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Alonso Beatriz - Perdida En El Viento

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Alonso Beatriz Perdida En El Viento

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PERDIDA EN EL VIENTO

Beatriz Alonso

Copyright © 2014 Beatriz Alonso

All rights reserved.

ISBN: 1497495164

ISBN-13: 9781497495166

a Pedro y viti, CON AMOR.

Perdida en el viento

Índice:

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Epílogo

Quiero agradecer profundamente el acertado asesoramiento de mi editora y amiga, Arancha Villanueva Fanjul, sin cuya dedicación y conocimientos, esta obra jamás habría visto la luz.

Y a mi gran amiga y diseñadora gráfica, Celia Arenas, que ha compartido un pedacito de su inmenso talento conmigo.

A ambas os debo mucho.

Juan, gracias por acompañarme en esta travesía.

Capítulo I

Amparada por el silencio de la noche invernal, Sue LePard recorría con presteza las serpenteantes y estrechas callejuelas del pueblo y exhaló un suspiro de alivio cuando divisó los barcos atracados en el puerto, irguiendo hacia el cielo exento de estrellas, los oscuros mástiles y las velas recogidas, dándoles apariencia de fantasmas encadenados entre la espesa bruma que invadía el paisaje nocturno. Se acercaba a su meta y los nervios la mantenían tensa como las cuerdas de un violín.

— Ya falta poco — murmuró espoleada por la urgencia de llegar a su destino. —Si al menos este endemoniado frío no me traspasara el cuerpo…—. Tenía las manos entumecidas, los pies helados y apenas notaba la punta de la nariz. — “La muerte por congelación debe ser terrible” —. Pensó con cierta ironía.

Tiritó mientras se subía los cuellos del desgastado abrigo que la buena de Fanny, la doncella que había sustituido a su madre en cariño y atención cuando ella apenas era una mocosa, le había proporcionado unas horas antes con gesto de desaprobación. La prenda desprendía un olor extraño, con toda probabilidad pertenecía a uno de los lacayos que a aquellas horas intempestivas dormirían a pierna suelta en LePard House, la enorme y fría construcción en la que nunca había sido feliz y que distaba mucho de considerar un verdadero hogar. Había pasado la mayor parte de su infancia entre las paredes de su habitación y los jardines posteriores, que se abrían sin muros hacia los campos de cultivo, separando la gran casa de la factoría textil, en cuyo portalón de entrada se exhibía un rótulo rústico y descolorido con el apellido “LePard”. En sus furtivas escapadas daba rienda suelta a su imaginación, lejos de las miradas acusadoras y despectivas que recibía por parte de su inaccesible padre.

Los campesinos y trabajadores de la pequeña fábrica de telas la recibían siempre con una sonrisa o una manzana, trocitos de paño sobrante con los que elaboraba coquetos vestidos para sus muñecas o cualquier otra fruslería sin importancia, como cuerdas de cáñamo trenzadas que usaba como diademas o algún tosco animal tallado en madera, muy distinto a las delicadas piezas de porcelana que se exhibían en el salón principal de la mansión, a las que le estaba vetado acercarse y cuya simple visión, hacía las delicias de la pequeña, solitaria y extraña niña por la que todos sentían cierta compasión. Su madre había muerto cuando ella tenía cuatro años y los recuerdos del rostro amable y amoroso de la mujer se difuminaban en su memoria, relegándola a un olvido involuntario contra el que era inútil luchar. La añoraba con intensidad y estaba segura de que su vida habría sido totalmente distinta si ella siguiese a su lado.

Fanny, siempre diligente y protectora, le había suministrado todo lo necesario visiblemente contrariada y al borde de la insumisión: un pantalón de lana gruesa, el blusón de tosca tela que difería mucho de las finas prendas que solía lucir, y un sombrero de ala ancha, amplia y demasiado grande, que cubría su abundante y lustrosa mata de pelo negro, además de las botas de caña alta que le protegían las pantorrillas. Tras ataviarse con su nueva vestimenta, se miró fugazmente en el espejo del tocador y éste le devolvió una expresión de férrea determinación que a ella misma sorprendió. Aquella desconocida la retaba desde el otro lado: —“¿Serás capaz?”—. Y sin titubear chasqueó la lengua como respuesta al desafío. No permanecería ni un segundo más en aquella elegante prisión.

Ahuyentó el pánico que sentía y abrazó a la amorosa doncella, que desolada, intentaba persuadir a Sue de sus irracionales intenciones enumerándole un rosario de terribles peligros a los que se vería expuesta, pero tras varias minutos de insistir en vano, la criada comprendió resignada que su joven ama se marcharía desoyendo cualquier argumento que ella pudiera esgrimir. La fuga era la única salvación posible para evitar el desastre que se avecinaba en la vida de la muchacha.

Sue hizo una breve parada y descansó unos minutos, le pesaba el fardo atado con prisas, que contenía sus únicas posesiones: un mísero tesoro en monedas, ahorrado de su exigua asignación durante años en previsión de inesperadas urgencias, algunas camisas limpias, ropa interior y una cajita de cedro tallada, pequeña y redonda cuya tapa exhibía una miniatura delicada y de gran belleza con el rostro de la madre a la que apenas recordaba.

Quiso llevar aquel recuerdo, para mirar la imagen que tantas veces había contemplado cuando se sentía sola y desamparada. En un bolsillo interior del abrigo, ocultó un pequeño cuchillo que había sustraído de la cocina, llevó sus dedos hasta el frío acero y su contacto la hizo estremecer impulsándola a seguir caminando.

Apresurando la marcha, recordó con claridad el rostro furibundo y congestionado por el exceso de brandy de su progenitor, la noche anterior, ante su impulsiva rebelión. Siempre sumisa, obediente y recatada, educada por institutrices rígidas e inamovibles en sus preceptos, siguiendo los principios morales más estrictos, aún mantenía un vestigio de rebeldía contenida, y Sue se irguió ante él negándose rotundamente por primera vez en su vida a obedecer. Abierta la compuerta de la rebelión, ya no planeaba cerrarla. Aceleró más el paso mientras la conversación retornaba con crudeza a su memoria.

—Padre, tal despropósito me hace muy infeliz; sin duda, ignorar mis sentimientos forma parte de su estudiado plan, pero en ésta ocasión debo negarme a aceptarlo. Espero disculpe mi descortesía como yo disculpo su falta de consideración hacia mi persona — dijo secamente, cuando John LePard le comunicó con fría indiferencia que, pasados veintitrés días contraería matrimonio con el Señor Liam Roberts, vecino del lugar y prominente personalidad en la sociedad local, a pesar de carecer de la más mínima decencia, hecho constatado por la propia Sue no hacía muchos días, e ignorado con deliberación por la mayoría de las personas que trataban con dicho personaje.

—No acepto que me trate como una propiedad más y me trans fiera sin miramientos.

Apretaba las manos contra su regazo para evitar que el temblor de éstas fuera perceptible para el anciano, que vuelto de espaldas a la chimenea del gran salón, la miraba con incredulidad. De todos era conocido su talante malhumorado y su arrogante prepotencia, sus arrebatos de ira y la indiferente necedad con la que trataba a sus empleados. El anciano abrió los ojos de par en par sin poder dar crédito a lo que escuchaba.

—Todo está decidido, harás lo que se te ordena. Te casarás con el Señor Roberts, su considerable posición favorecerá nuestra delicada situación económica, ese es mi deseo, la gente comienza a murmurar y es inadmisible que seamos objeto de chismes y burdas habladurías. ¡Haré que esos estúpidos difamadores se traguen todas las patrañas que murmuran a mis espaldas! Simplemente se trata de una situación, digamos… “delicada”, que se solventará en cuanto Roberts entre a formar parte de la familia y de nuestros círculos sociales.

— ¿Acaso es lo único que te importa? ¿Nuestra posición?, ¡lo que digan la malas lenguas me trae sin cuidado! — replicó indignada. — Todo el condado sabe que estamos arruinados. Esos a los que llamas difamadores son nuestros acreedores, es una terrible realidad, sin duda, pero debemos mantener la calma y nuestra dignidad, padre, ¡no prestemos oídos a rumores maliciosos! y lograremos salir airosos de esta situación si hacemos un esfuerzo y economizamos, estoy convencida de que aún podemos hallar una solución. ¡No puedo casarme con un hombre al que no amo!

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