Carmen Martín Gaite - Coto cerrado de mi memoria
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- Libro:Coto cerrado de mi memoria
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2002
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Recopilación de citas de obras de la escritora salmantina Carmen Martín Gaite realizada por Charo Ruano tras su muerte como homenaje conmemorativo de la Capitalidad Cultural Europea de su ciudad natal.
Carmen Martín Gaite
ePub r1.0
Titivillus 06.01.16
Título original: Coto cerrado de mi memoria
Carmen Martín Gaite, 2002
Edición, selección e introducción: Charo Ruano
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
CARMEN MARTÍN GAITE (Salamanca, 8 de diciembre de 1925 - Madrid, 23 de julio de 2000). Escritora española.
Se licencia en Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca, donde tiene su primer contacto con el teatro participando como actriz en varias obras. En 1950 se traslada a Madrid y conoce a Ignacio Aldecoa, que le introduce en el círculo literario que acabaría conociéndose como Generación del 55 o Generación de la Posguerra.
En 1955 publica su primera obra, El balneario, y obtiene por ella el Premio Café Gijón. Dos años más tarde, recibe el Premio Nadal por Entre visillos.
Tras escribir varias obras de teatro, como A palo seco (1957) o La hermana pequeña (1959), continúa con la narrativa con Las ataduras (1960), Ritmo lento (1963) y Retahílas (1974), entre otras novelas. Se doctora en 1972 presentando en la Universidad de Madrid su tesis Usos amorosos del XVIII en España. En 1976 recopila su poesía en A rachas y dos años después hace lo propio con sus relatos en Cuentos completos.
Paralelamente ejerce como periodista en diarios y revistas como Diario16, Cuadernos hispanoamericanos, Revista de Occidente, El País, El Independiente y ABC, en los que se dedica a la crítica literaria, y traducción.
Con El cuarto de atrás obtiene en 1978 el Premio Nacional de Literatura, convirtiéndose así en la primera mujer en obtenerlo. Le siguen una larga lista de prestigiosos galardones: el Príncipe de Asturias en 1988, el Premio Nacional de las Letras en 1994, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes en 1997 y la Pluma de Plata del Círculo de la Escritura en 1999, entre otros.
Colabora en guiones de series para Televisión Española Santa Teresa de Jesús (1982) y Celia (1989).
La Agrupación Cultural Carmen Martín Gaite, de Madrid, trabaja desde 2001, en la organización y celebración anual, del Certamen de Narrativa Corta para escritores de habla hispana, en el aniversario del fallecimiento de Carmen Martín Gaite.
Salamanca en mi recuerdo está unida indefectiblemente a la literatura. No sólo porque en esa ciudad, donde me cabe la honra de haber nacido, aprendí a leer y a manejar el excelente castellano que en mi tierra es primor espontáneo tanto de campesinos y menestrales como de doctores, sino también porque ella, la ciudad misma, fue tema de mis primeras composiciones literarias. Recuerdo que, cuando yo tenía trece años, un catedrático del Instituto, el hoy académico don Rafael Lapesa, a quien la guerra había obligado a refugiarse allí, encargó a sus alumnas escribir una composición donde narráramos un paseo por la ciudad. En mi paseo Salamanca se veía a lo lejos, desde la otra orilla del río. Estaba atardeciendo. Alejarme de las cosas para mirarlas mejor era ya síntoma de cierta tendencia a poner distancia entre mi vida y mi pensamiento, condición bastante emparentada con el punto de vista literario. No recuerdo si sería algo de esto lo que pensó don Rafael Lapesa, a quien gustó tanto mi redacción que la leyó en clase en voz alta, animándome con aquel espaldarazo, que nunca le agradecerá bastante, a no abandonar el surco de la literatura. «Salamanca duerme bajo las primeras estrellas y la Catedral al fondo, grandiosa y callada, parece velar su sueño». Una mezcla de ingenuidad y narcisismo clavaron en mi memoria ese remate del primer ejercicio literario que alguien tan parco en alabanzas como el maestro Lapesa jaleaba.
A lo largo de mis años de bachiller y de estudiante universitaria, aunque a veces el pasado histórico y solemne de la ciudad ofuscase la otra belleza tangible que impregnaba mi presente, nunca dejé de sentir como un privilegio ser de allí, poder contemplar a diario tanta maravilla, sentir cómo se remansaba el tiempo en las piedras doradas de los edificios que pueblan las calles solitarias donde los pasos resuenan. Me decía a mí misma: «Empápate de todo esto, cultiva este ritmo lento para mañana cuando eches a volar, estás en lo mejor de tu vida, no seas impaciente». Hoy, al cabo de tantas mudanzas y avatares, sé con toda certeza que los veintidós años vividos en Salamanca no sólo educaron mi lenguaje y mi mirada, sino que templaron aquellas ansias juveniles de evasión, de navegar hacia otros horizontes por la brecha del río.
Siempre está el río de Salamanca en mi recuerdo como frontera entre lo de fuera y lo de dentro, la ciudad reflejada en sus aguas desde la otra orilla o desde el río mismo, que cuando apuntaba la primavera yo surcaba en barca con mis amigos Luis Cortés Vázquez, Federico Latorre, Emilio García Montón y tantos otros. No estaba bien visto entonces que una jovencita de buena familia se fuera sola con sus amigotes a remar al río, pero recuerdo aquellos paseos acompasados por el chapoteo del remo como lo más alegre de mi vida. Tenían además su puntita de peligro, porque yo no sabía nadar ni creo que mis acompañantes, aunque nunca se lo pregunté, fueran tan duchos como para salvar de la muerte a la chica en apuros. Estudiar Letras y ser deportista parecían entonces dos términos excluyentes.
En diferentes tramos de mi primera novela larga, Entre visillos, el río supone una especie de remanso o tregua, paraje adonde los distintos personajes de la novela se retiran con frecuencia para pensar, conversar sin testigos o intercambiar furtivas caricias.
Nunca se dice su nombre, pero es el Tormes.
El río Tormes viene de la Sierra de Gredos, y ha pasado de Ávila a nuestra provincia cruzando la comarca de Béjar. Luego, cuando salga de Salamanca, se dirigirá a Ledesma, serpenteando entre márgenes pedregosas en busca del Duero, al que afluye por la ribera izquierda de Villarino de los Aires, pueblo fronterizo con Portugal. De este pueblo, Villarino, era el famoso burro que acarreaba la vinagre, inmortalizado en una copla popular que se acompaña con tamboril. Pero antes, el río Tormes ha protagonizado la escena más importante de su trayecto, reflejar en sus aguas la ciudad de Salamanca, altiva y majestuosa, como siempre la veo en mi recuerdo. Hay dos puentes para cruzar hacia ella: el puente Nuevo, que se construyó a principios de siglo, cuando se intensificó el tránsito rodado, y un poco más allá el puente Romano, que data del siglo I, unido a alguna de las desgracias que sufrió el Lazarillo de Tormes.
Es un río caudaloso el Tormes, el tributario más importante del Duero, después del Pisuerga. Pero a pesar de su caudal, cuando yo era niña hubo inviernos tan rigurosos que se llegó a helar de parte a parte y se podía cruzar patinando. Aquello eran inviernos, los de Salamanca de postguerra, no había polainas ni bufandas lo bastante gordas como para impedir que llegásemos a clase tiritando. «Se ha candado el río», decía la gente. El primer poema mío que vi publicado en una revista universitaria se titulaba «La barca nevada» y evocaba aquella larga tregua del invierno, sugerida por una fotografía con el mismo título de José Núñez Larraz, donde aparecía, prisionera entre hielos, una de aquellas barcas donde luego me metería yo con mis amigos para remar. Desde el puente viejo es desde donde mejor se ve la ciudad, «alto soto de torres», como bien la llamó don Miguel de Unamuno, con la Catedral reflejada en el río. Mejor dicho, las catedrales, porque son dos, como los puentes: la Nueva y la Vieja. La segunda, con su torreón bizantino cubierto de escamas, está escondida a la sombra de la otra catedral más joven y airosa, surgida en las postrimerías del arte gótico. Pero aunque sea más joven, da la impresión de que ampara a su vieja hermana, de que la está respaldando para que no la dañen lluvias ni cierzos.
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