El feminismo
en 100 preguntas
El feminismo
en 100 preguntas
Pilar Pardo Rubio
Colección: 100 preguntas esenciales
www.100Preguntas.com
www.nowtilus.com
Título: El feminismo en 100 preguntas
Autor: © Pilar Pardo Rubio
Director de la colección: Luis E. Íñigo Fernández
Copyright de la presente edición: © 2017 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
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Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Diseño de cubierta: eXpresio estudio creativo
Imagen de portada: The Women’s March against Nixon , Washington DC, 1972. Fuente: Wikimedia
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ISBN Digital: 978-84-9967-828-3
Fecha de publicación: noviembre 2017
Depósito legal: M-27960-2017
Puede que las mujeres sean el único grupo que se hace más radical con la edad.
Gloria Steinem
Empezar con una pregunta personal en un libro sobre feminismo no es casualidad; la experiencia personal es absolutamente relevante en el nacimiento, desarrollo y lucha colectiva de este movimiento, tanto en la teoría como en la práctica. Una de mis maestras, Fátima Arranz Lozano, a la que tanto debo, me dijo que llegar a ser feminista muchas veces era cuestión de edad, porque el sistema en el que vivimos tiene una gran habilidad para desplazar el conflicto social y sus causas a circunstancias individuales, que siempre podríamos haber cambiado si nos hubiésemos esforzado más. Recuerdo bien el sentimiento firme de mi adolescencia: «a mí no me va a pasar, llegaré donde me proponga, mi capacidad estará por encima de mis circunstancias: mujer, hermana mayor de cuatro hermanos, con padres sin estudios y en el estrecho horizonte de un barrio a las afueras de las afueras». Creo que solo me atreví a llamarme feminista el día que entendí que nada de lo que vivía y sentía en mi insignificante día a día era una cuestión personal, se trataba de un asunto de alta política: transformar el mundo en un lugar sin privilegios por razón de sexo, sin destinos cromosómicos, habitado por individuos diferentes y solo idénticos a sí mismos y, por ello, con la capacidad moral de desear la igualdad como bien común y como base para alcanzar su autorrealización personal, que ahora sé que consiste en tener la oportunidad de caminar hacia lo que cada persona ha soñado para sí y quiere dejar como legado, responsable y comunitario, a las generaciones que le sucederán.
Hija en la España de la transición, he sido hija del todavía . Todavía, en los bloques de pisos sin calefacción y con calles sin asfaltar en los que yo crecí, las mujeres a las que miraba desde mis ojos infantiles recibían una indemnización o dote por dejar sus trabajos y acogerse a la extravagante, pero legal, «excedencia por matrimonio»; todavía dejaban los estudios o el empleo en el momento que llegaban los hijos; todavía se celebraba el hijo varón; todavía los chicos hacían la mili y con ella se hacían hombres; todavía las niñas ayudaban con la casa para ir aprendiendo; todavía el padre era la autoridad y en su presencia se anteponía su bienestar al del resto de la familia; todavía se morían las plantas si las tocabas cuando tenías la regla; todavía se temía la desgracia de que tu hija se quedase embarazada y fuese eso que llamaban «madre soltera» (como si las chicas fuesen preñadas espontáneamente y por cada una no hubiese también un padre soltero); todavía en el apartado de profesión las mujeres ponían SS. LL. (sus labores), como si todas tuviesen las mismas, las que les son propias por su sexo. Recuerdo haber verbalizado: «mi madre no trabaja». Y si trabajaba limpiando o cocinando en otras casas, no era un trabajo, si acaso una «ayuda», porque los que trabajaban eran los padres y su profesión los definía, por eso también recuerdo decir: «mi padre es camionero». Nunca caí en la cuenta de que para los varones trabajar en algo era ser alguien, la actividad remunerada determinaba su ser en el mundo, su identidad, y por ello no era una opción. Era un mandato. Los hombres podían estar desempleados, las mujeres simplemente no trabajaban.
Hoy, al recordar este universo, el único existente para mí durante muchos años, a mis cuarenta años y tras todo el esfuerzo de crítica y autocrítica que supone empezar a seguir la brújula del feminismo, pienso que quizá nadie trabajó tanto como las mujeres bisagra entre las hijas de la transición y las abuelas del franquismo. Trabajaron y trabajan para sus padres hasta el matrimonio, y para su marido y sus hijos después de este. Su historia, sin duda, merecería otro libro, que en la segunda década del siglo XXI hablaría de un ejército de mujeres trabajando gratuita e invisiblemente, cuidando a sus madres y padres ancianos, a sus nietos y nietas, acogiendo de nuevo a sus hijas e hijos en el doloroso exilio de la minoría de edad al que en los últimos años han condenado las crisis conyugales y las burbujas inmobiliarias pinchadas, en las que la madre sigue siendo la seguridad de la Seguridad Social . Esa mano invisible, tomando prestado el símil de Cristina Carrasco, que da de comer, llena neveras, deja impoluta la ropa en los armarios y hace trampa a los euros de la pensión.
Uno de los consejos de la Guía de la Buena Esposa , escrita en 1953 por Pilar Primo de Rivera con el fin de educar a las mujeres españolas en los roles y actitudes que esperaba de ellas la dictadura franquista. De forma elocuente, uno de los consejos de la guía decía: «Déjalo hablar antes; recuerda que sus temas son más importantes que los tuyos».
No obstante, no todo eran todavías en mi infancia; también crecí con el empuje urgente y poderoso del ya. Ya las mujeres habían criado a los hijos y querían y necesitaban estudiar o trabajar; ya no tenías que ir a misa; ya te podías divorciar; ya podías conducir y comprarte un coche; ya podías no casarte y usar anticonceptivos; ya podías ser ambiciosa en los estudios, en el deporte, en el trabajo; ya podías ser… como los hombres. ¿Era eso el feminismo?
Con veinte años no lo tenía muy claro, solo sabía que me gustaban más los ya que los todavía , que la idea de no poder tener las mismas opciones de realización vital que mis compañeros varones me encendía, despertaba en mí el enfado profundo de una injusticia para la que toda réplica se convertía en ataque personal. Empecé a ladrar a la realidad, pero no sabía por dónde empezar a morder. Menos mal que encontré el feminismo que con lo único que ha mordido es con los dientes de la razón, la palabra irreverente y la insurrección de pensamiento y obra.
Ahora supongo que sin ningún conocimiento teórico y sin contacto con ninguna acción feminista colectiva, todos los juicios de valor sobre lo apropiado o no de mi sentir y actuar por pertenecer a un sexo u otro, todos los deberes y derechos distintos, toda esa bruma que todavía no identificaba con una atmósfera saturada de preponderancia y prestigio de valores asociados a la masculinidad, los sentía en el estómago como afrentas personales, como ofensas a mi capacidad, a mi inteligencia, a mi libertad. Y, paradójicamente, no las identificaba como una vulneración de ese principio, que descubrí causa, y que poco a poco se convirtió en el cristal a través del cuál mirar cuando empecé la ardua tarea de ser feminista: La igualdad como derecho, como valor, como principio de la dignidad, la igualdad como llave que abriera los cerrojos mentales que marcaban las condiciones de vida de los seres humanos divididos en dos hemisferios, la feminidad y la masculinidad.
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