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Bill Bryson - Aventuras y desventuras del Chico Centella

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Bill Bryson Aventuras y desventuras del Chico Centella
  • Libro:
    Aventuras y desventuras del Chico Centella
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
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Aventuras y desventuras del Chico Centella: resumen, descripción y anotación

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Hacia finales de la década de los cincuenta, las Fuerzas Aéreas canadienses pusieron en circulación un librito sobre el entrenamiento isométrico, una forma de ejercicio que despertó en mi padre un breve pero intenso entusiasmo. Los ejercicios isométricos consisten en utilizar un objeto inamovible cualquiera, como una pared o un árbol, para hacer toda la fuerza posible contra él en diversas posturas y tonificar y fortalecer así distintos grupos de músculos. Puesto que todo el mundo tiene a su disposición árboles o paredes, no hace falta un gran dispendio en material deportivo, y supongo que fue eso lo que atrajo a mi padre.

Lo que resultaba incómodo en el caso de mi padre era que hacía sus ejercicios isométricos en los aviones. Cada vez que volaba se acercaba, antes o después, a la zona de tripulación o al espacio que hay frente a la salida de emergencia y, adoptando la posición de alguien dispuesto a desplazar maquinaria pesada, empujaba la pared exterior del aparato con la espalda o los hombros, permitiéndose de vez en cuando alguna pausa antes de reanudar sus esfuerzos entre quedos y resueltos gruñidos.

Por fuerza, aquello tenía que llamar la atención: al fin y al cabo, y por muy inverosímil que pudiera resultar, daba toda la impresión de que intentaba abrir a empujones un boquete en el costado del avión. Los ejecutivos de los asientos cercanos le observaban por encima de la montura de sus gafas. Antes o después, una azafata asomaba la cabeza y se le quedaba mirando también, pero con cierta precaución, como si acabase de recordar un aspecto en concreto de su formación que hasta entonces no hubiese tenido oportunidad de poner en práctica.

Al comprobar que lo observaban, mi padre se incorporaba, sonreía amigablemente y empezaba a describir a grandes rasgos los principios subyacentes al ejercicio isométrico. A continuación, procedía a ofrecer una demostración a un público que no tardaba en ser inexistente. Curiosamente, era del todo incapaz de sentir vergüenza en tales ocasiones, pero tanto daba, porque mi vergüenza bastaba y sobraba para los dos; también para los restantes pasajeros, la aerolínea y sus empleados, y toda la población del estado que estuviésemos sobrevolando.

Había dos cosas que hacían que tales situaciones fuesen soportables. La primera era que, ya en tierra firme, mi padre no era ni mucho menos tan descerebrado. La segunda era que el propósito de aquellos viajes era siempre visitar las sedes de alguno de los equipos de las Grandes Ligas, por ejemplo Detroit o St. Louis, pernoctar en un gran hotel del centro y presenciar partidos de béisbol, y sólo por eso se le perdonaban muchas cosas; todas, en realidad. Mi padre trabajaba como redactor deportivo para el Des Moines Register, que en aquella época era uno de los mejores diarios del país, y a menudo me llevaba con él en sus viajes por el Medio Oeste. En ocasiones, se trataba de viajes en coche a lugares como Sioux City o Burlington, pero al menos una vez cada verano embarcábamos en un enorme avión plateado (todo un acontecimiento en aquella época) y surcábamos las algodonosas nubes del cielo estival para asistir a varios partidos de las Grandes Ligas, la cumbre del deporte.

El béisbol, como tantas otras cosas, era en aquel entonces mucho más sencillo, y a mí se me permitía entrar con él en los vestuarios y en los banquillos, e incluso saltar al campo antes del partido. Puedo decir que Stan Musial me ha alborotado el pelo, y que le he devuelto a Willie Mays una pelota que se le había escapado durante el calentamiento. Le he prestado mis prismáticos a Harvey Kuenn (aunque quizás fuese a Billy Hoeft) para que pudiese echar un vistazo a una rubia pechugona sentada en la grada superior. En una ocasión, pasé una calurosa tarde de julio en el Wrigley Field de Chicago, en un mal ventilado vestuario situado bajo la tribuna izquierda, sentado junto a Ernie Banks, el extraordinario parador en corto de los Cubs, mientras éste firmaba cajas enteras de pelotas nuevecitas de béisbol (las cuales, por cierto, desprenden uno de los olores más agradables que existen sobre el planeta; vale la pena tener una siempre cerca). Sin que nadie me lo pidiese, asumí la tarea de sentarme a su lado y pasarle cada pelota nueva. Aquello retrasaba considerablemente el proceso, pero Ernie sonreía cada vez que le pasaba una y me daba las gracias, como si le hubiese hecho un grandísimo favor. Es la persona más amable que he conocido nunca. Fue como ser amigo de Dios.


No puedo concebir que a lo largo de la historia haya habido un lugar o una época más agradables que Estados Unidos en la década de 1950. Ningún país había conocido hasta entonces tanta prosperidad. Al concluir la guerra, Estados Unidos había invertido 26 000 millones de dólares en fábricas que no existían antes de la guerra, y 140 000 millones de dólares en ahorros y bonos de guerra que pedían a gritos que los gastasen. No había sufrido bombardeos, y apenas tenía competidores. Lo único que debían hacer las empresas estadounidenses era dejar de construir tanques y acorazados y ponerse a fabricar automóviles Buick y frigoríficos Frigidaire… y vaya si lo hicieron. Hacia 1951, cuando me dio por venir al mundo, casi el 90 por ciento de los hogares del país disponía de frigoríficos, y casi tres cuartas partes tenía lavadoras, teléfono, aspiradora y cocinas de gas o eléctricas, cosas con las que el resto del mundo sólo podía soñar. Los estadounidenses poseían el 80 por ciento de los electrodomésticos mundiales, controlaban dos tercios de la capacidad productiva mundial y producían más del 40 por ciento de la electricidad, el 60 por ciento del petróleo y el 66 por ciento del acero del planeta. El 5 por ciento de la población mundial, es decir, Estados Unidos, disponía de mayores riquezas que el 95 por ciento restante.

No se me ocurre nada que refleje mejor la feliz bonanza de aquellos años que una fotografía publicada en la revista Life dos semanas antes de que yo naciera. En ella puede verse a la familia Czekalinski, de Cleveland (Ohio) —Steve, Stephanie y sus dos hijos, Stephen y Henry—, rodeada por las dos toneladas y media de comida que una familia media de clase obrera consumía en un año. Entre los productos que les rodeaban destacaban 225 kilos de harina, 37 kilos de manteca, 29 kilos de mantequilla, 31 pollos, 150 kilos de carne de ternera, 13 kilos de carpa, 75 kilos de jamón, 20 kilos de café, 350 kilos de patatas, 656 litros de leche, 131 docenas de huevos, 180 hogazas de pan y 32 litros de helado, todo ello adquirido con un presupuesto semanal de 25 dólares. (El señor Czekalinski ganaba 1,96 dólares por hora como mozo de almacén en la fábrica de Du Pont.) En 1951, el estadounidense medio comía un 50 por ciento más que el europeo medio.

No es de extrañar que la gente estuviese tan feliz. De repente fueron capaces de adquirir cosas que nunca en la vida habían soñado que pudieran poseer, y no podían creer que tuviesen tanta suerte. Sus deseos, además, eran maravillosamente simples. Nadie ha vuelto a estar tan contento por poseer una tostadora o una plancha de gofres. Cuando uno se compraba un gran electrodoméstico invitaba a los vecinos para que pudiesen echarle un vistazo. Yo tendría unos cuatro años cuando mis padres compraron un frigorífico Amana Stor-Mor, y durante al menos seis meses fue como un invitado de honor en nuestra cocina. Estoy seguro de que, de no haber sido tan pesado, lo habrían sentado todas las noches a la mesa para que cenara con nosotros. En ocasiones recibíamos una visita inesperada, y entonces mi padre decía:

—Por cierto, Mary, ¿queda algo de té helado en el Amana? —Y, para regocijo de los invitados, añadía—: Suele quedar. Es un Stor-Mor. —¡Oh!, ¿un Stor-Mor? —decía entonces el visitante, y alzaba las cejas con el gesto de quien sabe apreciar la refrigeración de calidad—. Nosotros nos planteamos comprar también un Stor-Mor, pero al final nos decidimos por un Philco Shur-Kool. A Alice le encantó el cajón EZ-Glide para verduras, y en el congelador cabe un litro entero de helado. Como podrás imaginar, ése fue el factor decisivo para Wendell júnior.

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