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Concha Roldán - Leibniz

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Concha Roldán Leibniz

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Introducción. Leibniz, ese gran desconocido
(Re-conociendo a Leibniz en su contexto histórico-político y cultural)

Una de las tesis de Leibniz más citadas y peor comprendidas es, sin duda, la que da título a este libro y que ha contribuido a calificar de optimista la filosofía leibniziana. Esta interpretación se la debemos sobre todo a Voltaire, quien, en su ensayo (publicado bajo seudónimo) Cándido o el optimismo (1759), ridiculiza a Leibniz poniendo en boca del doctor Pangloss la afirmación de que «vivimos en el mejor de los mundos posibles». El terremoto de Lisboa (1755) había sacudido literalmente al filósofo francés; por este motivo, junto a otros ilustrados, Voltaire ironiza sobre la providencia divina que había permitido morir a cien mil personas en la catástrofe, y para ello ceba su sarcasmo en una máxima que el pensador alemán había dirigido medio siglo antes contra el voluntarismo de Descartes, quien sostenía que Dios, en su omnipotencia, podría haber creado a su libre arbitrio el mundo que hubiera querido, independientemente de su perfección. Para Leibniz, bien al contrario, si Dios existe, nunca podría dejarse llevar por su poder o capricho al crear, sin dejarse guiar por la razón suficiente y la conveniencia en su obra, pues siempre hay «razones» que rigen tanto el comportamiento divino como el humano.

En descargo de Voltaire debe advertirse que Leibniz no era una figura de la que sus coetáneos tuvieran un buen conocimiento. Algunas de sus ideas fueron transmitidas por un discípulo, Christian Wolff, que las ajustó a su medida en lo que en la época se conoció como «filosofía leibnizo-wolffiana», lo cual le hizo poca justicia a nuestro autor, que había publicado muy poco en vida. Aparte de algunos artículos en latín que salieron en revistas académicas recién creadas, Leibniz solo dio a la imprenta en francés, para un público más amplio, sus Ensayos de Teodicea (1710), ya que no quiso sacar a la luz los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (1705), tras la muerte de su contrincante, Locke, y el libro apareció medio siglo después, póstumamente. Pero no vaya a pensarse el lector que Leibniz escribió poco. Bien al contrario, es uno de los autores más prolíficos de la historia de la filosofía; se calcula que llegó a escribir una media de quince folios diarios, entre los que se incluyen las cartas que dirigiera a más de mil cien corresponsales de dieciséis países diferentes —entre los que se encontraban más de doscientas mujeres eruditas—, y también cientos de ensayos sobre las más diversas materias. Tanto sus manuscritos, redactados en latín, francés y alemán fundamentalmente, aunque también en inglés e italiano, como su biblioteca privada fueron depositados en la Biblioteca Real de Hannover, actualmente la Biblioteca Nacional de la Baja Sajonia, donde se encuentra la sede central del Archivo Leibniz, encargado de custodiar su obra y, desde 1901, de dirigir su edición canónica. Desde que el primer volumen vio la luz en 1923, han aparecido cincuenta volúmenes repartidos en ocho series diferentes que abarcan escritos políticos, históricos, matemáticos, filosóficos, lingüísticos, científicos y técnicos (véase sección Obras principales).

Retrato de Gottfried Wilhelm von Leibniz realizado hacia el año 1700 - photo 1

Re­tra­to de Gott­fried Wil­helm von Leib­niz, rea­li­za­do ha­cia el año 1700.

Se trata de una obra importante por su variedad, sus dimensiones y el hecho nada desdeñable de que se haya mantenido intacta a pesar de haber pasado por dos guerras mundiales; una obra que, conforme se va publicando, descubre un ápice más del enorme iceberg que oculta y del que hasta pleno siglo XX no se conocía más que una pequeña muestra, de la mano de ediciones críticas llevadas a cabo por grandes especialistas y bien trabajadas en lengua española (véase G. W. Leibniz, Obras filosóficas y científicas [OFC], editadas por la Sociedad española Leibniz [SeL]).

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que lo mejor del pensamiento de Leibniz se forja en el diálogo con los otros, al hilo de las controversias y correspondencias mantenidas con sus coetáneos. Todo está relacionado con todo, y en cada sistema, hipótesis, explicación o argumento hay una parte de verdad que cada uno expresa desde su punto de vista (perspectivismo) y que es compatible con la verdad universal —que no absoluta y única— en su conjunto.

En estas páginas encontraremos explicadas algunas de las teorías que sobre Leibniz aprendimos en la enseñanza secundaria —su racionalismo, el eclecticismo, las mónadas «sin ventanas», el principio de razón suficiente, el mejor de los mundos—, pero también nos aventuraremos en el mar ignoto de ese Leibniz más desconocido y que fue acaso el último «genio universal», lo que en expresión de nuestros días equivaldría a decir que fue «un acérrimo defensor de la pluralidad y la interdisciplinariedad». Todas las ciencias, todos los saberes, todas las técnicas fueron objeto de su curiosidad y su atención, lo que se traduce en una gran complejidad y riqueza de un pensamiento que siempre quiere aportar algo a la sociedad, a la humanidad.

Por eso en su filosofía —de ahí su lema «Theoria cum praxi»— la teoría exige convertirse en práctica y la práctica no puede subsistir sin la teoría; es decir, una mentalidad política (en el genuino sentido aristotélico) a cuyo abrigo se dan la mano los ideales de saber y justicia universal, bajo el propósito de una aproximación gradual y continua hacia una armonía universal. De ahí que nuestro autor se sumerja a fondo en todos los saberes y se esfuerce por poner en conexión las distintas ciencias para que cada una se enriquezca gracias a las demás, formando una especie de retícula en la que todo tiene que ver con todo, superando esa barrera de las especializaciones inconexas que tanto lamentan hoy en día los filósofos de la ciencia y los historiadores de las ideas; pero, sobre todo, haciendo de la actividad humana, de su transformación de la realidad y de las instituciones en aras de la consecución de una mayor felicidad, la meta de toda sabiduría.

Para comprender la relevancia de la propuesta filosófica de Leibniz en toda su intensidad, hemos de representarnos por un momento las coordenadas históricas en que surge, la situación de Europa después de la guerra de los Treinta Años. La antigua unidad de Occidente se había deshecho por completo y Europa, sobre todo Europa central, estaba devastada. Leibniz tendrá que enfrentarse con la realidad de un emperador debilitado, de una Alemania dividida en numerosos estados soberanos y de una Francia poderosa que quería expandir sus dominios absolutistas con una agresiva política exterior. En este contexto, las propuestas federalista y de reunificación de las iglesias que hará nuestro autor surgirán, por un lado, de la nostalgia de una unidad interna de Europa, con todas sus premisas religiosas, y, por otro, de la certeza de que el Imperio (Reich) como encarnación del cristianismo en el sentido medieval ya no se podía restaurar. La Paz de Westfalia (1648) había acabado con la era de los principios confesionales en la política y, con ello, con el dominio de una concepción cristiana del Estado.

Por otra parte, no podemos olvidar que la agricultura era aún la ocupación más importante, y que los campesinos —arrendatarios sobrecargados con el pago de impuestos más que propietarios— sumaban las tres cuartas partes de la población en Europa. Poco a poco, las pequeñas poblaciones —amuralladas y hervideros de enfermedades— fueron dando lugar a ciudades más grandes en las que la mayoría de los habitantes se ganaba la vida trabajando como servicio doméstico de las familias más prominentes, y fue la demanda de artículos de lujo lo que promovió el comercio, la industria y el desarrollo de una clase media, así como una mayor repartición de la riqueza. La burguesía emergente estaba compuesta tanto por comerciantes y maestros artesanos como por profesionales (médicos, maestros, funcionarios públicos y abogados) y el costo que suponía la formación de estos profesionales hacía que la educación superior y universitaria fuera un verdadero privilegio; uno con el que las mujeres, desde luego, no podían ni soñar.

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