Bill Bryson - ¡Menuda América!
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- Libro:¡Menuda América!
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1989
- Índice:4 / 5
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¡Menuda América!: resumen, descripción y anotación
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A mi padre
Quiero dar las gracias a las siguientes personas por su apoyo y ayuda durante la preparación de este libro: Hal y Lucia Horning, Robert y Rita Schmidt, Stan y Nancy Kluender, Mike y Sherry Bryson, Peter Dunn, Cynthia Mitchell, Nick Tosches, Paul Kingsbury y, por encima de todos, a mi madre Mary Bryson, cuya calma fue mi mejor base en Des Moines.
Mi pueblo es Des Moines. Algún habitante había de tener.
Cuando uno es de Des Moines, acepta bien el hecho sin más, se casa con una chica llamada Bobbi, obtiene un empleo en la fábrica Firestone y vive allí por siempre jamás, se pasa la adolescencia quejándose sin tasa de vivir en semejante agujero y no para de hablar de sus prisas por abandonarlo, y luego se casa con una chica llamada Bobbi, obtiene un empleo en la fábrica Firestone y vive allí por siempre jamás.
Casi nadie se va. Y ocurre así porque Des Moines es el hipnótico más poderoso que conozca nadie. En las afueras hay un gran rótulo que dice BIENVENIDO A DES MOINES, ASÍ ES LA MUERTE. Es broma. Acabo de inventármelo. Pero el lugar tiene gancho. Gentes que no están relacionadas con Des Moines dejan ahí la autopista para repostar o comprarse unas hamburguesas y se quedan para siempre. A una pareja de New Jersey que vive cerca de la casa de mis padres calle arriba suele vérsela deambulando a veces con aire algo ido pero extrañamente sereno. Todo el mundo en Des Moines parece extrañamente sereno.
La única persona nada serena en Des Moines, que yo sepa, era Mr. Piper, un idiota de encendidos carrillos y sonrisa plastificada, siempre borracho y, al volante de su coche, enemigo declarado de los postes del teléfono. Dondequiera que fuese uno daba con postes de teléfono y señales viarias peligrosamente inclinados en testimonio de las gracias de Mr. Piper conduciendo; gracias que prodigaba por toda la parte oeste de la ciudad igual que los perros marcan cada árbol que se les pone a tiro. Mr. Piper era lo más parecido a Pedro Picapiedra, pero con menos encanto. Era un fanático republicano —nixoniano además—, y parecía entender que la misión de su vida no era sino ofender a ultranza. Su pasatiempo favorito, aparte de emborracharse y estrellar su coche, era insultar a sus vecinos, a nosotros en particular porque éramos demócratas, aunque no hacía ascos a los republicanos si no nos tenía a mano.
El caso es que crecí y me trasladé a Inglaterra, lo cual irritó a Mr. Piper sin medida. Era peor que votar demócrata. Así, cada vez que volvía a casa, Mr. Piper me abordaba sin clemencia. «No sé qué haces ahí con todos esos Limeys», espetaba todo provocador. «No son limpios».
—Mr. Piper, no sabe usted lo que dice —respondía yo indefectiblemente en mi mejor acento inglés—. Es usted un cretino.
Uno podía dirigirse así a Mr. Piper porque 1) era un cretino y 2) jamás prestaba atención a lo que se le decía.
—Bobbi y yo fuimos a Londres hace dos años y la habitación de nuestro hotel no tenía ni cuarto de baño siquiera —proseguía Mr. Piper—. Si uno tenía una necesidad en mitad de la noche había de recorrer casi una milla pasillo abajo. No es forma decente de vivir.
—Mr. Piper, los ingleses son ejemplo vivo de limpieza. Bien sabido es que su consumo de jabón por cabeza es el más alto de Europa.
Mr. Piper acogía mi aserto con un despectivo bufido.
—Esto no significa nada, muchacho… más limpios que un hatajo de Krauts alemanes y petimetres latinos… ¡Dios, hasta un perro lo es! Y te diré algo más: si su papá no le hubiera comprado Illinois, John F. Kennedy jamás hubiera sido elegido presidente.
Yo conocía a Mr. Piper lo bastante bien como para no ser sorprendido por este abrupto cambio de rumbo. El robo de la elección presidencial de 1960 era una de sus más inveteradas quejas, que traía a colación sin falta cada diez o doce minutos de conversación, al margen del tema inicial. En 1963, durante el funeral de Kennedy, alguien del Waveland Tap le dio un buen sopapo en la nariz por esa misma observación. Mr. Piper se puso tan furioso que salió al punto del local y estrelló su coche contra un poste de teléfonos. Mr. Piper ha muerto ya, una de las cosas para la que Des Moines prepara a todos sin hacer distingos.
En mi juventud solía pensar que lo mejor de ser de Des Moines era el no serlo de ningún otro lugar de Iowa, frente a los cuales Des Moines era una Meca de cosmopolitismo, un dinámico centro de riqueza y educación donde las gentes gastan traje de tres piezas y calcetines oscuros, a menudo simultáneamente. Con ocasión del torneo anual de baloncesto interescolar del Estado, cuando los paletos rurales inundaban la ciudad durante una semana, solíamos abordarlos vilmente en las afueras con el declarado propósito de enseñarles a usar una escalera mecánica o salvar una puerta giratoria. No siempre era ocioso.
Cuando mi amigo Stan tenía unos dieciséis años hubo de pasar unos días en casa de su primo en un polvoriento y remoto villorrio llamado Dog Water o Dunceville u otro igual de improbable, uno de esos lugarejos, en fin, donde la muerte de un perro atropellado por un camión convoca a una ingente multitud de mirones. Hacia la segunda semana, y delirante ya de aburrimiento, Stan insistió en ir con su primo a la principal ciudad del condado, Hooterville, distante unos setenta y cinco kilómetros, en busca de algo que hacer. Fueron a una bolera de pistas alabeadas y bolas con viruelas, se regalaron con un sorbete de chocolate y devoraron una revista Playboy en una cafetería. De vuelta a casa, el primo dejó ir un hondo suspiro de inmensa satisfacción antes de exclamar: «Vaya, Stan, muchas gracias. ¡Ha sido el mejor rato que he pasado en toda mi vida!». Y era verdad.
Une vez hube de ir a Minneapolis y decidí hacerlo por una carretera secundaria por admirar el paisaje. Pero no había nada que ver. Todo es llano y caluroso. Campos y más campos. Maíz, soja y cerdos. Una granja surge aquí y allá o aparece un silencioso villorrio donde la presencia más vital la ponen las moscas. Me acuerdo de un tramo muy largo y sofocante al final del cual creí vislumbrar un punto marrón al borde de la carretera. Al aproximarme distinguí a un hombre sentado en una caja de madera, a la puerta de su desvencijada casa. No serían más de seis las que componían aquella población de nombre Spigot, Urinal o lindeza semejante. El hombre me observó con inusitado interés. Reparó en mi fugaz presencia y por el retrovisor pude ver que seguía con la mirada prendida en mí hasta que una revuelta del camino se me engulló del todo. El lance no podía haber durado más de cinco minutos. Pues bien, no me sorprendería que aún hoy pensara en mí de vez en cuando.
Se tocaba con una gorrilla de béisbol. Es fácil distinguir a un hombre de Iowa porque, indefectiblemente, gasta gorra de béisbol con anuncio de John Deere o de una compañía de piensos y porque su pescuezo aparece surcado de profundas arrugas de tanto conducir su tractor John Deere de acá para allá en el campo, bajo un sol implacable. (Tampoco mejora con ello su mente, la verdad sea dicha). Otro rasgo característico es la ridícula imagen que ofrece cuando se quita la camisa, porque si su cuello y sus brazos son puro chocolate de oscuros, su torso es tan blanco como la panza de una cerda. En Iowa se dice moreno de agricultor y es, creo, toque de distinción.
Las mujeres de Iowa son, casi sin excepción, prodigiosamente gordas. Se las ve en el Merle Hay Malí de Des Moines cada sábado, sudorosas y rebosantes en shorts y tops, algo así como elefantes con ropa de niño, gritando incansablemente a sus retoños y vociferando nombres como Dwayne y Shauna. Jack Kerouac, imaginaos, las tenía por las más bonitas del país, pero no creo que las hubiera visto jamás en Merle Hay Malí en sábado. Eso sí, y es algo muy, pero que muy extraño, las quinceañeras hijas de esas inefables gordas son siempre deliciosas, frescas, redonditas y bienolientes como una cesta de fruta. No sé qué les pasa luego, pero debe de ser horrible casarse con una monada así sabiendo que hay en ella una bomba retardada que, en fecha imprevista, la convertirá en algo inflado y grotesco, presumiblemente de golpe y sin mediar aviso, como una de esas balsas salvavidas que estallan en toda su orondez cuando se les quita el seguro.
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