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E. M. Cioran - El ocaso del pensamiento

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E. M. Cioran El ocaso del pensamiento
  • Libro:
    El ocaso del pensamiento
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1940
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El ocaso del pensamiento: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Capítulo cuarto

Cuando la aspiración a la nada alcance la intensidad del eros, ni el tiempo ni la eternidad te dirán ya nada. Ahora o siempre son elementos con los que se opera en el mundo, son puntos de referencia, convenciones de mortal. La eternidad nos parece un bien cuya conquista buscamos, el tiempo, un defecto del que nos excusamos en todo momento. ¿Qué significa todo esto para quien mira desde la ausencia absoluta y abre sus ojos a la perfección de un ninguna-parte? ¿Vislumbra en el puro encanto de la nada, en el panorama morbosamente vacío una mancha que roce algún infinito virgen?

Tiempo y eternidad son formas de nuestra adherencia o inadherencia al mundo, pero no de nuestra renuncia total, que es una música sin sonidos, una aspiración sin deseo, una vida sin respiración y una muerte sin extinción.

Cuando el ser se ha diluido hasta llegar a un punto límite, las palabras ahora, allí, aquí, nunca y siempre, pierden su sentido, porque ¿dónde puede uno encontrar un lugar o un momento cuando ya no conserva del mundo ni su recuerdo?

Este «ninguna-parte» placentero (pero de un placer sin contenido) es un éxtasis formal de la irrealidad. Un estado de transparencia se convierte en nuestro ser y una rosa pensada por un ángel no sería más ligera y vaporosa que el vuelo hacia la perfección extática del no ser.

La eternidad provoca la arrogancia de los mortales, una forma pretenciosa a través de la cual satisfacen un gusto pasajero por no-vida. Eternamente desilusionados de ésta se vuelven solidarios con sus propios fantasmas y vuelven a amar ese tiempo eterno que es la vida. ¿En qué se diferencia éste de la eternidad? En él vives, pues no es posible respirar más que en la embriaguez del infinito devenir, mientras que la eternidad es la lucidez del devenir.

Cuando, en el curso de las cosas, nos asomamos a la infelicidad y nos rebelamos contra la borrachera de la existencia, el intento de evasión nos empuja a la negación del tiempo. Mientras, la eternidad nos obliga a una constante comparación con la temporalidad, cosa que no ocurre ya en la suspensión radical de la experiencia de la nada, la cual «es» la neutralidad tanto con relación al tiempo como a la eternidad, la neutralidad en relación con «cualquier cosa».

La eternidad podría ser el escalón final del tiempo, como la nada, la sublimación última de la eternidad.

*

Es curioso que en cuanto adviertes que los seres son sombras, que todo es inútil, te alejas del mundo para encontrar el único sentido en la contemplación de la nada, cuando podías quedarte perfectamente en las sombras y en la nada de cada día. ¿De dónde viene la necesidad de superponer a la nada efectiva una nada suprema?

*

La eventualidad del paraíso me hace apurar todas las amarguras que hay bajo el sol… E incluso sin la probabilidad de esa perfección, ¿no es horroroso morir rodeado de amarguras, dejar tantas tristezas sin experimentar, terminar como un aficionado de la desdicha? Si te ha sobrevivido una sola tristeza, en vano mendigaste la liberación de la despiadada noche.

*

Hablar de eternidad y jactarse de ella supone una vitalidad del órgano temporal, un homenaje secreto al tiempo, el cual está presente a través de la negación. Saber que estás en la eternidad significa saber claramente la distancia que te separa de ella, no significa que no estás totalmente en su interior. Desde la perspectiva de una totalidad viva, de una existencia presente, la conciencia indica siempre una ausencia.

Sólo viviendo sin intermediarios e ingenuamente en la eternidad se vence la energía del órgano temporal. La santidad (un inmediato de la eternidad) no se jacta del camino realizado fuera del transcurso directo de las cosas, porque ella es eternidad. A lo sumo puede confesarse con el tiempo para aliviar el exceso de sustancia propia. Las confesiones de los santos nacen de la carga positiva de la eternidad. Sus libros caen en el tiempo como las estrellas del firmamento. Exceso de eternidad por una parte y por otra.

*

La pérdida de la ingenuidad da origen a una conciencia irónica, que no puedes reprimir ni siquiera en la proximidad de Dios. Te revuelcas en medio de una histeria tierna y dices a todo el mundo que vives… Y te creen.

El devenir es una agonía sin desenlace, porque lo supremo no es una categoría del tiempo.

*

Los desiertos son los parques de Dios. Desde siempre Dios pasea su cansancio por ellos, y en ellos nuestros atormentados ímpetus se lamentan. La soledad es nuestro punto en común con El, pero también con el diablo. Desde el principio de los tiempos, rivalizan en estar solos; y nosotros hemos llegado tarde, incluso demasiado tarde, a una contienda fatal. Cuando se retiren de la arena, nos quedaremos solos en medio de la Soledad y los desiertos serán pequeños para dar sobre ellos un salto mortal.

*

La vulgaridad es una vía de purificación similar al éxtasis, a condición de que haya sufrimiento. El tormento en medio de las basuras, de la suciedad, el miedo en el suburbio, se convierten en focos de misticismo, y está más cerca del cielo quien se hunde espantado en una ciénaga que quien está mirando indiferente el cuadro de una virgen. La maldición es un acto religioso; la bondad, uno moral (¡sabemos de sobra que la moral no es más que el aspecto cívico de nuestra inclinación a lo Absoluto!).

De la efervescencia de la podredumbre interior salen vapores que se elevan impetuosamente hacia la bóveda celeste. Si por ventura sientes la necesidad, tira un salivazo a los astros; así estarás más cerca de su grandeza que mirándolos con total dignidad y respeto. Una boñiga refleja el cielo más personalmente que el agua cristalina. Y hay en los ojos nublados unas manchas de cielo que rompen la monotonía azul de la inocencia.

Lo que generalmente llamamos perfección constituye un espectáculo soso incluso por la ausencia del tormento de la vulgaridad. Las imágenes de perfección propuestas por los mortales despiertan una impresión de insuficiencia, de vida insatisfecha y fracasada. A los ángeles los retiraron de la circulación por este mismo motivo: no conocieron los sufrimientos de la degradación, los goces místicos de la putrefacción. Hay que cambiar la imagen ideal de la perfección, y la moral tiene que adueñarse de las ventajas de la descomposición para no quedarse reducida a una construcción hueca.

La moral exige purificación. ¿Pero de qué? ¿Qué es exactamente lo que hay que eliminar? La vulgaridad, seguro. Pero sólo puede ser eliminada si se vive hasta el final, hasta la última humillación. Sólo después de haber agotado todas sus posibilidades de sufrimiento, puede hablarse de purificación. El mal muere únicamente cuando agota su vitalidad. Por eso el triunfo de la moral implica la dolorosa experiencia de la ciénaga: ahogarse en ella está más cargado de sentido que una purificación superficial. ¿No tiene la decadencia en sí misma más profundidad que la inocencia? Un hombre merece el calificativo de «moral» sólo en virtud de los títulos que le comprometen con su pasado.

¿Caer en la tentación no significa caer en la vida? ¡Déjanos, Señor, caer en la tentación y líbranos del bien!

La oración de cada día tendría que ser una iniciación a la maldad y el padrenuestro debería rasgar el velo que la cubre para que, al mirarla a la cara, familiarizados con la perdición, seamos tentados por el Bien.

La Moral se pierde por su falta de misterio. ¿No esconderá acaso el bien algún misterio?

*

El enfriamiento de las pasiones, la moderación de los instintos y la disolución del alma moderna han hecho que perdamos la costumbre de sentir el consuelo de la furia y han debilitado la vitalidad de nuestro pensamiento, de donde emana el arte de maldecir. Shakespeare y el Antiguo Testamento nos presentan a unos hombres frente a los cuales somos monos engreídos o recatadas damiselas, que no saben gritarle al cielo su dolor y su alegría, provocar a la naturaleza o a Dios. ¡A esto nos han conducido siglos de educación y de erudita majadería! En otros tiempos, los mortales gritaban, hoy se aburren. La explosión cósmica de la conciencia ha sido sustituida por

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