Beatriz Esteban - Seré frágil
Aquí puedes leer online Beatriz Esteban - Seré frágil texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2015, Editor: ePubLibre, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:
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- Libro:Seré frágil
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
- Índice:4 / 5
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Seré frágil: resumen, descripción y anotación
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Me llevaría otra novela entera dar las gracias a todas las personas que se lo merecen, así que perdonad si esta vez soy breve. Ya sabéis que, por mucho que ahora lo deje por escrito, no voy a dejar de daros las gracias, día tras día, por todo lo que me habéis dado.
No hay nadie que merezca más un «gracias» que mi madre, Beatriz. Y, a la vez, no hay nadie a quien esa palabra se le quede más corta. Gracias a ella estoy donde estoy y soy lo que soy. Me enseñó que ser valiente a veces significa pedir ayuda. Que era humano llorar y sentir, y necesitar a otras personas. Me enseñó a vivir otra vez. Gracias por nuestras citas, por acariciarme las noches que no podía dormir cuando tenía cinco años (y también cuando tuve dieciocho), por ser paciente conmigo y darme razones para no rendirme. Gracias por creer en mí, mamá. Gracias por salvarme.
Gracias también a mi familia, a mi padre Enrique y a mi hermana Patricia, porque cuando estamos juntos me siento en casa. Segura. Gracias por cuidarme y quererme tanto. Y Patri, perdóname por ser una hermana mayor tan pesada. Quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti.
Gracias a Sevi, otra vez, aunque me escuchará decirlo mil veces más. Si sigo aquí es por él, si creo en mí es por él, si esta novela se ha escrito es por él. Gracias por ser mi «musa», por soportar mis mensajes aleatorios esperando que me inspires, por permitirme inmortalizar nuestra historia, por haberte vuelto mi diario, mi voz, mi apoyo. Gracias por enseñarme a ser gris.
Gracias a don Jorge y a Chus por haber creído en esta novela antes incluso de que yo lo hiciera. A José Pedro por seguir creyendo, y a mis editoras Isabel y Lucía, por haberlo hecho todo posible.
Gracias a Celia por ser la amiga que no se ha ido (y no se irá). Gracias a Sara, a María y a Alejandra por su incansable fe en mí; no os imagináis todo el apoyo que me habéis dado. Gracias a Irene, a Javi y a Adriana, mi segunda familia. Gracias a Silvia por todo lo que me has enseñado y por ser tan buena amiga. Gracias a Ana por las bandas sonoras, los pequeños detalles y, sobre todo, por todo lo que no necesitamos decirnos. Gracias a Laura porque nos hemos visto cambiar y volver a vivir (fuimos frágiles, pero somos fuertes). A Lucía por toda la valentía que ha demostrado y el honor que es poder llamarla amiga. Gracias también a Esther, Ainhoa, Alba, Laura, Aitana, María, Sole, Aída, Amparo, Elena, Carmina y esas cincuenta personas que me ayudaron tanto en su día, permitiéndome estar aquí hoy. Y, cómo no, muchísimas gracias a Vicen, porque sus enseñanzas se me quedarán guardadas para siempre.
También gracias a Cristina, sin la que no sé quién sería hoy. No quiero saberlo.
Gracias, mil gracias, a Araceli, por esas conversaciones que me hacen pensar, por abrirme tanto los ojos, por ayudarme a mejorar —en muchas más cosas de las que cree—, por haberme enseñado tanto. También a Adriana (Puc, siempre serás Puc) por toda su ilusión y su apoyo, por todas esas ganas de viajar y vivir que me ha dado.
Por sus ánimos y por ser tan geniales, doy las gracias a todas las personas que leyeron ese primer borrador, hace ya más de dos años. Tengo guardados cada uno de vuestros mensajes. Y a muchos he de deciros: gracias por salvaros.
También gracias a todas las personas que lo leerán, a todas las que están haciendo esto posible. La próxima vez que entre en una librería, ya no susurraré «algún día». Después de tantos años con este sueño, tengo la sensación de que «gracias» es una palabra muy pequeña para todo lo que siento.
Y, por último, aunque siempre vaya primero, gracias al que siempre ha estado conmigo por dejarme tocar tantos corazones. Gracias por llegar al mío.
Gracias por tanto.
Caminaba hacia el hospital como un condenado camina hacia la horca.
La mirada perdida en el suelo, los puños cerrados a ambos costados del cuerpo, los labios secos y los ojos cansados de tanto llorar. Cada paso le asustaba. Cada persona con la que se cruzaba le parecía una sombra, una amenaza más. Los gritos en su cabeza le pedían escapar, pero no podía.
Sus padres la acompañaban, uno a cada lado de ella, como los guardias guían al condenado hasta el patíbulo. En silencio, porque sabían que cualquier conversación en aquellos momentos podía resultar incómoda. Era más fácil callar como si no hubiera pasado nada. Tampoco sabían qué decirle. Ellos también tenían miedo.
Había tenido unas semanas para mentalizarse, pero aún guardaba la esperanza de que jamás llegara aquel día, que nada hubiera pasado, que todo siguiera como antes, que dejaran que se desvaneciese en silencio. Que se destruyera, como Sofía quería. Ya no le importaba nada más.
Una parte de ella se había rendido. La otra se odiaba por pensar aquello.
Se sentía en otro mundo, como si viviera aquel momento en tercera persona. Como si ella fuese el espectador que observa con total apatía lo que sucede en el escenario.
El recuerdo de Sofía volvió a atravesar su mente. Apretó más las manos. Se cruzó de brazos, con furia. Notaba las costillas bajo su piel. Sentía que en cualquier momento podía romperse, pero a pesar de ello sabía que para su «amiga» ese hecho no bastaba.
El ascensor los dejó en la séptima planta. Las puertas metálicas se abrieron ante ellos mostrando un amplio pasillo de suelos pulcros y paredes de mármol blanco. Solamente había un banco para sentarse, una puerta cerrada y un cartel sobre ella, que decía: HOSPITAL DE DÍA. TRASTORNOS DE LA CONDUCTA ALIMENTARIA.
No le sirvió de nada ver por escrito las palabras que sus padres habían estado evitando durante semanas. Ella seguía sin creérselo y esperaba que todo hubiera sido un error.
Se sentó junto a sus padres, cruzándose de piernas. Bajó la mirada hacia sus muslos, cubiertos por unos pantalones oscuros, reprimiendo el impulso de rodearlos con los dedos y agarrar la piel. Miró a ambos lados del pasillo con nerviosismo y empezó a acariciarse el pelo para distraerse. Un par de tirones bastaron para que se le cayeran unos mechones, débiles. Como ella se sentía.
En ese momento apareció por la puerta una enfermera vestida de blanco de pies a cabeza. Llevaba unas gafas de montura rosa y el pelo a la altura de los hombros, como ella, aunque el de la enfermera era rubio cenizo. Dirigió la mirada a las únicas personas que se encontraban en aquella planta.
—¿Sara Soler? —preguntó, y la chica asintió—. Pasad. La doctora Torres os espera en su consulta.
La joven se puso en pie sin desviar la mirada del suelo. No quería tener que verse cara a cara con la realidad, aunque en el fondo sabía que ya no había nada que hacer.
Dejó que sus padres la condujeran al pequeño y frío despacho de la psiquiatra. Tanto los muebles como las paredes eran de un color tan blanco que dañaba la vista. No lo decoraban cuadros, ni plantas, ni siquiera cortinas; solamente un corcho con papeles desordenados pinchados en él. Sentada frente a la mesa, mirando la pantalla del ordenador, estaba una mujer menuda con el ceño y los labios fruncidos. Se quitó las gafas cuando la familia entró, y forzó una ligera sonrisa.
—Señores Soler, Sara —saludó—. Sentaos, por favor. —Señaló con la palma de la mano los tres asientos que tenía ante ella.
Sara se dirigió al del centro, sintiéndose prisionera. Al sentarse se dio cuenta de que las piernas le temblaban, y de que, debido a la fuerza con la que había apretado los puños, ahora tenía la marca de las uñas sobre la piel. Le recordó a lo que Sofía había escrito. En realidad, todo le recordaba a Sofía; desde el odio que sentía hasta el tamaño de su muñeca. Desde la dura mirada de la doctora al frío mármol del hospital. Imaginó a Sofía observándola tras la tormenta que se veía a través de la ventana, riéndose. Todo aquello era por su culpa.
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