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Carmen Gaite - Retahílas

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En Retahílas, el viaje que realiza una anciana al pazo familiar para morir, acompañada de su nieta Eulalia, y la llegada sorpresa de Germán, el sobrino de Eulalia, producirá durante esa noche un intenso diálogo entre los dos que dará lugar a seis monólogos, en los que cada uno reconstruirá y contará qué ha sido su vida hasta entonces.

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Carmen Martín Gaite Retahílas 1974 Para Marta y sus amigos Máximo - photo 1

Carmen Martín Gaite

Retahílas

© 1974

Para Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas.

De la voz "retahíla" dice el Diccionario de la Real Academia Española:

Retahíla: "Serie de muchas cosas que están, suceden o se mencionan por su orden".

Y el Diccionario crítico-etimológico de J. Corominas:

Retahíla: "Derivado de hilo; el primer componente es dudoso; quizás se trate de un cultismo sacado del plural recta fila = hileras rectas.

Yo debo añadir a tan acreditados testimonios el sentido figurado de "perorata", "monserga" o "rollo" – como ahora se suele decir – con que he oído emplear esta palabra desde niña en Salamanca.

"La elocuencia no está en el que habla, sino en el que oye; si no precede esa afición en el que oye, no hay retórica que alcance, y si precede, todo es retórica del que habla.”

(Fray Martín Sarmiento: Papeles inéditos.)

"Chaque fois que nous sommes en détresse, c'est le langage qui nous apporte la solution nécessaire. Il n'y a pas d'autre. Lorsque son enfant est mort, la mère se lamente et le secours lui vient de là.»

(Brice Parain: Recherches sur la nature et les jonctions du langage.)

Preludio

A pocos minutos de ocultarse el sol por detrás de la serranía azulada que flanquea la aldea de N… y cada una de cuyas crestas tiene en la toponimia de aquel mísero lugar un nombre de resonancias a la vez familiares y misteriosas, tres chiquillos, subidos a un montículo rocoso que se yergue en las afueras, acababan de ver marcharse la última rayita incandescente del sol de agosto cuando avistaron, aún lejos, por el abrupto camino que nace a dos leguas y media en la cabeza de partido más cercana, un automóvil negro que les pareció de servicio público y dejaron sus juegos para mirarlo llegar. Subía despacio por la pendiente, envuelto en una leve polvareda blanca, y a ratos lo perdían de vista en las revueltas del camino festoneado de oscuras arboledas, de viñas y zarzales. Relajados en esa luz nítida y ardiente todavía que la hora del ocaso deja en verano tras de sí, se sentían ahora unidos por este otro acontecimiento que descubrían sus ojos deseosos de avizorar novedades que llegaran de abajo, de las villas y Ciudades desconocidas para ellos. No habían cambiado una sola palabra ni quitaban la vista del camino que, como ellos sabían de sobra, muere en la fuente de la aldea.

Cuando, tras una desaparición más dilatada que las demás, asomó por fin el morro del coche, rebasando un puñado de casuchas más escasas y pobres que las del N…, tan sólo ya a dos revueltas de distancia, y como si el zumbido, ahora bien distinto, del motor fuera heraldo indiscutible del destino que el vehículo traía, la excitada perplejidad de los niños se transformó en algarabía y actividad. Uno de ellos se descolgó de lo alto de la peña saltando, para darse más prisa, a un pino que había cerca, por cuyo tronco resbaló velozmente hasta llegar al suelo.

– ¡Viene aquí! -gritó al tiempo que arrancaba a correr desalado por el monte abajo.

Y lo seguía repitiendo por la pendiente como el estribillo de un himno gozoso -"viene aquí, viene aquí"-, sentado a trechos sobre las agujas secas de pino que le servían de tobogán y escoltado con cierta desventaja por sus compañeros, que, aunque no tan expeditivos, habían imitado su ejemplo y le pedían a voces que les esperase. A la entrada de la aldea el camino se ensombrece bajo un túnel frondoso de castaños de indias. Allí se detuvo el coche, que era un viejo modelo de Renault adaptado, efectivamente, a servicio público y con matrícula de la no muy distante capital de provincia, y el conductor, volviéndose hacia el asiento de atrás, cambió unas palabras con el viajero que traía. Como respuesta a ellas, éste asomó el rostro por la ventanilla, que venía abierta, y llamó con un gesto al primero de los chiquillos, que, recién alcanzada de un salto la cuneta, se había detenido allí agitado y sudoroso a tiempo de presenciar la llegada del taxi. Se miraron de plano y el niño calculó que el viajero podría tener poco más de veinte años. Desde luego nunca se le había visto por allí, eso seguro, ni por las fiestas, y se le notaba, aunque venía en mangas de camisa, un aspecto muy fino. Tenía los ojos como de perro lobo y el pelo liso, muy negro, un poco crecido. En aquel momento se estaba apartando un mechón de la frente con la misma mano larga y delgada que se pasó luego por el cuello y se metió por entre la camisa desabrochada con un gesto de agobio.

– ¡Ven! ¡Te digo a ti! -llamó, en vista de que el chico no atendía a sus señas ni se movía-. Acércate un poco, hombre, haz el favor, que no me como a nadie. El niño miró, como si les pidiera consejo en aquel trance insólito, hacia sus amigos que acababan de saltar también ellos al camino desde el desnivel del monte, y tras una breve vacilación se decidió finalmente a acercarse, aunque sin despegar los labios todavía.

– ¿Sabrías tú decirme, chaval, la casa de Louredo por dónde cae?

El chico le miraba con pasmo, como si temiera no haber entendido la pregunta.

– ¿Louredo? ¿El pazo? -preguntó a su vez. – Sí. Es una casa grande con parque. ¿La conoces?

– Sí, señor, claro.

– ¿Y está lejos de aquí?

El chico hundió los ojos en el túnel espeso, recto y largo que formaban sobre el camino los castaños de indias y señaló hacia el fondo, a un supuesto final que quedaba ofuscado por la penumbra sin que la vista pudiera divisarlo.

– Hay que llegar a la fuente -dijo.

– ¿Y la fuente está lejos?

El chico se encogió de hombros como ante una dificultad inesperada.

– La carrera de un perro -resumió al fin.

El viajero se echó a reír. Tenía una risa joven y muy simpática que le convertía, de repente, en un conocido.

– ¿Y tiene que ser de este pueblo el perro? -preguntó al tiempo que, riéndose, abría la portezuela del coche.

Se quedó esperando y el chico no entendía.

– Venga, hombre -aclaró-. Tú mismo nos vas a servir de perro, ¿quieres? Anda, sube.

El niño, que había perdido ya la timidez, no se hizo repetir aquella invitación tan clara y, una vez instalado en el asiento trasero, aunque sin atreverse a hundirse mucho, sacó la mano por la ventanilla, ya cuando el coche arrancaba, para decir adiós a sus amigos, que le vieron alejarse con envidia y admiración.

El túnel de castaños tiene cerca de dos kilómetros en línea recta y a ambos lados de él se desparraman en grupos y niveles asimétricos y separadas unas de otras por cercas, arboledas, huertos y pastizales, las casas de la aldea; pero como son pocas las que abren sus puertas a ras del camino y la espesura de los árboles dificulta al viajero que va en coche cerrado una composición de lugar amplia, resultó que cuando el chico dijo: "Aquí ya hay que pararse", el forastero, que había hecho además el trayecto con los ojos fijos en el cogote del chófer y sumido de improviso en un silencio que le hacía parecer ausente y preocupado, no sabía si habían atravesado ya el pueblo o no y se lo preguntó al niño como si saliera de un sueño. El niño le contestó que sí y que allí mismo era la fuente y que no podían pasar más allá, que ya sólo había cañadas para carros y bestias. Y que además allí, a mano derecha, tenía la verja de la casa por la que preguntaba.

– Esa grande que tiene como unas piñas de hierro, ¿no la ve?

Y entonces el señorito, porque ya no cabía duda de que era un señorito, aunque tampoco los pantalones ni el calzado fueran de domingo, pagó al chófer y, cogiendo un maletín pequeño que traía, se bajó detrás del niño.

Ya había atardecido completamente. Un resplandor rojizo daba cierto tinte irreal, de cuadro decimonónico, a aquel paraje. En el pilón cuadrado de la fuente, que era sólida, elegante y de proporciones armoniosas, estaban bebiendo unas vacas, mientras la mujer que parecía a su cuidado permanecía al pie con un cántaro de metal sobre la cabeza erguida y quieta. Solamente se oía el hilo del agua cayendo al pilón y un lejano croar de ranas. Blanqueaba la fuente con su respaldo labrado en piedra, ancho y firme, como un dique contra el que vinieran a estrellarse, con los estertores de la tarde, los afanes de seguir andando y de encontrar algo más lejos. Se diría, en efecto, que en aquella pared se remataba cualquier viaje posible; era el límite, el final.

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