemos corresponde a la luz que emitieron hace miles o miles de millones de años. A tan grandes sabios hoy olvidados les bastaba desarrollar una «sintonía mental» adecuada para capturar esas imágenes y sonidos antiguos y poder revivir así cualquier momento del pasado. Dicho de otro modo, la música modulaba la frecuencia de las ondas del cerebro y estimulaba centros de percepción del mismo habitualmente aletargados, capaces, incluso, de navegar en el tiempo.

Pero ese conocimiento se perdió.

Pocos, por supuesto, comprendieron sus ideas vanguardistas. Lo que no impidió que, pese a su soledad intelectual, Baldi luciera habitualmente un rostro jovial y amigable. Es más, sus gafas de alambre y sus ensortijados cabellos plateados le conferían cierto halo travieso, impertinente, casi diabólico; una imagen que había sabido explotar a conciencia para mantenerse a salvo de cualquier indiscreción o ataque de curiosidad de sus hermanos en la fe.

Y aquel día de finales de marzo no fue una excepción.

Capítulo

—Buona sera, pater —le saludó cordialmente fray Angélico, el portero, nada más abrirle la puerta acristalada de la abadía.

Tras responderle mecánicamente y confirmar que, en efecto, tenía la correspondencia del día sobre su escritorio, el padre Baldi se precipitó escaleras arriba en dirección a su celda. Una vez en ella, siguiendo un ritual casi pagano, Baldi encendió su polvoriento flexo negro, azuzó un pequeño brasero que tenía bajo su mesa y distribuyó su siempre bien nutrida colección de cartas en dos montones diferenciados, según se tratara de envíos esperados o espontáneos. Acto seguido, tras ausentarse durante veinte minutos escasos para acudir al comedor a la hora fijada para la cena, procedió a abrirlos uno a uno, con precisión casi quirúrgica.

Disfrutaba.

En el montón de la correspondencia deseada se apilaban los tres últimos ejemplares de L'Osservatore Romano, correspondientes a los últimos días de marzo de 1991, sin duda retenidos en la oficina de correos durante el fin de semana anterior. También esperaba una carta de su hermana Paola, enviada desde el Abruzzo, y tres gruesos envíos matasellados en Londres, Roma y Madrid, con remitentes que firmaban como «San Marcos», «San Mateo» y «San Juan».

Baldi acarició aquellos tres sobres y sonrió. No había nada en el mundo que le produjera más satisfacción que recibir esas gruesas misivas de color sepia.

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