SEM - Los Borbones en pelota
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A pesar de lo que pudieron hacer presagiar las enormes convulsiones que experimentaron todos los países europeos al hilo de la Revolución Francesa y de las guerras napoleónicas, el fin del absolutismo monárquico no significó el fin de la institución monárquica. Por el contrario, a diferencia de lo que ocurriría en América, la monarquía se mantuvo en Europa como una institución central en el proceso de consolidación del liberalismo y en la construcción de los nuevos Estado-nación a lo largo del siglo XIX. Las breves experiencias republicanas que salpicaron el siglo no consiguieron que dejara de ser la forma de gobierno mayoritaria en toda Europa hasta, al menos, la I Guerra Mundial. La única excepción fue Suiza y, a partir de 1870, Francia. Inglaterra, en buena medida ajena a las convulsiones europeas, siguió una trayectoria propia y singular a partir de la revolución de 1688 que la convirtió en modelo de la compatibilidad, o incluso de la necesidad recíproca, entre monarquía y liberalismo.
De hecho, la evolución de la monarquía británica —más o menos idealizada o comprendida en el Continente— tuvo una influencia decisiva en los liberales europeos cuando se enfrentaron al reto de dejar atrás las convulsiones revolucionarias y, al mismo tiempo, resistir la posibilidad de una involución de tipo absolutista que pusiese en peligro lo que entonces se denominaba gobierno o sistema representativo. En el contexto de la oleada de restauraciones monárquicas que siguieron al fin de las guerras napoleónicas, una cuestión decisiva fue la de si la vieja institución volvería por sus antiguos fueros o si, por el contrario, la monarquía tendría que adaptarse a un escenario político y social nuevo, definido por las aspiraciones y los logros básicos de lo que Benjamin Constant denominó «la libertad de los modernos».
Fue precisamente a Constant, en el contexto de su preocupación por definir las condiciones de salvaguarda de ese tipo de libertad, a quien se atribuye habitualmente la introducción definitiva en el vocabulario político de la época del término monarquía constitucional.
Desde este último punto de vista, en el corazón de la ilusión monárquica del liberalismo se encontraba la convicción de que la monarquía era una barrera frente a la disolución social, la desagregación nacional y la revolución popular. De forma más o menos explícita, convencidos de la persistencia e intensidad de un respeto innato o de una devoción religiosa hacia los reyes, los liberales buscaron instrumentalizar la legitimidad acumulada por la institución como una idea mágica de orden al servicio de su particular concepción del mundo y de la política. Para ello, y en la práctica, debieron expulsar varias realidades del mundo de sus ilusiones, entre ellas la evidencia de fracturas de deferencia muy intensas entre los sectores populares y las clases medias, por una parte y, por otra, la manifiesta hostilidad o resistencia de prácticamente todos los monarcas a la preeminencia de los Parlamentos sobre la Corona.
En términos generales, el papel central otorgado a la monarquía constitucional en el diseño de los regímenes posrevolucionarios se legitimó sobre tres supuestos fundamentales. En primer lugar, y de forma potencialmente conflictiva respecto a los otros dos aspectos que inmediatamente señalaré, como una institución sancionada y legitimada por la soberanía nacional y derivada, por lo tanto, de la propia revolución. En segundo lugar, mediante la identificación entre la monarquía y la recuperación de la continuidad histórica de la nación. En tercer lugar, argumentando una y otra vez su utilidad política para servir como elemento de transformación pacífica de las instituciones y prácticas políticas heredadas. Estos supuestos desempeñaron un papel fundamental en el conflictivo proceso de relegitimación política de la autoridad monárquica (y por extensión del orden, la jerarquía social y la propiedad) en los diversos regímenes liberales europeos. La supervivencia de las casas reinantes, o incluso de la propia institución, dependió precisamente de su capacidad para enlazarlos y servir al proyecto de neutralización conjunta del despotismo y de la revolución.
En este terreno fue crucial, la capacidad (o no) de las dinastías reinantes para representar a la nación, no sólo en términos políticos o históricos, sino también morales y culturales. Tras los trabajos pioneros de David Cannadine y Benedict Anderson, hemos asistido en los últimos años a una interesante proliferación de estudios sobre las características particulares y las formas posibles de representación monárquica de los diversos imaginarios nacionalistas y, en menor medida quizás, sobre los valores asociados a la monarquía como encarnación simbólica de la nueva sociedad burguesa. Un entramado de nuevos (o reformulados) valores culturales cohesivos, tanto horizontales como verticales, capaces de legitimar (o no) los particulares mecanismos de inclusión y exclusión de los nuevos regímenes liberales y monárquicos. Es decir, el porvenir de las nuevas monarquías constitucionales estuvo estrechamente ligado a su capacidad para favorecer, efectivamente, la integración social y política de sectores de la población amplios y diversos, en especial en Estados internamente plurales y en una época de cambios muy acelerados.
Desde todos estos puntos de vista, la compatibilidad entre monarquía y liberalismo se dirimió, no sólo en el ámbito de lo político en sentido estricto, sino decisivamente en el ámbito de lo cultural en su acepción más amplia. Los reyes y reinas del siglo XIX se vieron tan forzados a adecuar su comportamiento político como su comportamiento privado, así como la representación pública de ambos, a las nuevas reglas que fue marcando la progresiva (pero también sobresaltada) consolidación del liberalismo en toda Europa occidental. Los cambios al respecto no se produjeron en planos separados, desarrollados de forma simultánea o subordinados de manera mecánica unos a otros. Por el contrario, se cruzaron constantemente, reforzándose u obstaculizándose y, lo que fue más decisivo, simbolizándose mutuamente ante la opinión pública. De la misma forma, fueron experimentados por los propios monarcas a lo largo del difícil proceso de adaptación (o no) de su comportamiento a la cultura política y el universo moral del liberalismo.
La eficacia de la monarquía posrevolucionaria en la construcción de los nuevos Estadosnación, dependió cada vez más de la retención de un margen de maniobra propio procedente, no sólo, de su capacidad legislativa o ejecutiva, sino también del acopio de una reserva suficiente de poder simbólico. Los materiales que fueron acumulando ese nuevo «capital simbólico» fueron diversos y en ocasiones contradictorios, variaron a lo largo del siglo XIX y en las diferentes culturas europeas. Como todo discurso basado en los principios de «posesión, identidad, historia y tiempo», la eficacia del discurso monárquico posrevolucionario —pensado, no lo olvidemos, como mecanismo de legitimación de la exclusión política y de la inclusión simbólica del grueso de la población— dependió en buena medida de su vaguedad conceptual, de la polisemia de sus elementos constitutivos, de la flexibilidad en su combinación y adaptación conjunta. De la escasa voluntad, en suma, de sistematización e incluso de coherencia entre sus elementos básicos.
En cualquier caso, y más allá de factores de otra índole particular, la eficacia simbólica de la institución monárquica como fuerza de preservación y cambio ordenado —tanto frente al caos producido por la revolución como frente a la corrupción moral y política del absolutismo— implicó la capacidad de las dinastías posrevolucionarias para representar la adecuación de las viejas formas de comportamiento aristocrático a la gran narrativa burguesa de la domesticidad como «cuna de la clase media» y caleidoscopio de sus valores culturales y morales. Desde este punto de vista, el aprendizaje del oficio de monarca constitucional requería que este estuviese preparado para sujetar su vida doméstica a las normas básicas de comportamiento de sus súbditos o, al menos, de la parte de aquellos que se sentían representados y protegidos por la nueva monarquía constitucional. La comprensión histórica de este tipo de monarquía requiere, por lo tanto, análisis que crucen todos esos planos de actuación, estableciendo las conexiones existentes entre los discursos doctrinales, los valores culturales y las prácticas políticas movilizadas
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