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Gonzalo Torrente Ballester - Los cuadernos de un vate vago

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Gonzalo Torrente Ballester Los cuadernos de un vate vago

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En Los cuadernos de un vate vago Torrente da cuenta de cómo nacieron algunas de - photo 1

En Los cuadernos de un vate vago Torrente da cuenta de cómo nacieron algunas de sus novelas. Entre 1961 y 1976, Torrente recogió gran parte de sus notas trabajo en cintas magnetofónicas. Al magnetófono le contaba sus problemas durante la escritura, le hablaba acerca de la gestación de varias de sus obras o de sus miedos y sus alegrías. A veces, incluso, le contaba al magnetófono la historia y luego la transcribía. En este volumen se recogen, tal cual se narraron y con la mínima corrección, este conjunto de soliloquios. Se trata de una obra de características inéditas en las letras españolas, y posiblemente universales, por la técnica empleada en ella; y en un texto de gran dimensión literaria: paso de la literatura oral a la literatura escrita, en una bellísima y contundente prosa.

Gonzalo Torrente Ballester Los cuadernos de un vate vago ePub r11 Titivillus - photo 2

Gonzalo Torrente Ballester

Los cuadernos de un vate vago

ePub r1.1

Titivillus 03.02.17

Gonzalo Torrente Ballester, 1982

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Al que leyere si no va deprisa LA MAGIA LOS MAGNETÓFONOS Y YO De los - photo 3

Al que leyere, si no va deprisa

LA MAGIA, LOS MAGNETÓFONOS Y YO

De los magnetófonos empezó a hablarse, como objetos reales y no de mera fantasía, desiderata de vagos ilusionados, hace ya bastantes años, precedidos, al menos en la imagen, de unos objetos bastante similares que salían en las películas para dar y recoger recados, y se llamaban dictáfonos. Su utilidad en las oficinas quedaba demostrada por el hecho de que un jefe se declarase a la secretaria mediante el aparato, pero nada garantizaba todavía que pudiera servir a un escritor para algo más que para divertirse, o recrearse escuchándose. La descripción del magnetófono, que sucedió al dictáfono, pero, según tengo entendido, sin desplazarlo, nos llevó hasta las más radicales esperanzas a quienes creíamos a la Ciencia capaz de engendrar ese aparato maravilloso merced a cuya intervención o interposición patente las imágenes y los pensamientos se convierten solitos en palabras, escritas, o, por lo menos, habladas. En un principio, las referencias trataban de un carrete de hilo de estaño, en el que se iban quedando los sonidos. Después, de una cinta con la misma función. Llegaba también, con la descripción, el nombre, que era francés, en un principio, como es sólito, magnetofón; pero Dámaso Alonso me reconvino por usarlo, habiendo ya, como había, una palabra castellana, magnetófono, de esas esdrújulas que tanto nos complacen, nos reconcilian con nosotros mismos, y de las que, merced a la técnica, vamos ya teniendo buena copia. En la ocasión a que me refiero, yo no pertenecía aún a la Academia, e ignoraba que al decir «magnetofón» se incurriese en galicismo, pero también hubiera sido posible, de haber accedido ya a ese importante Olimpo, el no haberme enterado. Mis despistes suelen llevarme a situaciones de enredada solución.

Descripciones, dije, no contemplaciones. También podía haber dicho: leyendas. Se corrió, por ejemplo, el que Luis Rosales había traído de América uno de aquellos maravillosos chirimbolos, pero a nadie se le ocurrió añadir que del carrete saliesen ya escandidos los poemas, porque no cabía, ni cabe, en cabezas humanas. ¿Para qué servía, pues? Ni más ni menos que para juegos verbales algo más largos que los que puede contener un dictáfono. Digo, suponiendo que el tiempo de un dictáfono sea menor, que no lo sé. El que tenía un magnetófono jugaba con él y lo usaba como pretexto para congregar a unos amigos e invitarles a unas copas. Es posible, seguramente, que alguien se haya valido de él para enviar a su secretaria mensajes turbadores, pero puedo asegurar que en ningún momento fue mi caso, ya que no tengo secretaria.

El primer magnetófono que vi lo trajo mi hermano Jaime: alguien se lo había prestado para que me lo mostrase y lo hiciese funcionar en mi presencia. Era un «Geloso» de pequeñas dimensiones, con carretes de corta duración, pero en todo caso, seductor: lo que pareció, sin embargo, fue que mi hermano Jaime no sabía manipularlo; que salía la voz remota y débil, que no había atinado con los resortes. Pues se lo habían explicado puntualmente, y, recibida la lección, practicara las instrucciones con éxito. Mi hermano Jaime decía que no se lo explicaba, y yo, en aquel momento, tampoco. Estaba lejos de sospechar lo que fue más adelante mi gran descubrimiento y el aspecto más original de mi hoy larga relación con los magnetófonos: que tienen dentro una bruja, y, a veces, más de una (aunque ésta, como se verá, sea una conclusión provisional). De esto estoy perfectamente persuadido, y guardo (si bien he olvidado dónde) algunas cintas en que se prueba hasta la saciedad de la evidencia. ¿Brujas, brujas de verdad, de las de escoba y cabellera de estopa, de las visitadoras de aquelarres y atormentadoras de pobres diablos? Sí, no una clase especial que hubiera podido surgir con los descubrimientos técnicos y que admitiesen una catalogación semejante a ésta: brujas de los magnetófonos. Una de ellas, sin duda, estaba encerrada en el «Geloso» e impedía que mi voz se escuchase con precisión y proximidad: una voz, además, identificable. «¡Pues te aseguro…!», juraba y perjuraba Jaime… ¿Qué podía hacer él contra todas las fuerzas del infierno concitadas, contra las habitantes misteriosas de aquellas interioridades electrónicas? Mi hermano Jaime era mucho más racionalista de lo que yo entonces, y mucho me temo que su prematura y lamentable emigración al otro mundo nos haya acontecido antes del descubrimiento, por él, del mundo indiscutible de las brujas. Pero confío en referirme a ellas más tarde.

Los magnetófonos aparecieron en los escaparates, y yo los contemplaba. Los sigo contemplando ahora, porque me interesan todos, pero entonces yo no padecía del mal de los escaparates, y, ahora, sí. Sabido es que el mal del escaparatismo aqueja solamente a los que padecemos de angor pectoris: uno va por la calle, y siente de repente un peso encima del esternón, o una sensación como un cansancio dulce en los antebrazos, y entonces dice: «Ya está ahí.» Y se arrima a un escaparate, y con el disimulo de contemplarlo, magnetófonos o lo que sea, cubre el tiempo indispensable para recuperar la normalidad coronaria: lo cual suele sobrevenir a los pocos minutos (y, si no, ¡malo! Hay que echar mano de la cafinitrina que uno lleva en el bolsillo para eso). Pues, como iba diciendo, aparecieron en los escaparates, inaccesibles por sus precios, tentadores por sus fachas, siempre enigmáticas y científicas. E incluso llegó un momento en que procedían de la industria nacional, un poco más baratos. Pero, de todos modos, tres mil quinientas pesetas, en mil novecientos sesenta, era mucho dinero. Pensaba en la posesión de un magnetófono como puede pensarse en la inmortalidad. Hasta que un amigo de mi pueblo me vendió uno a plazos. Creo que se llamaba Portela, y quizá se llame aún, ojalá, y, si no es así, lo siento, porque me gustaría inmortalizarlo. Merced a la confianza que puso en mí (tres letras de mil pesetas, y las quinientas a toca teja), me vi poseedor de un «Ingra» portátil, aunque un poco pesado: dos pistas, dos velocidades, buena sonoridad. Estaba entonces empezando a pensar La Pascua triste: notas sobre esta novela fueron lo primero que grabé, aunque después de convencerme de que dictar directamente al utensilio las páginas de la invención me resultaba imposible: la prosa que uno acostumbra a escribir es escasamente oratoria. ¡Ah, quién poseyese otra clase de estro!

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