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Beatriz Sarlo - La intimidad pública

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Beatriz Sarlo La intimidad pública

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Beatriz Sarlo nació en Buenos Aires en 1942 Enseñó literatura argentina en la - photo 1

Beatriz Sarlo nació en Buenos Aires en 1942. Enseñó literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado cursos en distintas universidades norteamericanas como Berkeley, Columbia, Minessota, Maryland y Chicago. Fue miembro del Wilson Center en Washington, «Simón Bolívar Professor of Latin American Studies» en la universidad de Cambridge, Inglaterra, y en 2003, miembro del Wissenschaftskolleg de Berlín. Varios de sus libros han sido traducidos en Brasil, Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia. Su primer libro, publicado en 1967, fue un breve estudio sobre la crítica literaria en el siglo XIX. Ha investigado sobre temas de literatura argentina, nacionalismo cultural y vanguardias, cultura urbana y cultura popular. Formó parte del consejo de redacción de la revista Los Libros, hasta su clausura en 1976. Desde 1978 hasta 2008 dirigió la reconocida revista de cultura y política Punto de Vista, un prestigioso ámbito de discusión y difusión intelectual. Brasil la ha condecorado, en 2009, con la Orden del Mérito Cultural.

HISTORIA PERSONAL DE LECTURAS

La lectura de revistas donde me entero de los escándalos entre «famosos» y de las delicias de la maternidad que los bendice dura cuarenta minutos, de tapa a contratapa. Si me detengo a analizar alguna novedad, la duración se extiende. Pero no son notas que exijan una concentración excesiva ni muchas destrezas. Es suficiente que, en el circuito que forman los medios escritos, los audiovisuales y las redes, los protagonistas se repitan. Pueblan el espacio donde transcurren las peripecias inventadas o reveladas por los cronistas del show, expertos en el diagnóstico de popularidad y en proteger a sus lectores de las complicaciones innecesarias. Leer no describe siempre la misma actividad ni la misma destreza, velocidad o preparación: «En una sociedad que utiliza instrumentos de la cultura escrita, coexisten varios alfabetismos». Una masa enorme de investigación ha puesto en claro que no existe una sola lectura, sino posibilidades de leer de un modo u otro. Y que la cultura decide sobre la permanencia o el abandono de un texto.

¿Cuánto deciden las tecnologías de escritura y lectura? Alrededor de esta pregunta simple, hemos girado las últimas décadas. Podría simplificarse: ¿cuánto se pierde y cuánto se gana? Es evidente cuánto se gana: los textos que no tengo a mano en mis estantes, los encuentro generalmente en alguna página web. No es evidente cuánto se pierde, desde el momento mismo en que tratamos de leer un libro de trescientas páginas en pantalla. Primera objeción: hay libros que no fueron escritos para ser leídos en pantalla. Por lo tanto, la pregunta es vacía, porque leer un libro de esa extensión en pantalla es como usar un helicóptero para ir hasta el mercadito de la otra cuadra. Son los lectores quienes deben «adaptar» ese libro para leerlo en sus Kindle. A ese trabajo de adecuación estamos obligados mientras coexistan las viejas formas que dieron nacimiento a la tecnología del libro y las nuevas formas que lo trasladan a un medio electrónico que nació varios siglos después. Seguramente, muchos dirán que es mejor leer a Thomas Mann o a Joyce con el apoyo de las decenas de referencias y diccionarios que nos acompañan si los leemos en pantalla. Un tradicionalista responderá que esos libros no fueron escritos para leerlos con el auxilio inmediato y la inmediata interrupción de un Cerebro Mágico que solucione, en el instante, las dudas, las hipótesis, y cierre todo el sistema de obstáculos y presuposiciones que son también la riqueza de una lectura, porque vienen de la memoria y dejan que la ignorancia haga su trabajo lento.

No recuerdo cómo fue avanzando y cambiando mi lectura en pantalla. Probablemente no puedo recordarlo con precisión porque hubo fragmentos de una infinidad de libros ya leídos sobre papel o búsquedas en nuevos libros que desconocía, pero sobre los que sospechaba que tenían algo que podía interesarme; hubo archivos, páginas web, blogs, y así hasta hoy. Lo primero que leí en pantalla, desde la web y no desde archivos adjuntos que me enviaban amigos o conocidos, fueron datos, que buscaba en el campo, hoy muy poblado, de diccionarios, ficheros, catálogos, mapas, cronologías, fotos y, más tarde, la siempre salvadora Wikipedia. Pero el verano pasado decidí que iba a leer una novela en pantalla: Salammbô de Gustave Flaubert. Quise encarar un experimento difícil: leer al aristócrata del estilo perfecto en la cárcel gráfica de Kindle.

Como a cualquier lector acostumbrado a avanzar y retroceder las veces que se le ocurra, la experiencia es enervante o sencillamente inútil. No puedo leer a Flaubert sin tener la posibilidad de volver a lo leído; no puedo leerlo sin cotejar una página con otra que está diez más atrás o veinte por delante. Cualquiera que lea en Kindle sabe que esto es posible, pero que el trabajo de ir y venir es mucho más engorroso que si tuviera un libro impreso sobre papel en las manos. Sé perfectamente que, en el dispositivo, puedo señalar, marcar con diferentes colores y pasar texto a tarjetas. Pero estas operaciones son más complicadas que el simple acto de dar vuelta las hojas de papel para buscar lo que se señaló en los márgenes. Esto le sucede a un lector que vuelve hacia atrás. Y a ese lector debiera avisársele que Kindle no es la forma más amigable para seguir su capricho de lectura. Abandoné Salammbô, porque Flaubert no había escrito su exótica novela para que fuera usada del modo determinado por la nueva tecnología. Aunque es una novela de amor y guerra, no está para ser leída con un monocorde movimiento hacia adelante, como si se tratara de un folletín de historia y ficción, de los que hoy están de moda.

Es cierto que pude ejercer mi libertad de abandonar la versión Kindle porque sabía que en mi biblioteca estaba la versión impresa. Si Salammbô hubiera sido un libro inconseguible, seguramente habría aceptado todos los inconvenientes. Pero lo que la tecnología no logró con Salammbô es «reinventarlo», como suelen decir los entusiastas de un futuro iluminado. A veces padezco accesos de optimismo tecnocrático y, pese a Flaubert, me digo que estoy mejor así, saltando de un libro a otro, sin preocuparme de las condiciones de lectura.

La poesía sufre menos que las novelas. La longitud de cada pieza suele ser reducida. En muchísimos casos alcanza con una sola pantalla, sin necesidad de desplazarse a la siguiente. Hace poco tiempo, leí «Los doce» de Alexander Blok en una de sus versiones de la web. En ese caso, el problema no fue el formato digital, sino uno más antiguo, que los traductores automáticos no solucionan. Para Blok no me faltaba la página impresa sino tener alguna idea de cómo era en ruso. Tal cosa, no podía buscarla en ninguna parte. El límite era mi desconocimiento completo de las formas gráficas y sonoras originales. Los diccionarios de la web no podían desvanecer ese obstáculo.

Así como hace un siglo se aprendía a usar un teléfono y, antes, a conducir un auto o una bicicleta, ¿cuánto debemos aprender para usar la nueva tecnología en cada una de sus etapas? La primera computadora que usé no tenía Windows como sistema operativo. Se encendía, titilaba un guion anaranjado sobre la pantalla gris y desde allí debía llamarse al genio encerrado en algún lugar real o virtual al que se accedía tipeando c:\. Esa computadora estaba en un instituto de investigación alrededor de 1986. Habíamos aprendido a usarla un ingeniero, una secretaria que con sabiduría laboral intuyó que rápidamente se quedaría sin trabajo si no se convertía en una experta tipeadora de WordPerfect, y yo, siempre atraída por la tecnología, como si estuviera bajo la remota influencia de Roberto Arlt. Escribíamos nuestras cosas y, muchas tardes, esos textos o planillas desaparecían. En ese momento, desesperados y sumisos, llamábamos a un técnico a quien le explicábamos todo con las mismas palabras repetidas: «La computadora me tragó el archivo». Eso durante meses, mientras nuestros compañeros nos miraban como si estuviéramos contaminados por un virus que se alimentaba con nuestros trabajos. Ellos seguían tipeando en la Olivetti.

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