Antonio Rodríguez - La Catedral de Arena
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- Libro:La Catedral de Arena
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- Año:2015
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La Catedral de Arena: resumen, descripción y anotación
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LA CATEDRAL DE ARENA
AVENTURAS DEL CABALLERO JOHAN VILLENA
Y SU ESCUDERO DAVID PICÓ
ANTONIO RODRIGUEZ PEDREMONTE
UNA NOVELA ES COMO UN DIAMANTE;
HAY QUE PULIRLA PARA SACAR COMO A ÉSTE
TODO LOS BRILLOS DE SUS FACETAS
A.R.P.
Gracias Antonia.
Agradecimiento
70 miniaturas medievales ilustran esta obra,
fruto de la inspiración y el arte de artistas ya
olvidados.
Al publicarlas con adaptaciones al texto quiero
rendirles homenaje y recordarles siglos después.
A ellos y los que las han conservado.
GRACIAS
ENCUENTRO CON EL DEMONIO
La partera pidió más agua. Johan miró incrédulo la desgastada cuba que pacientemente había llenado para la ocasión. Muchos habían sido los viajes para llenarla trayendo el agua desde el río Jalón. Aquella vieja morisca la había desperdiciado lavando y volviendo a lavar a Caterina.
-Con éste método no se me mueren las parturientas- aseguró, mirándole de soslayo.
-Antes se morirán los maridos- farfulló entre dientes Johan mientras asía el cubo.
A pesar de ello era una experta reconocida en toda la región y Johan la había contratado gastándose los ahorros conseguidos con tanto esfuerzo en la cantera donde trabajaba, así que desechó rápidamente sus malos pensamientos.
El fuego crepitaba en la chimenea, calentando la olla con el agua del último viaje. Ya llevaba tres. Parecía que el parto era más laborioso de lo normal.
El río estaba distante, pero gracias al Altísimo aquella primavera corría todavía abundante en aguas. Otros años la sequía lo dejaba sucio y convertido en charcos intermitentes entre las rocas.
Johan se quedó mirando a Caterina en el vano de la puerta, aún reacio a dejarla sola con la harapienta partera. Su esposa gemía y perlas de sudor caían de su frente. Impotente ante el dolor de su mujer desvió la vista hacia la ventana de su mísera cabaña. En el alféizar exponía, en hilera, sus amadas piedras, traídas de su trabajo en la cantera del romeral. Eran restos que él tallaba en sus ratos libres, dando paso a sus fantasías, lo que provocaba las burlas de sus compañeros que a veces les visitaban. Eran hombres toscos que solo gustaban de emborracharse y mirar concupiscentes a las mujeres del cercano pueblo de Calatorao.
La última figura que había tallado, representando el rostro de Caterina, estaba oculta bajo los troncos del hogar y pensaba regalársela cuando naciera la criatura.
Suspirando hizo un esfuerzo y, agarrando con fuerza el cubo de madera, emprendió la larga caminata hacia el río.
El sol brillaba como una moneda de oro, tan refulgente como la auténtica moneda que vio un día al dueño de la cantera Fernán Vera, al vender una carretada de piedras talladas con tantos esfuerzos por sus trabajadores. Nunca volvió a ver otra, pero le quedó grabada en su memoria, y en este momento la recordó aunque maldiciendo el calor que desprendía en forma de sol.
Tenía las ropas empapadas por el sudor pues en la cabaña, entre el vapor del agua que hervía y el fuego, habían transformado la atmósfera en un horno, como el de Calema Cay, el panadero. ¡Maldito explotador, les había negado el pan porque le debían cuatros hogazas!
Johan descendió la cuesta en busca del agua, pensando que la facilidad en la bajada, se convertiría en un vía crucis, al volver cargado con el pesado cubo lleno de agua.
Las ortigas aquel año habían crecido más de la cuenta por el calor y le arañaron las piernas mientras se abría paso hasta la ribera del rio. Allí se remojó la cabeza y brazos y arrastró el cubo por el agua llenándolo. Había algunas truchas remoloneando entre las piedras y se prometió ir mas tarde a pescarlas para hacer una sopa para Caterina, que estaba cada vez más escuálida y desmejorada, ese embarazo desdichado e indeseado lehabía mermado las fuerza s y últimamente no probaba bocado, pues enseguida lo poco que comía lo vomitaba.
Con la pobre vida que tenían, otra boca les iba a mermar los únicos momentos tranquilos de descanso y tendrían que trabajar los dos para tener el mínimo sustento para seguir viviendo.
Un petirrojo dio unos cortos chillidos que le sacaron de su abstracción e incorporándose emprendió el regreso. En su andadura tenía que pasar el camino vecinal que conducía desde la aldea al lugarejo donde se alzaba en un altozano el Castillo real de Calatorao, allí pasaba los calores el rey y entre fiestas y cazas, corrían ríos de vino y viandas. ¡Vaya tunante, lo que era nacer de un vientre pobre a otro rico! ¿Por qué el Sumo Hacedor había hecho tamaños distinciones en este mundo? Bien es verdad, que Mossen Loppez, prometía el paraíso y
grandes riquezas en el cielo, pero a veces dudaba y creía que esos bienes se podrían repartir antes y dar a las gentes mejores vidas.
Tendría que confesarse y pedir perdón por estos pensamientos pecaminosos…
Johan había llegado al camino. El ruido de los cinceles y el chocar de piedras le había mermado la audición, por ello no lo oyó hasta tenerlo casi encima: ¡Poderoso, feroz e implacable se abalanzaba y cernía sobre él, aterrado comprendió que iba a morir, el maldito demonio con el que muchas veces soñaba le miraba desde lo alto con ojos desorbitados y encendidos…!
El instinto de conservación hizo que Johan reaccionara con celeridad, soltó el enorme cubo y se lanzó al borde del camino entre las ortigas.
Una avalancha de caballeros a lomos de sus corceles irrumpió en aquella vereda, a su frente feroz y arrogante el Rey Don Pedro saltó sobre el charco de agua formado por el abandonado cubo, el resto de su séquito fue igualmente esquivando el inesperado obstáculo. Sólo un jinete no reaccionó a tiempo y al intentar sofrenar su cabalgadura, ésta, encabritándose lo lanzó al suelo.
La mala fortuna hizo que cayera sobre el agua esparcida que había formado un charco cenagoso, allí quedó atontado por la caída y rezumando barro por cara, manos y vestimenta.
Para mayor agravamiento de lo ocurrido el jinete era Don Simón de Monfort, Conde de Leicester, amigo del Rey de Francia.
Se detuvo la comitiva y se buscó la causa de lo ocurrido.
Johan fue conducido frente al Rey Don Pedro y el maltrecho Don Simón de Monfort.
Al revés de lo que podía creerse el causante del desaguisado, no mostraba síntomas de pesadumbre sino todo lo contrario, encaró su mirada llena de odio y resentimiento a Don Pedro.
El monarca le estudió un rato, pues su rostro le resultaba vagamente familiar. Finalmente su memoria le llevó a la celebración de una boda, apenas un año atrás.
LA BODA
La “esquerrada” había terminado, el Rey Don Pedro había ganado como siempre.
Era un baile estúpido inventado por un juglar para un Conde triste y manco del brazo derecho, con ello se compensaba cambiando de pareja con el brazo izquierdo hasta quedar sólo el vencedor.
Don Pedro en su fuero interno se reía de las contorsiones que sus cortesanos hacían para perder y darle la victoria, bien sabían que su favor menguaría si ganaban.
El bufón de la Corte, Rodolfiño, se entremezclaba entre parejas sacando los defectos de cada contendiente. El mortificar y hasta insultar era una prerrogativa de los bufones y este lo aprovechaba dándoles toquecitos con su palo lleno de cascabeles colgantes.
Todos reían para complacer al Soberano, aunque algunos sin ganas, pues a nadie le agrada le critiquen: calvas relucientes, piernas torcidas por las que podía pasar un cerdo con holgura, orejas de soplillo, narices descomunales y otras lindeces que el maldito Rodolfiño ensalzaba con su voz estridente.
Don Pedro se recostó cansado en su trono dorado y maldijo al carpintero que lo había construido, aunque hermoso y bien tallado, los reposabrazos de madera eran duros y el acolchado del asiento tan blando que se hundía en él, quedando con las canillas al aire. Se prometió no pagar al artesano y que le proporcionara otro más cómodo.
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