EL CAMINO A CASA
Copyright © 2015 por Jorge Posada
Publicado por HarperCollins Español® en
Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.
HarperCollins Español es una marca registrada de
HarperCollins Christian Publishing.
Título en inglés: The Journey Home
© 2015 por Jorge Posada
Publicado por HarperCollins Publishers, New York, NY 10007.
Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro— excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.
Todas las fotografías son cortesía del autor, a menos que se indique lo contrario.
Editora en Jefe: Graciela Lelli
Traducción: Belmonte Traductores
Adaptación del diseño al español: Grupo Nivel Uno, Inc.
Edición en formato electrónico © abril 2015: ISBN 978-0-82970-159-3
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PARA MI FAMILIA. MI MADRE, MI PADRE, MI HERMANA,
LAURA, JORGE JR. Y PAULINA.
TODOS USTEDES ME ENSEÑARON MUCHAS
COSAS, ESPECIALMENTE A AMAR .
CONTENIDO
E n 2009, unos días después de haber ganado la Serie Mundial, estaba fuera con mi familia disfrutando de una cena de celebración. Iríamos a casa a South Florida unos días después, y era un buen sentimiento que la temporada hubiera terminado y estar disfrutando de una cálida noche de finales de otoño. Tras haber terminado, Laura y yo permanecimos sentados mientras Jorge Jr. y Paulina comían unas cucharadas de helado. Yo vi la expresión de travesura en los ojos de mi hija, meneé mi cabeza y susurré: «Ni se te ocurra». Ella volvió a utilizar su cuchara como se debe, en lugar de usarla como lanzador.
Cuando nos pusimos de pie para salir del restaurante, un hombre se acercó a mí, llevando en su mano su gorra de los Yankees. Yo agradecí que él hubiera esperado a que termináramos antes de acercarse.
«Jorge, perdóneme, pero esperaba que pudiera…».
Me entregó la gorra y un marcador plateado.
«Claro que sí». Yo agarré la gorra y la firmé.
«Soy un gran aficionado», dijo, señalando con la cabeza hacia donde su familia estaba sentada. «Mi esposa hizo algo estupendo por mí este año. No sé cómo lo hizo, pero nos consiguió asientos para nuestro aniversario. Sección 20. Justamente detrás del plato. Los mejores asientos en el lugar. Yo podía verlo todo, igual que usted».
«Debió haber sido estupendo desde allí», dije yo, y le devolví su gorra.
«El campo entero se extendía delante de nosotros. Increíble. Gracias y felicidades».
Él tenía razón en que es increíble tener casi cada parte de un partido de béisbol jugándose delante de uno, la vista desde esa parte del estadio es notable; pero estaba equivocado en una cosa: yo tenía el mejor asiento en el lugar, aquella noche y cada noche en que me sentaba detrás del plato. Si él creía que aquellos asientos en la sección Legends del nuevo Estadio de los Yankees le hicieron sentir como si él fuera parte de la acción, imagínese lo que era para mí estar de cuclillas detrás del plato y participar en cada lanzamiento.
Yo siempre quise jugar en las Grandes Ligas. Era un deseo que mi padre plantó y cultivó en mí desde temprana edad. «Plantó y cultivó» puede que no sea la mejor expresión porque podría hacer pensar en alguien que trabaja en un bonito jardín cultivando flores. Lo que yo experimenté, comenzando cuando era pequeño, se parecía más a un agricultor que se levanta muy temprano cada día y se mata trabajando en el calor, bajo el sol y bajo la lluvia, y soporta cualquier otra cosa que la madre naturaleza lance a su camino.
Cuando pienso en mi carrera con los Yankees y recuerdo aquellos partidos desde detrás del plato, veo la bola rápida de Mariano astillando otro bate, a Derek corriendo a toda velocidad hasta el hueco, a Bernie siguiendo una bola bateada al aire al espacio hueco, a Clemens mirando por encima del borde de su guante, a Andy sonriendo mientras otra pelota de jugada doble consigue un inning, y al montón de jugadores cerca del montículo mientras celebramos otra victoria de la Serie Mundial. Lo que puede que no tenga sentido es que hay muchas veces en que esas imágenes quedan desplazadas por visiones de otro tipo de montón.
En 1983, yo tenía doce años. Me desperté una mañana de verano por un estridente sonido y pitidos regulares que provenían de delante de nuestra casa en Santurce, Puerto Rico. Miré por la ventana y observé mientras un camión volquete iba marcha atrás por el sendero de entrada de nuestra casa. Segundos después, su volquete se elevó en el aire y una avalancha de tierra, del color del azulejo terracota, cayó en nuestro sendero. Sentí cada terrón golpearme en la boca del estómago. Aquello no era bueno.
Me vestí rápidamente y fui a la cocina. Mi madre, Tamara, estaba ocupada en la estufa, y el sonido de algo chisporroteante hacía que le resultara difícil escuchar mi pregunta susurrante: «¿Qué pasó? ¿Dónde está Papí?».
Casi seguidamente, mi padre entró. Metió un papel en el bolsillo de su guayabera y después indicó con su cabeza hacia la puerta que llevaba desde la cocina al patio de atrás.
«¿Lo ves?». Extendió su brazo para indicar nuestro patio trasero, una extensión de hierba y arbustos que se extendía cuesta abajo desde la casa.
«Sí», le dije, sorprendido de que él me preguntaba si veía lo que era obvio.
Sin mediar más palabra, me condujo por el lateral de la casa hasta el camino. De nuevo nos detuvimos y él señaló: «¿Lo ves?».
Yo miré el montón de tierra que se elevaba por encima del nivel del tejado de nuestra casa de un solo piso.
Mi corazón desfalleció.
«Sí. Lo veo». Algo me decía que yo no estaba únicamente allí con mi padre para probar mi visión.
Él continuó: «Tienes que mover la tierra para la parte de atrás de la casa». Señaló al montón y después movió su cabeza indicando el patio trasero. «Para nivelar el terreno». Movió su mano paralela a la tierra para indicar cuál era mi tarea.
«Tienes dos meses». Levantó dos dedos, y entendí que estaría moviendo la tierra desde el sendero de entrada hasta el patio trasero esencialmente durante la mayor parte de mis vacaciones de verano.
«El trabajo será bueno para usted». Mi padre flexionó sus bíceps y asintió con su cabeza hacia mí.
Yo me quedé allí temblando por dentro, pensando que aquello era algún tipo de castigo y no una tarea. No me atrevía a indicar mi desagrado, mi incredulidad, mi sentimiento de que, si pudiera, usaría aquella tierra para enterrar a ese hombre y no para nivelar nuestro patio trasero. Mi padre se alejó rodeando el montón y desapareció por un momento. Yo aproveché la oportunidad para menear mi cabeza con indignación. ¿Qué iba a decirles a mis amigos cuando quisieran que fuera a la playa con ellos? ¿O al club? ¿O tan solo a montar en bicicleta?
Mi padre regresó, empujando una carretilla. Dentro había una pala. Yo comencé a tomar puñados de tierra. Sorprendido por lo fresca y pegajosa que estaba la tierra, dejé car cada puñado en la carretilla. Caía en la carretilla casi tanto como se quedaba pegado a mis manos. Di un vistazo rápido a mi padre, que estaba parado allí con una expresión en su cara de: «¿cómo puede este niño ser tan tonto?».
Agarré la herramienta y la metí en la tierra húmeda. Se resistía a mis esfuerzos. Volví a cavar otra vez. Levanté la pala llena y sentí que hacía presión contra los músculos de mis brazos y hombros. La elevé por encima de mi cabeza y la sacudí, viendo los terrones caer a la carretilla.
Mi padre regresó a la casa. Yo cerré los ojos y llevé las manos a mi cara para presionarlas contra mis ojos y así apartar la frustración y el enojo que brotaban en mi interior. Se lo iba a demostrar. Terminaría esa tarea en un abrir y cerrar de ojos. No iba a permitirle que me arrebatara la diversión del verano.
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