Beatriz Sarlo - Viajes
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- Libro:Viajes
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
- Índice:4 / 5
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Viajes: resumen, descripción y anotación
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Viajes es la biografía itinerante de una mujer muy joven que tuvo la suerte de encontrar lugares, personas o situaciones extraordinarias, inesperadas, fuera de todo programa. Beatriz Sarlo ha traicionado su promesa de silencio biográfico y ha escrito los lejanos capítulos de una aventura latinoamericana. Los viajes de Sarlo no son los de la intelectual culta en las grandes capitales del mundo, sino el itinerario, ciertamente utópico pero nunca ilusorio, de la joven latinoamericana. Su relato capta la inmediatez de raras experiencias tal como fueron vividas. Sin saber bien por dónde avanzaba ni de quién eran las selvas y los ríos, llegó a una aldea en la Amazonia donde nadie hablaba español. Décadas después supo que había compartido la comida y bebida que le ofrecieron los hospitalarios miembros de una etnia jíbara. Con sus amigos de entonces, recorrió la puna para descubrir santos coloniales en iglesitas jujeñas y atravesó el altiplano de Bolivia en la caja de un camión que corría en la noche helada; bajó a la mina en Oruro; bailó en fiestas patronales y en bautismos. Peregrinó hacia la modernidad de Brasilia, de una capital que ya adoraba antes de conocer. Finalmente, cuarenta años después, hace un último viaje: las Malvinas. Y antes, al principio de todo, estuvieron los viajes de la infancia, el deslumbramiento profundo de los relatos y las costumbres. En Viajes, la autora modula una escritura íntima y portátil sobre las posibilidades de la memoria, el pulso autobiográfico y la recreación palpitante de América Latina.
Beatriz Sarlo
De la Amazonia a las Malvinas
ePub r1.0
Titivillus 07.03.16
Título original: Viajes
Beatriz Sarlo, 2014
Foto de cubierta: Foto cedida por la autora
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
BEATRIZ SARLO. Nació en Buenos Aires en 1942. Enseñó literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado cursos en distintas universidades norteamericanas como Berkeley, Columbia, Minessota, Maryland y Chicago. Fue miembro del Wilson Center en Washington, «Simón Bolívar Professor of Latin American Studies» en la universidad de Cambridge, Inglaterra, y en 2003, miembro del Wissenschaftskolleg de Berlín. Varios de sus libros han sido traducidos en Brasil, Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia. Su primer libro, publicado en 1967, fue un breve estudio sobre la crítica literaria en el siglo XIX. Ha investigado sobre temas de literatura argentina, nacionalismo cultural y vanguardias, cultura urbana y cultura popular. Formó parte del consejo de redacción de la revista Los Libros, hasta su clausura en 1976. Desde 1978 hasta 2008 dirigió la reconocida revista de cultura y política Punto de Vista, un prestigioso ámbito de discusión y difusión intelectual. Brasil la ha condecorado, en 2009, con la Orden del Mérito Cultural.
Subí hasta la iglesia de San Leopoldo. Hacia abajo, se extiende Viena, visible pero brumosa. No sé por qué razón en octubre de 1995, San Leopoldo abría sólo los sábados a la tarde, durante algunas horas. Veinte personas esperábamos afuera, dispersos por la explanada. Todos en silencio. Cuando se abrieron las puertas, la luz atravesaba los vitrales de Kolo Moser, y toda la iglesia tenía una tonalidad acuática, ocre y púrpura. Me senté y recapitulé el trayecto: metro y bus hasta la parada del hospital. Luego, a pie, 500 metros en subida.
La iglesia de San Leopoldo, desde que llegué a Viena, había sido mi obsesión. Faltaban varios días para el sábado y recorrí todos los edificios de Otto Wagner: estaciones de metro, casas de departamentos, pabellones, bancos. Tenía un plano con los edificios modernistas y ese había sido mi único itinerario. Ya los conocía de memoria antes de llegar y entonces los observé como quien regresa, no como quien llega por primera vez. En 1992, un libro, Viena fin de siglo de Carl Schorske, me había convertido en una especie de falsa experta, que simulaba bastante bien un saber sobre la ciudad de las primeras décadas del siglo XX. Todas las mañanas iba a Michaelerplatz. Como si estuviera visitando a Adolf Loos vivo, entraba a la «casa Loos», donde hoy funciona un banco, y que causó escándalo en 1911 cuando se la construía. Me sentaba en un silloncito y fingía ser un cliente que espera su turno mientras lee el diario o escribe en su libreta. Años después, repetí esa visita al banco con dos amigos; y con ellos también entré a la Caja de Ahorros, imponente y magnífica, de Otto Wagner.
Simulaba una familiaridad tan convincente que la dueña de la pensión donde vivía me preguntó si todos los argentinos conocían Viena con ese detalle. El caso puede anotarse como extrema devoción o, si se quiere, enfermedad cosmopolita.
Sin embargo, después de cuatro o cinco días, mi primer viaje no se había completado porque me faltaba San Leopoldo, la iglesia en el Steinhof. En una ficha de cartón llevaba escrito el comienzo de un ensayo de Cacciari:
«Dos caminos simétricos, en las laderas de la floresta vienesa, dan acceso a la iglesia de San Leopoldo. La iglesia de Wagner, coronando el complejo del hospital para enfermos mentales de la ciudad de Viena, surge del tupido bosque con su refulgente cúpula de cobre dorado. Nadie podría decir lo que esta obra anticipa, al igual que sería difícil afirmar lo que expresa».
O sea que esa tarde de sábado, siguiendo a Cacciari, yo quedé absorta frente a una obra que pedía justamente no ser interpretada. Dispuesta a llevar esta experiencia hasta donde fuera posible, casi no escuché al guía que describió la iglesia y, sobre todo, los vitrales de Kolo Moser. No intenté defenderme del impacto sino obedecerlo: obedecer la fuerza simétrica de la arquitectura, la geometría del estilo Wagner. Miré todo con la atención de quien sabe que está construyendo su recuerdo de San Leopoldo para siempre. Hoy compruebo, desengañada, que ese recuerdo son las fotografías y no aquellas primeras imágenes, demasiado fuertes, de la severa geometría de Wagner, que se niega a la cercanía cortés del art déco. Mármol blanco sostenido por clavos de cobre y, sobre esos muros de perfecta lejanía, la cúpula dorada.
Cuando terminó la visita, nos informaron que, en pocos minutos, la iglesia iba a cerrar sus puertas, hasta el próximo sábado, cuando yo no estaría en Viena. Un acontecimiento único en mi vida se cumplía para siempre: se terminaba. Me quedé afuera, caminando alrededor de la iglesia, con la cabeza levantada para no perder la cúpula que se cubría lentamente con una película que anunciaba la puesta del sol. No me di cuenta de que estaba sola frente a San Leopoldo. Anochecía. Comencé a bajar hacia la salida. La tarde estaba como suspendida, sin viento, sin sonidos.
De pronto, escuché unos pasos, al mismo ritmo que los míos. Suelas de madera sobre el pavimento. Me acompañaban y yo no me di vuelta. Estábamos a mitad de camino entre la iglesia y la calle. No me apuré, el otro que me seguía, tampoco. Así íbamos, separados por dos o tres metros, hasta que sentí una mano que me tomó del hombro desde atrás. Seguimos caminando. En ese momento recordé que San Leopoldo es la iglesia de un hospital psiquiátrico. Al darme vuelta vi a un hombre con un delantal azul, casi hasta el piso, y un pañuelo en la cabeza. Cuando giré, su mano abandonó mi hombro. No nos saludamos. El hombre tomó por un camino lateral. Electrizada por ese contacto, llegué casi corriendo a las rejas y salí a la calle.
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