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E. M. Cioran - Cuaderno de Talamanca

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E. M. Cioran Cuaderno de Talamanca
  • Libro:
    Cuaderno de Talamanca
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    ePubLibre
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    2000
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Cuaderno de Talamanca: resumen, descripción y anotación

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CUADERNO DE TALAMANCA
PREFACIO
PRÓLOGO

E M CIORAN nació en Rasinari Rumania en 1911 Tras obtener una beca del - photo 1

E. M. CIORAN nació en Rasinari (Rumania) en 1911. Tras obtener una beca del Instituto Francés para cursar el doctorado, fija su residencia en París en el año 1937. A comienzos del 36 ya había solicitado una beca en la Universidad de Madrid para venir a España a continuar sus estudios, pero la guerra civil trunca su deseo. No obstante, su interés y amor por España siguieron vivos. “Nada de lo español me es ajeno”, dejó dicho, y no sería difícil preparar una nutrida antología con sus citas sobre España y lo español.

El Cuaderno de Talamanca reúne las notas que tomara Cioran durante el verano de 1966 en Talamanca, un pueblecito de Ibiza. Cioran tuvo, pues, tres patrias, como bien señala Verena von der Heyden-Rynsch en el prefacio a este Cuaderno: la de su infancia, Rumania; la de su lengua, Francia; y la de su alma, España.

Entre las obras de este rumano singular, apátrida desde 1946, que escribe en francés y acaba obsesionado por España, destacan Breviario de podredumbre, La tentación de existir, Ensayo sobre el pensamiento reaccionario y otros textos, El aciago demiurgo, Del inconveniente de haber nacido, Desgarradura, Ese maldito yo, De lágrimas y de santos e Historia y utopía.

E. M. Cioran murió en París el 21 de junio de 1995 a los 84 años de edad.

Cioran y la España del desengaño

CIORAN Y LA ESPAÑA DEL DESENGAÑO

«No seas y podrás más que todo lo que es».

Fray Juan de los Ángeles

Diálogos de la conquista del reino de Dios.

«El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más divino, cuanto más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para la congoja, tiene».

Miguel de Unamuno

Del sentimiento trágico de la vida.

Cioran amaba España. Cualquier lector asiduo de sus obras sabe esto; incluso en aquéllas en que no habla para nada de España o de temas españoles, el misticismo, la beatería, la decadencia, el honor, la melancolía, su amor por España es siempre patente, siempre manifiesto. Cioran tenía un carácter español, un temperamento español. Amaba España como los viajeros ingleses del siglo XIX, o como los noventayochistas también la amaban, es decir, apasionadamente, irracionalmente. La amaban por sus vicios, por sus defectos, tan puros los unos como los otros, por su orgullo, por su fe, porque su decadencia no recordaba su esplendor sino que era ella misma una esplendorosa decadencia. «Nada de lo español me es ajeno» dejó dicho, y no sería difícil reunir una nutrida antología con sus citas sobre España y lo español. Savater, a quien le cabe el mérito de haber sido el primero en introducir a Cioran en España, allá por los años setenta, escribió en una ocasión: «De todos los países de Europa, el predilecto de Cioran, su obsesión, su límite y su infierno, es España. Leyéndole, se hace necesario que tal cosa como España exista. En mística y en blasfemias, en fanatismo, en sangre, ímpetu y desesperanza, en azar y fatalismo, tenemos las raíces más largas y más hondas: hemos llevado a su límite la experiencia de vivir, hemos transgredido los límites… Nuestro castigo es aleccionador». No es la España de hoy, naturalmente, la que amaba Cioran. En la época en que él se enamoraba de España, los españoles habían sufrido una decepción, un desengaño (¡qué temas tan españoles!, como lo sublime y el ridículo, los dos extremos de lo español según Cioran; y no hay que olvidar que el español sólo reside en los extremos). España había perdido su encanto para ellos, y los temas que citábamos antes, el misticismo, la beatería, la decadencia, el honor, o no les decían nada o les recordaban algo que preferían olvidar. Pero la memoria, como decía Unamuno, no es precisamente consoladora, no es una facultad que se ejerza a voluntad o conveniencia. Hoy tal vez ya no podría escribir la frase: «Todos los españoles que he conocido estaban un poco locos, pero su locura era real, no era fingida ni literaria».

El caso de Cioran es un caso único de individualismo en filosofía, bastante español, por cierto. Cioran no construye ningún sistema filosófico, ni tampoco lo deconstruye. Un filósofo así es un filósofo sin discípulos ni maestros. Él mismo es a un tiempo discípulo y maestro de sí mismo. Y con razón Cioran temía más a los discípulos, a los seguidores, que a los detractores, pues son aquéllos los que primero corrompen un pensamiento. Y cuando se trata de un pensamiento sobre la corrupción, y por añadidura de un pensamiento corrupto, los malentendidos se multiplican. Aunque quizás decir que el pensamiento de Cioran es un pensamiento asistemático no sea más que repetir un tópico y un error redundans, pues tal vez no haya pensamiento más obsesivamente sistemático que el suyo. No hay nada que Cioran no pase por el cedazo de la duda, del escepticismo, de la sospecha. Ninguna creencia, ninguna idea, ninguna convicción están a salvo. Cioran, para decirlo de una forma cartesiana, no duda por sistema sino que duda del sistema mismo. «Nunca he comprendido que se pueda dudar por método», escribió en sus Cuadernos. O dicho con mayor propiedad, no duda, está convencido de la falsedad, de la vacuidad, del sinsentido; pero también de que no hay nada fuera de él, de que no hay recambio posible, de que todas las alternativas son la misma alternativa vista bajo diferentes luces. Si hay un destino, «palabra selecta en la terminología de los vencidos», ése sería el destino.

A Cioran se le ha tachado (término éste justísimo en su caso) de nihilista, escéptico, pesimista, místico o cínico. Evidentemente no es ninguna de esas cosas, pero sólo en el sentido de que podría serlas todas, incluso en ocasiones todas a la vez. Anti-filósofo, como él mismo se definió en alguna ocasión, su obra, sin lugar a dudas una de las más lúcidas del siglo XX, ocupa un lugar de excepción. Una obra al margen de la filosofía, como él fue un hombre al margen de la sociedad, pero sin renunciar ni a la una ni a la otra y manteniendo con ambas extrañas relaciones, extrañas complicidades. Quien consideraba las definiciones como la tumba de las cosas, difícilmente iba a permitirse encajar en ninguna.

El místico es el hombre en el que ha prendido el sentimiento de la muerte, sentimiento que para Cioran es el único criterio que divide tajantemente a los hombres en dos clases irreconciliables entre sí. Todas las demás divisiones y clasificaciones son intercambiables, es decir, un día el hombre puede estar en una determinada clase y al día siguiente pasar a otra, incluso a la clase contraria y seguir siendo el mismo hombre: sus determinaciones no le cambian sustancialmente, digamos que se aclimata a la nueva situación. Pero el hombre que sabe que debe morir y vive sabiéndolo, pues el otro aunque también lo sabe vive como si no lo supiera, vive una vida diferente, una vida que transmuta paradójicamente la obsesión por la muerte por la obsesión por la vida. Y esta pasión extremada por la vida, esta voluptuosidad frenética, es la esencia misma del misticismo. Tengo el «sentimiento místico de mi indignidad y de mi decadencia», escribió, también en sus Cuadernos. El místico no puede vivir en el mundo, sabe que «la realidad es una creación de nuestros excesos, de nuestras desmesuras y de nuestros desarreglos», pero tampoco puede vivir fuera de él. ¿Vive entonces al margen, en los márgenes del mundo? Podría ser; así vivió en cierto modo Cioran, en un estado de contemplación de la existencia, entre la decepción y el desengaño. Pues el hombre nos decepciona, sus empresas, sus deseos, incluso sus sufrimientos, son siempre limitados, absurdos, o ridículos; pero es la humanidad la que nos desengaña, ya que no tiene finalidad alguna. Cuando se produce el desengaño, ese sentimiento singular que nada tiene que ver con su plural, los desengaños, y ni siquiera con la suma de todos ellos, si el desengaño ha sido sincero, se asiste al espectáculo de la propia vida. «Y lo más inmediato es sentir y amar mi propia miseria, mi congoja, compadecerme de mí mismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta compasión, cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del exceso de mi compasión propia, compadezco a mis prójimos. La miseria propia es tanta, que la compasión que hacia mí mismo me despierta se me desborda de pronto, revelándome la miseria universal». Pero el desengaño también es fruto de la pasión y no de la ciencia, de la razón, como podría presumirse. La ciencia y la razón engañan, incluso cuando dicen la verdad, tal vez sobre todo cuando dicen la verdad, pero no desengañan nunca. El desengañado no es un descreído, ni tampoco un incrédulo, sino alguien que cree en la nada, y en consecuencia en lo imposible. «La pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácil al fuego hallar combustible que al combustible fuego», escribiría Unamuno.

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