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Antonio Rodríguez Vela - Breve historia del cine

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Antonio Rodríguez Vela Breve historia del cine

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Bibliografía

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Inicios del cine

En aras de la claridad expositiva, sería muy conveniente que el nacimiento del cine tuviera un hecho fundacional que no dejara lugar a dudas. Por ejemplo, la proyección, ante treinta y tres espectadores en el Gran Café del hotel Scribe el día 28 de diciembre de 1895, de varios cortos rodados por los hermanos Auguste y Louis Lumière, entre los que se encontraba Salida de los obreros de la fábrica. Por eso, tal fecha ha quedado fijada en los anales como el inicio oficial del cine. Sin embargo, la historia es mucho más complicada. Tenemos a un inventor americano, el famoso Thomas Alva Edison, que en 1889 había ideado el kinetoscopio, un aparato que permitía la proyección de películas de unos veinte segundos en cabinas individuales. También encontramos al misterioso caso de Louis Le Prince, quien había rodado la que se considera como la primera película de la historia, La escena del jardín de Roundhay (1888), y que un día de septiembre de 1890 se subió en un tren que le llevaba de Dijon a París para desaparecer sin dejar rastro. Por no hablar, yéndonos todavía un poco más atrás, de los experimentos de Eadweard Muybridge, quien en 1873 logró demostrar que había un instante en que los caballos de carreras no apoyaban ningún casco en el suelo.

Pero todavía estamos lejos de llegar a las películas con complejas construcciones narrativas, a la superposición de tramas, a la mezcla de puntos de vista. De momento, nos situamos ante el nacimiento de lo que todavía no se sabe si será un arte, una industria o un simple pasatiempo efímero. Después de todo, para los mismos Lumière, «el cine es un invento sin futuro». Y, sin embargo, nadie hizo más que ellos para lograr su popularización. Aunque se puede decir que el cine estaba en el aire, fueron los Lumière quienes, gracias a sus manejables cámaras y a su sencillo sistema de proyección, permitieron que la nueva creación se extendiera como la pólvora y que en poco tiempo, en todas partes, se conociera un nuevo aparato que iba a revolucionar el mundo.

Las primeras películas fueron tomas básicas en las que primaba el asombro del espectador. Es famosa la reacción de los espectadores parisinos ante la llegada del tren que parecía que iba a arrollarlos. Una simple visión panorámica de la ciudad era suficiente para causar emoción y estupor. Ya en la primera proyección pública quedó de manifiesto que el cine iba a ser mucho más que un sofisticado tomavistas: El regador regado, la inocente historia del jardinero que se ve empapado por la travesura de un niño, demostró desde el primer momento las posibilidades del nuevo ingenio para contar historias. Y para hacer reír. Poco más se podía pedir.

LOS PIONEROS

Otro hito fundacional que se suele repetir a la hora de narrar los inicios del cine se debe al director francés François Truffaut, quien señaló que, prácticamente desde el principio, el cine se dividió en dos corrientes: la documentalista, encarnada por los Lumière y centrada en retratar la realidad tal cual —pon una cámara y deja que la vida pase por delante—, y la ficcional, inventada por Georges Méliès y que suponía un mundo aparte, repleto de maravillas y sorpresas. Aunque, como siempre, la historia no es tan sencilla, no es un mal punto de partida.

Para empezar, los Lumière no se contentaron con patentar el producto y vivir de las rentas. Su éxito se debió a una combinación de sagacidad comercial y de maestría técnica. En el primer aspecto, la habilidad de Auguste y Louis para proporcionar material a un público deseoso de conocer nuevas experiencias se manifestó en la creación de una red de empleados (o evangelistas) que fueron difundiendo la buena nueva por todo el mundo y que, a su vez, rodaban escenas consideradas exóticas en todos los rincones del planeta. Bueno, quizá no en todos, pero sí en unos cuantos. Gracias a ¡Lumière! Comienza la aventura, el documental realizado por Thierry Frémaux en 2016, el espectador contemporáneo ha podido seguir deleitándose con los más diversos cortos, que van desde las asombrosas acrobacias de una familia circense hasta un desfile militar en el que todos los participantes llevan bigote. Todos menos uno.

Respecto a su dominio técnico, evidente en la pericia de Louis para el encuadre y la composición fotográfica, ya en 1900 presentaron en la Exposición Universal de París películas en setenta y cinco milímetros (lo que exigía un tamaño de pantalla que solo se volvería a utilizar muchos años después) y en color. Y es que, aunque suele asociarse el cine mudo con el blanco y negro, en realidad, ya desde sus albores, hubo varias pruebas con el color, y era bastante habitual diferenciar escenas de exteriores e interiores, o de día y de noche, con filtros de diferentes tonalidades que ayudaban a la comprensión de unos espectadores todavía no acostumbrados a los matices de la narración en imágenes. Curiosamente, aunque el coloreado era posible, tampoco es que el público mostrara mucho interés y, como además de laborioso era caro, se dejó para una mejor ocasión. Algo similar sucedió con el sonido, que tardaría tres décadas en instalarse, aunque previamente ya se habían probado técnicas que permitían su rudimentaria utilización. Además, si bien no se puede decir que el cine mudo fuera en blanco y negro, tampoco se puede decir que fuera mudo, porque lo habitual es que se proyectara con pianola, un pianista, o, si la película lo merecía y la sala de cine lo permitía, con orquestas completas. Por no hablar de la figura del narrador, que iba contando la película a un público que podía perderse en las sutilezas del nuevo medio y que, además, en muchos casos era analfabeto, por lo que no podía leer los rótulos. Fue muy popular desde Japón, país en el que la figura del benshi permaneció hasta bien entrada la década de los treinta, hasta España.

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