«El mundo me debe aquello de lo que siento necesidad. Lo que yo necesito es belleza, brillantez, luz».
RICHARD WAGNER
«Mi alma sufre un pinchazo».
P. G. WODEHOUSE
A la memoria de mi padre,
Francis Liaut (1946-2019).
PRÓLOGO
El lunes 19 de enero de 1987 me crucé con Andy Warhol en el Beaubourg. Yo estaba en segundo año del preparatorio, había cumplido los veinte hacía dos meses, y ahora, en este preciso instante, pasados más de treinta años, me acuerdo de él como si aquel breve encuentro acabara de producirse. Mi manía olfativa-compulsiva me lleva incluso a recordar con precisión el aroma de Shalimar que lo envolvía. Yo ignoraba por entonces que se rociaba con este perfume para disimular un persistente olor a ajo, que consumía en gran cantidad como beneficioso para la salud. Lo cual no deja de antojarse irónico, teniendo en cuenta que moriría al cabo de un mes, el 22 de febrero, a la edad de 58 años. Su presencia me intrigaba de tal modo, que no podía apartar la mirada de él. Con su peluca platino acrílica, colocada de través, y su tez desleída, que me hacía pensar en esos animales translúcidos privados de la luz del día, aquel hombre parecía pertenecer a otro espacio-tiempo. De haberse practicado un corte geológico al espíritu de Andy, ¿qué habría revelado? Esta pregunta me la hice entonces. Celebridad del arte en el mundo entero, se mostraba afable, prudente, atento con quienes lo rodeaban, lejos de la reputación sulfurosa que lo precedía por todas partes. Pero tras aquel aire reservado, yo detectaba también en él cierta socarronería (esa risa impasible de la que habló Toulet). Aquel quincuagenario hermafrodita se expresaba con la voz de una vieja dama irónica. Por decirlo de algún modo, se me aparecía tan enigmático como el hombre de la máscara de hierro. Nadie era menos terrestre, en sentido clásico. Pero ¿quién se ocultaba en realidad detrás del artificio warholiano?
Desde aquel instante comencé a interesarme por él, hasta el punto de consagrarle mi tesina de licenciatura, en 1990. Aquellas páginas sobre The Silver Factory (1964-1967) fueron para mí bastante más que un simple trabajo universitario. Después de la publicación de mi primer libro, en 1994, varios editores se interesaron por mi tesina y me propusieron convertirla en un ensayo o en una biografía. Pero resistí a la tentación, ya que, en conjunto, aquel estudio me parecía demasiado árido, demasiado deudor de mis lecturas de biblioteca. Le faltaba carne, y también un suplemento de alma, conversaciones con sus conocidos más próximos, una investigación de verdad. Esta la inicié a comienzos de los años noventa, para concluirla en 2020. Según ha ido pasando el tiempo, no he dejado de indagar acerca de Andy Warhol, y mi curiosidad ha sido más que recompensada. Entre otras muchas personas, me entrevisté con la actriz underground y artista plástica Ultra Violet. Habladora impenitente, me ayudó a desbrozar el ecosistema warholiano, del que ella fue una de sus figuras emblemáticas. Su nombre quedará indisociablemente unido al de Warhol, así como a la estética de la Nueva York de los años sesenta, que sigue siendo fuente de inspiración para los creadores del mundo entero. El historiador del arte John Richardson, quien pronunció el elogio fúnebre de su amigo Andy el 1 de abril de 1987, me ofreció una valiosa clave interpretativa al compararlo con el protagonista de El idiota, de Dostoyevski. Lee Radziwill, hermana de Jacqueline Kennedy, me describió su propiedad de Montauk y la atmósfera que reinaba en ella a comienzos de los años setenta. Me reveló igualmente el secreto que se ocultaba tras la famosa voz de Warhol. Pierre Bergé me aportó luz acerca de la relación entre Andy e Yves Saint Laurent, quienes llegaron a idear juntos dos comedias musicales. A lo largo de numerosas conversaciones, en su casa o en un restaurante, Stuart Preston, el antiguo crítico de arte del New York Times, insistió siempre en la originalidad y en la importancia de Warhol en la historia del arte. Él lo conoció en sus inicios, y Andy le dibujó un retrato en 1958. He esperado veinticinco años antes de escribir este libro, con el fin de disponer de la distancia necesaria para poder dirigir una mirada mesurada y, así lo espero, ajustada sobre este monstruo sagrado del arte del siglo XX. Y puedo afirmar que no pocas revelaciones presentes en estas páginas, obtenidas gracias a decenas de horas de entrevistas con sus íntimos, no aparecen en ninguna de las numerosas biografías que le han sido dedicadas.
Además de transformar para siempre con sus cuadros la mirada de sus contemporáneos, Andy Warhol había adivinado antes que nadie que cada cual podía alcanzar el éxito por los motivos más incongruentes. Toda telerrealidad al completo está contenida en su «cuarto de hora de fama». En términos generales, nuestra época ejemplifica hasta qué punto estaban fundadas las profecías warholianas. Y muestra con énfasis el alcance de su siembra: utilización del vídeo en el arte contemporáneo, clips musicales, diseño gráfico, dirección artística, diseño artístico y moda. Son ya incontables los hijos de Warhol (empezando por Jeff Koons), ya sean de mayor o menor vuelo, y su impacto sobre la producción de imágenes diversas y variadas da la medida de su posteridad. Su influencia no ha dejado nunca de aumentar, de evolucionar. Todo el mundo queda fascinado ante este hombre que hizo de los botes de sopa y de las sillas eléctricas iconos intemporales que se arrebatan de las manos, hoy más que nunca, museos y coleccionistas. En noviembre de 2013, uno de sus «accidentes de coche» de 1963, Silver Car Crash (Double Disaster), se vendió en Sotheby’s por ciento cinco millones de dólares.
La actriz Paulette Goddard, musa de Charles Chaplin, llamaba a Andy «el zorro blanco». Y así es ciertamente como lo veo yo también: como un zorro astuto y curioso por todo, un Maese Raposo de pelaje platino que no dejó nunca de explorar, un viejo zorro del desierto que olisqueaba en busca de la dirección del viento, que comprendió su época mejor que cualquier otro, pero que se mantuvo misterioso e inaprehensible, y al que muy pocos lograron en realidad acariciar. Este Fantastic Mister Fox fue para mí el último dandi. Un dandi que encerraba también en su interior a un campesino prudente y silogómano, un romántico frustrado, un hombre cuyo lote de adversidades y sufrimientos se convirtió en un tesoro de guerra para él, un mito hecho a sí mismo en perpetua reinvención, un ángel exterminador y un ser muy rodeado de gente pero profundamente solo, que me hacía pensar en aquello que escribiera Madame de La Fayette en su historia de La princesa de Montpensier: «Se marchó del baile fingiendo encontrarse mal y se fue a su casa a soñar con su desdicha».
He intentado captar a Warhol de frente, de espaldas, de perfil y en semiperfil; he procurado descubrir todos los matices característicos de su personalidad. En ocasiones ha sido como ponerse un manto de ortigas. Ha habido también momentos llenos de flores. Ante todo me he tomado el tiempo necesario para penetrar en la atmósfera warholiana, para evaluar sus méritos y sus flaquezas. Encuentros y lecturas han alimentado el retrato de este hombre orquesta, a un tiempo ilustrador, pintor, fotógrafo, cineasta, autor (a falta de ser auténticamente escritor), creador de revistas y descubridor de talentos. O de cómo el hijo de unos pobres inmigrantes rutenos se convirtió en un artista venerado o despreciado: una polémica que fue interesante de estudiar, por cuanto, aún hoy, cuenta con tantos adoradores como detractores, y no deja a nadie indiferente. He aquí, pues, mi versión de Las muy ricas horas de Andy Warhol.
CAPÍTULO I
ÚNICAMENTE EXISTEN DOS MALES REALES: LA ENFERMEDAD Y LA POBREZA
Tras la muerte de su madre, Julia, en 1972, Andy Warhol afirmaba que estaba como una rosa cuando alguien le preguntaba por la anciana. «Se encuentra muy bien, gracias, pero está un poco cansada y no sale de casa». Este comportamiento no puede por menos de hacernos pensar en el personaje de Norman Bates, de Psicosis, la película de Alfred Hitchcock. Bates, que padece de un trastorno disociativo de la personalidad, ama de tal forma a su madre, que finge que sigue viva y conserva preciadamente su cadáver momificado y vestido en el sótano de la casa junto a su motel. ¿Qué sucedía en el caso de Andy? ¿Se trataba de una inhibición de autodefensa? ¿De un modo patológico de llevar el duelo? ¿Padecía él también de un trastorno disociativo? ¿O era un subterfugio para desembarazarse de los inoportunos, para escabullirse con el pretexto de tener que volver a casa para ocuparse de ella…? Un rasgo de humor muy Warhol. Llegaba al extremo de comprarle vestidos en las tiendas elegantes de Nueva York, cuando llevaba años muerta y enterrada. «¡Supongo que debía ponérselos él en casa, en secreto!», sugiere Ultra Violet. «Encajaría con su personalidad, quién sabe».
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