Quanto fui, quanto não fui, tudo isso sou.
Quanto quis, quanto não quis, tudo isso me forma.
Quanto amei ou deixei de amar, é a mesma saudade en min.
ÁLVARO DE CAMPOS, 1931
¡Es tanta la gente a la que tengo que dedicar este libro! Ante todo, a Álvaro y a Jaime, que compartieron conmigo el mundo de las Torres Mochas. Con ellos, a Emilia, a Aurelia y a sus hijos.
Después, a Laly y a Germán; a María Eugenia y a Jesús; a Lola y a Luis; a Pilar y a Antonio; al recuerdo de Nuria y Carlos.
A los Núñez: a todos, como siempre.
Blanca y Victorino me tienen muy cerca: también se lo dedico.
A los nunca olvidados Manolo y José, y a la otra Pilar.
Al que era Gennadio y es Manuel.
A Guillermo y a Juan; a Basilio y a Mariano: andan por estas páginas, pero dos de ellos ya no están en el mundo. ¿Llegarán a conocer mi recuerdo?
A Loló. ¿Qué pensará de todo esto, ella tan aguda?
María del Carmen y Matilde, en compañía de Luz, ¡ida también…! Pero en este libro se dice que nadie muere hasta que lo olvidan, y yo recuerdo.
Muchas cosas debo a Eduardo: gracias.
Y a los demás, reales o soñados.
GONZALO
Título original: Dafne y ensueños
Gonzalo Torrente Ballester, 1983
Colección: Áncora & Delfín, 572
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Notas
[1] El demonio me lleve si, al releer esto, no resulta que esas frases atroces influyeron en el comienzo de mi «Poema de Adán y Eva» (Don Juan). ¡Qué sabe uno lo que escribe, cuando lo escribe!
[2] El mendigo que acabo de describir, ese del carro y el meneo, a quien llamé tortugo, aparece en unas páginas de La Saga/Fuga de
[3] De esta película me quedó en herencia la noción (y la imagen) de la «muñeca», que aparece en mi Casamiento engañoso, reaparece en Fragmentos de Apocalipsis, y quizá un día de estos vuelva a asomar a mis páginas su jeta hermosa y ambigua.
[4] Después pensé que el historiador Altabella no siempre se halla a mano, pero no estoy seguro de acertar a definir, o, al menos, a describir, un sapo. Por lo pronto, la imprenta donde se imprimían no se llamaba «La Charca», sino la «imprenta de los sapos». Cada mañana llegaban a ella varios señores de catadura e intenciones diferentes, parecidos tan solo en que cada uno de ellos era propietario de una cabecera (de un título), cuyo «cliché» solía llevar debajo del brazo o en cualquier suerte de maletín. Se trataba, en general, de grandes rotativos de antaño, degenerados y en nuevas manos. Todos se imprimían con el mismo texto, salvo pequeñas variantes: el anuncio por el que el sapista recibía un pago fijo mediante la entrega de quince o veinte ejemplares, o el artículo de fondo en el que el propietario halagaba a un político (el pagano) o insultaba a una o varias personas conocidas: en este caso, solía pagar las costas de su bolsillo; pero ¿y la posibilidad, la seguridad, de desahogar diariamente la bilis no valía la pena? Esta institución de los sapos desapareció, no sé si con la República o con la guerra civil. ¡Qué lástima! Toda ciudad, todo país racionalmente concebidos, necesitan cloacas y alcantarillas.
[5] De Ortega y Gasset, El Espectador
Alguna de las veces que se refirió públicamente a este libro su autor, Gonzalo Torrente Ballester, declaró que hace mucho tiempo que deseaba escribirlo. Su materia es nueva en la obra de Torrente: el mundo de su infancia, en su realidad y en la fantasía, lo que fue y lo que pudo ser, o no pudo y fue querido. En los versos de Pessoa (Álvaro de Campos) que preceden al texto, se afirma que la verdadera realidad de cada hombre no es tanto lo que fue como lo que pudo ser. Eso, lo que pudieron ser, lo aprovechan con frecuencia los escritores. Pero este libro no solo nos sugiere algo de lo que su autor quiso y no pudo ser, sino también alguno de los caminos por los que llegó a ser quien es. ¿Cómo no iba a acabar narrando quien vivió su infancia rodeado de relatos? ¿Y cómo no iba a mezclar la realidad a la fantasía quien vivió un mundo donde los límites no estaban muy claros? Un valle y una ciudad, contrapuestos, contradictorios, la Edad Media restante y la más avanzada modernidad.
La fantasía y la matemática, Jorge Juan y los romances carolingios, marinos de uniforme y mendigos en tropel: todo eso, y mucho más, pasa por estas páginas, a veces sencillas, a veces barrocas; fuertemente líricas o fuertemente intelectuales, siempre irónicas y algo melancólicas: El estilo de Gonzalo Torrente Ballester, lo que le constituye como escritor desde la madurez, en su tiempo incomprendida, de Los gozos y las sombras.
Después de perseguir a Dafne, como el autor, te preguntarás, lector, quién es Dafne, y, con Dafne y con el autor, acabarás ensoñando. Como en los mejores momentos de sus obras más logradas, en esta te advierte de nuevo Torrente Ballester que lo real no es solo lo que ves, lo que te descubren los sentidos, sino que, detrás de eso, hay otra cosa. No sabemos aún si lo que Torrente Ballester te propone es que navegues con él a bordo de un velero o escuches con él la descripción de la batalla de Cavite hecha por un testigo. Los prolegómenos de la de Trafalgar sí que es seguro que los encontrarás aquí, aunque de manera original. Tú verás.
Gonzalo Torrente Ballester
Dafne y ensueños
ePub r1.0
Titivillus 23.09.2022
I
Introducción al mundo
de las Torres Mochas
En realidad, todo lo que concierne a las Torres Mochas es razonablemente inseguro, por no dejarlo en la incertidumbre misma, y donde no hay certidumbre hay indeterminación, que, más o menos, por ahí se va. Por ejemplo, si me dejo llevar por un recuerdo, creo que alguno de sus antemurales terminaba en el río, escuchaba su constante murmurio, sobre todo de noche, que era cuando sonaba mejor, en medio del silencio; pero otros recuerdos tan respetables me las sitúan un poco más arriba, ya en la misma carretera, precisamente en lo que llaman el cruce, y, en aquellos tiempos, «a encrucillada», que otros dicen «encrucelada», y que a mí me da lo mismo. Existe sin embargo una diferencia de sustancia entre las Torres Mochas de ese recuerdo único y las de otros recuerdos, y atañe precisamente a la línea de las murallas, sinuosas y acomodaticias las vecinas al río, rectas y racionales las otras; aunque tampoco demasiado racionales, la verdad, ni demasiado rectas, ni siquiera demasiado serias, por mucho que me lo pareciesen, y solemnes, porque, ¡hay que ver cómo cambiaban de la palabra de Dafne a la de Obdulia!, tanto, al menos, como las voces de la una y de la otra diferían entre sí: la de Dafne transcurría como un río lento, mientras que la de Obdulia era la viveza misma, incursa a veces en precipitación y ascenso impremeditado de tono. Así eran ellas de distintas, y así andaban a lo suyo por mundos estrictamente diferenciados, sin choques, es cierto, pero también sin coincidencias; aunque juntos, los separaba el grosor de un papel, pero ese espacio menudo valía por un abismo. Diré, para que se me entienda, que las Torres de Dafne pujaban, ascendían, buscaban allá arriba las nubes, así como perderse en ellas, y Dafne más arriba que nadie, mientras que las de Obdulia se pegaban a la tierra, se acomodaban a las ondulaciones, como si quisieran disimularse o esconderse detrás de la arboleda, y no mostrar más que lo necesario, la esquina de un baluarte, o menos todavía, un hornabeque. Coincidían, en cambio, en las personas: no en todas, sino en bastantes. Pero, cosa curiosa, así como Dafne andaba por el mundo de Obdulia, esta era ajena al de Dafne, y jamás la encontré en sus espacios, como si la ignorase. Así las cosas son. Como si Dafne no fuese más que un recuerdo, menos aún, el nombre de un antepasado que ya se olvida, y Obdulia una presencia viva y algo chillona (cuando me reñía, claro).
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