PRESENTACIÓN Y AGRADECIMIENTOS
Cuando se intenta describir una semblanza del feminismo político y alertar de las distintas trampas conceptuales desde los inicios hasta el momento actual, las páginas son deudoras de todas las voces que, preocupadas por la misma cuestión, han expresado sus argumentos.
Afrontar un debate respecto a lo queer y este nuevo «sujeto transgénero» o el más inespecífico de «sujeto trans», anulando previamente la validez de la categoría de análisis más preciada del feminismo como lo es describir críticamente las relaciones «sexo/género», no es tarea individual. Resulta chocante, para cualquiera que mantenga un mínimo de coherencia argumentativa, que mientras se niega la validez de la categoría «mujeres» como sujeto vindicativo de la igualdad, se nos imponga la emergencia de un nuevo sujeto político, llámese «trans» o «transgénero» que no solo invisibiliza a las mujeres sino también a las personas transexuales.
Contra esa imposición normativa y politizada, vía reconocimiento legal de la «identidad de género» o «autodeterminación de género», son muchas las feministas que han elevado sus voces críticas. Así, por ejemplo, con Amelia Valcárcel, Ángeles Álvarez y Maite Berrocal la comunicación y el diálogo han sido constantes. Sabíamos de la necesidad de frenar un avance legal, auspiciado por organismos internacionales, sobremanera la ONU, en donde el deseo o sentimiento subjetivo se imponía al análisis crítico de las consecuencias derivadas de sustituir el «sexo», como dato objetivo, por el «género sentido». El voluntarismo subjetivo tiene difícil encuadre normativo, ya que la esfera pública y el marco legal que le da sustento no se articulan en sensaciones, íntimas convicciones, sentimientos o deseos que difícilmente pueden ser comunes.
Desde su inicio, el feminismo como teoría política ha criticado abiertamente la naturalización esencialista derivada del sexo, que convierte el «nacer mujer» en un destino amargo, ya que el nacer con el «sexo inadecuado» ha lastrado las expectativas vitales de las mujeres en todas las culturas pasadas y presentes. La denuncia de esa realidad tangible es feminismo. De igual forma, el feminismo político ha cuestionado ese «hacerse mujer» o constructivismo social extremo que edificó el andamiaje por el cual a los sexos les correspondían no solo funciones diferenciadas, sino también divergencias en el entendimiento, capacidades, habilidades, modos de estar o de vestir que hoy podríamos resumir en la palabra «subjetividad». Si de algo sabemos las mujeres es de que la subjetividad ha sido una de las grandes trampas conceptuales elaboradas arteramente desde Rousseau hasta nuestros días, por medio de la cual se canaliza la misoginia.
A lo largo de la historia, las mujeres hemos padecido sobremanera la «identidad de género», o constructivismo esencialista, que ha solidificado la desigualdad estructural de nuestras vidas como mujeres. La «identidad de género», asumir el género como identidad o autodeterminación, ha sido y es una construcción normativa y el feminismo, por lo tanto, no puede permanecer impasible ante la pretensión de otorgarle reconocimiento jurídico. Poco importa que se afirme que atiende solo a una minoría social porque, de hecho, al ser una construcción normativa tiene por objeto prescribir qué, quién, cómo, cuándo y dónde es pertinente referirse a «las mujeres», o añadirle prefijos como «cismujeres», o proponer giros del lenguaje como «portadoras gestantes», para evitar el uso de la palabra «mujeres». La denuncia de las imposiciones normativas, basadas tanto en la heterodesignación como en la transdesignación, de lo que significa «hacerse mujer» es feminismo.
Por otra parte, este libro debe agradecimiento expreso a todas aquellas personas que desde la institucionalidad política o desde el seno de sus propias organizaciones han contribuido a generar espacios de debate feministas. Debo, pues, agradecer a la Escuela Clara Campoamor de Fuenlabrada y a quien la dirigió con notable acierto, Silvia Buavent, el espacio ofrecido durante los «años ciegos» de férula conservadora. En ese espacio, hace ya tres años, planteé serias objeciones a la emergencia de un «feminismo emocional», más preocupado en los sentires y la subjetividad que en la defensa de la agenda feminista. Este feminismo posmoderno y acrítico, que concibe el ser feminista como vivencia íntima, no duda en hacer explotar la agenda feminista para adaptarla a las expectativas individuales. Peor aún, se hace cargo de una agenda contraria a la agenda feminista. A su vez, tanto en Fuenlabrada como en otros espacios (Feminario, curso de Teoría Feminista, Rosario Acuña…), expresé mis dudas y críticas a la sobreutilización de las categorías de «identidad» y «diversidad». Critiqué abiertamente que la proliferación en el uso de estas categorías afectaba directamente al feminismo y las mujeres, procediendo a su fragmentación, enmascaramiento del sexismo y despolitización del movimiento. No me equivocaba. En su momento utilicé de ejemplo el cajón de sastre de las «políticas sociales» de los inicios de los ochenta, en donde las mujeres, como grupo social mayoritario, corríamos la misma suerte que minorías y colectivos sociales, por lo que se hacía imposible consolidar políticas específicas para las mujeres. Buena parte de aquellos años ochenta se nos fueron a las feministas en vindicar una institucionalidad propia (los «Institutos de la mujer»), una formación feminista y unos planes de igualdad tanto municipales como autonómicos y estatales. Todo ese trabajo feminista de los ochenta consolidó lo que denominamos políticas de igualdad.
Hoy, desgraciadamente, esa expresión ha caído en desuso porque de nuevo, en un giro amargo del destino, a las mujeres nos han vuelto a meter en otro cajón de sastre, el de «la diversidad y la identidad», produciéndose los mismos efectos indeseados para las mujeres que ya criticábamos en los ochenta. De ahí que no cejaremos en la denuncia de los procesos reactivos a los que estamos asistiendo; por ello agradezco y mucho al Feminario de Córdoba, tanto a Rafaela y Lourdes Pastor como al resto de mujeres que conforman su organización, que, contra viento y marea, aborde debates y prácticas que suponen un serio retroceso en el avance de la igualdad para las mujeres. Me refiero a la pornografía, la prostitución, la práctica del alquiler de vientres y la autodeterminación de género.
Mención expresa de agradecimiento debo a la Escuela Feminista Rosario Acuña de Gijón, que, de forma continuada y en los últimos años, ha referido y analizado la «agenda sobrevenida» tal cual es descrita por su directora Amelia Valcárcel: «La prostitución y los vientres de alquiler se han sumado recientemente al debate feminista».
El patriarcado ha incluido la maquinaria pornográfica en el orden de la libertad y a los hijos e hijas en un mercado fluido de deseos o caprichos. Forma parte también de la agenda sobrevenida, lo analizado en la Rosario Acuña en julio de 2019, lo queer y sus conceptualizaciones. Como se afirmaba en el propio texto de la convocatoria, un esencialismo constructivista, lo queer, ha nacido al amparo de la posmodernidad. No es feminismo, aunque devenga de él. Ni el feminismo puede ser confundido con la teoría queer ni mucho menos sustituido por ella. A la mera idea de que existe una identidad femenina esencial, el feminismo ha respondido con el análisis de las múltiples «heterodesignaciones» con las que la supuesta esencia femenina se construye y se percibe. La teoría queer, y más a medida que se aleja de la agenda feminista, corre el peligro de impostar de nuevo precisamente una identidad inadmisible. Desde la libertad es necesario establecer un debate sobre las implicaciones de la práctica feminista en contraste con lo queer/transgénero. Y en ese espacio de libertad agradezco haber compartido debates con las ya citadas Amelia y Ángeles, así como con Rosa María Rodríguez Magda, M.ª José Guerra, Anna Prats, Elena de la Vara y Xabier Arakistain.