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E. M. Cioran - Ejercicios de admiración y otros textos

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E. M. Cioran Ejercicios de admiración y otros textos
  • Libro:
    Ejercicios de admiración y otros textos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1986
  • Índice:
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Al igual que los cínicos de la antigua Grecia a los que tanto admiró la - photo 1

Al igual que los cínicos de la antigua Grecia, a los que tanto admiró, la trayectoria de Cioran ha constituido un intento desesperado de responder a una inquietud: cómo vivir en un mundo desquiciado y en el que la razón se ha revelado como un mito. Con la implacable precisión de un silogismo, cada uno de sus libros ha revelado minuciosamente, entre el sarcasmo y la lucidez, la nada que somos.

Estos textos, escribe el propio Cioran, «ya sea sobre Michaux, Saint-John Perse, Beckett, Eliade, María Zambrano, Borges, Weininger o Scott Fitzgerald, son forzosamente caprichosos, como todo lo que procede de la admiración, de la amistad o del arrebato».

Y, refiriéndose, en Ejercicios de admiración, al sentimiento de plenitud que experimenta al abordar cualquier tema, añade: «Fenómeno más extraño aún: esa sensación de superioridad cuando se evoca a una figura a la que se admira. En medio de una frase, ¡con qué facilidad se cree uno el centro del mundo! Escribir y venerar no pueden ir juntos: quiérase o no, hablar de Dios es mirarlo desde arriba».

Esta nueva edición ampliada de Ejercicios de admiración contiene 16 textos más no sólo que su edición anterior en castellano, sino también que la edición francesa original. Se trata, en su gran mayoría, de artículos y prefacios que Cioran escribió a lo largo de los años sobre otros escritores y sobre la creación en general. Pese a la disparidad de los temas de reflexión y de las fechas de redacción, se desprende del conjunto una gran homogeneidad, relacionada sin duda con la intención inconfesada de cada texto impregnado, como en sordina, de las obsesiones personales del autor. Este libro revela, entre otros aspectos inesperados, no sólo al Cioran a la vez obseso e irónico, por no decir sarcástico, que muchos conocemos, sino también al que se deja fascinar por eclécticos como Eliade, o al Cioran nostálgico de la misma armonía con el mundo que tanto anima la poesía de Saint-John Perse. Digamos que estos ejercicios de admiración equivalen a ejercicios de profundización en el conocimiento de sí mismo.

E M Cioran Ejercicios de admiración y otros textos Ensayos y retratos ePub - photo 2

E. M. Cioran

Ejercicios de admiración y otros textos

Ensayos y retratos

ePub r1.0

Titivillus 27.01.18

Título original: Exercices d’admiration. Essais et portraits

E. M. Cioran, 1986

Traducción: Rafael Panizo

Ilustración de la cubierta: estudio preliminar (1948) de la litografía conocida como Drawing Hands, de M.C. Escher

Digitalizado: walter_lombardi

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Ejercicios de admiración Ensayo sobre el pensamiento reaccionario A - photo 3

Ejercicios de admiración

Ensayo sobre el pensamiento reaccionario

(A propósito de Joseph de Maistre)

Entre los pensadores que, como Nietzsche o san Pablo, poseyeron la pasión y el genio de la provocación, Joseph de Maistre ocupa un lugar importante. Elevando el menor problema a la altura de la paradoja y a la dignidad del escándalo, manejando el anatema con una crueldad teñida de fervor, edificó una obra llena de excesos, un sistema que continúa seduciéndonos y exasperándonos. La magnitud y la elocuencia de sus cóleras, la vehemencia con que se entregó al servicio de causas indefendibles, su obstinación en legitimar más de una injusticia, su predilección por la expresión mortífera, definen a este pensador inmoderado que, no rebajándose a persuadir al enemigo, lo aniquila de entrada mediante el adjetivo. Sus convicciones poseen una apariencia de gran firmeza: a la tentación del escepticismo supo responder con la arrogancia de sus prejuicios, con la violencia dogmática de sus desprecios.

A finales del siglo pasado, en pleno auge de la ilusión liberal, sus enemigos pudieron permitirse el lujo de llamarle «profeta del pasado». Pero nosotros, que vivimos en una época mucho más desengañada, sabemos que es contemporáneo nuestro en la medida en que fue un «monstruo» y que, gracias justamente al lado odioso de sus doctrinas, continúa estando vivo, siendo actual. Por lo demás, incluso si estuviese superado seguiría perteneciendo a esa clase de espíritus que envejecen espléndidamente.

Envidiemos la suerte, el privilegio que tuvo de desconcertar tanto a sus detractores como a sus más fervientes admiradores, de obligarles a preguntarse: ¿hizo realmente la apología del verdugo y de la guerra o se limitó únicamente a reconocer su necesidad? En su ataque contra Port-Royal, ¿expresó el fondo de su pensamiento o cedió simplemente a un arrebato de mal humor? ¿Dónde acaba en él el teórico y comienza el partidario? ¿Era un cínico, un exaltado o simplemente un esteta extraviado en el catolicismo?

Mantener el equívoco, desconcertar con convicciones tan claras como las suyas es una proeza. Era inevitable que sus contemporáneos acabaran por interrogarse sobre la seriedad de su fanatismo, que pusieran de relieve las restricciones que él mismo había aportado a la brutalidad de sus propósitos y señalaran con insistencia sus raras complicidades con la sensatez. No seremos nosotros quienes le hagamos el agravio de considerarle un tibio. Retendremos de él, por el contrario, su magnífica, su espléndida impertinencia, su falta de equidad, de moderación y, a veces, hasta de decencia. Si no nos irritase constantemente, ¿tendríamos aún la paciencia de leerle? Las verdades de las que se hizo apóstol son todavía válidas únicamente por la deformación apasionada que su temperamento les infligió. Transfiguró las sandeces del catecismo y dio a los tópicos de la Iglesia un sabor insólito. Las religiones mueren por falta de paradojas: Maistre lo sabía, o lo sentía, y a fin de salvar el cristianismo se las ingenió para introducir en él un poco más de mordacidad y de horror. A ello le ayudó su talento de escritor mucho más que su piedad, la cual, según Madame Swetchine, que le conoció bien, carecía por completo de ardor. Enamorado de la expresión corrosiva, ¿cómo habría podido rebajarse a rumiar las fórmulas insulsas de las plegarias? (Se puede concebir un panfletario que rece, pero es algo repugnante). Maistre aspira a la humildad, virtud ajena a su naturaleza, únicamente cuando recuerda que debe reaccionar como un cristiano. Algunos de sus exégetas dudaron, no sin pesar, de su sinceridad, en lugar de alegrarse del malestar que les inspiraba: sin sus contradicciones, sin los malentendidos que, por instinto o por cálculo, creó sobre sí mismo, su caso habría sido liquidado hace tiempo, y hoy sufriría la desgracia de ser comprendido, la peor que puede abatirse sobre un autor.

Lo que de acerbo y elegante a la vez hay en su genio y en su estilo evoca la imagen de un profeta del Antiguo Testamento y de un hombre del siglo XVIII . Dejando de ser irreconciliables en él el ímpetu y la ironía, nos hace participar, a través de sus furores y sus arrebatos, del encuentro del espacio y de la intimidad, de lo infinito y del salón. Pero, mientras se sometía totalmente a la Biblia hasta el punto de admirar indistintamente sus aciertos y sus majaderías, detestaba sin matices la Enciclopedia, de la cual sin embargo procedía por la forma de su inteligencia y la calidad de su prosa.

Sus libros, impregnados de una rabia tonificante, jamás aburren. En cada uno de sus párrafos se le ve exaltar o rebajar hasta la inconveniencia una idea, un acontecimiento o una institución, adoptar respecto a ellos un tono de fiscal o de turiferario. «Todo francés amigo de los jansenistas es un imbécil o un jansenista». «Todo es milagrosamente malo en la Revolución francesa». «El protestantismo es el mayor enemigo de Europa, un enemigo que debe ser reprimido por todos los medios posibles excepto los criminales, la úlcera funesta que se aferra a todas las soberanías y las roe sin tregua, el hijo del orgullo, el padre de la anarquía, el corruptor universal». «No existe nada tan justo, docto e incorruptible como los grandes tribunales españoles, y si a ese rasgo general añadimos el del sacerdocio católico, nos convenceremos, sin necesidad alguna de pruebas, de que no puede haber en el universo nada más tranquilo, circunspecto y humano por naturaleza que el tribunal de la Inquisición».

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