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David Rocasolano - Adiós, Princesa

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David Rocasolano Adiós, Princesa
  • Libro:
    Adiós, Princesa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Adiós, Princesa: resumen, descripción y anotación

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Adiós, Princesa es la historia del choque de un gran tren expreso, los borbones, contra una modesta caravana de gitanos, los Ortiz-Rocasolano. Nos han arrollado y ni siquiera se han preocupado de mirar hacia atrás. Érika está muerta y los demás nos hemos quedado solos y mutilados. Por eso escribo esto. Sé que la historia no tiene vuelta atrás. Pero esa historia, hasta ahora, solo ha sido contada de arriba abajo, con todo su glamour y su mentira. Ahora yo voy a contarla de abajo arriba. Desde lo que queda de aquella caravana destruida de gitanos. Advierto desde ya: no es una historia alegre.

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CAPÍTULO I

UNA VISITA ESPERADA

CREO que todo esto empezó una tarde de viernes en mi despacho de abogados. Ejerzo esta azarosa profesión desde hace dieciséis años. Los mismos que he dedicado al estudio del Derecho. Del «directum»: lo que está conforme a la «ley, a la regla, a la norma». Hasta que entendí que las leyes son injustas, como lo son la vida y la muerte. El derecho resulta inútil contra el poder.

Era octubre, quizá noviembre de 2008. Los viernes yo acostumbraba a quedarme hasta bastante tarde en el despacho, a veces resolviendo algún asunto del bufete y otras estudiando un poco la semana bursátil. Me gusta invertir en Bolsa. Calma los instintos ludópatas y, además, te obliga a mantenerte muy bien informado.

Aunque ya habían sonado las nueve en los campanarios, era noche cerrada, y la única luz todavía encendida en toda la planta era la mía, no me extrañó escuchar el timbre de la puerta. Algunos clientes conocían mi costumbre de no abandonar los viernes el despacho hasta muy pasada la hora de la cena, y se dejaban caer por allí para consultarme algo. Me levanté y abrí.

No conocía de nada al hombre que me encontré en el umbral. Tendría cuarenta y tantos años, era más alto que yo —mido 1,74—, el pelo canoso algo revuelto y vestía ropa informal pero no inelegante. De alguna manera me recordó a Corso, el traficante de libros malditos de El Club Dumas. Llevaba un bolso de cuero viejo y negro colgado en bandolera, y cuando me sonrió me di cuenta de que sabía con quién hablaba. Lamentablemente, me habían convertido en un personaje semipúblico, bastante a mi pesar, desde hacía algunos años.

—¿David Rocasolano?

—Soy yo. ¿Qué quiere?

Sonrió otra vez y me tendió una tarjeta. No recuerdo su nombre. Era bastante corriente. Antonio Pérez, Pedro Martínez o José Flores. Yo qué sé. Debajo del nombre ponía «Periodista y escritor», pero no se especificaba de qué medio, y el correo electrónico que aportaba al lado de un teléfono móvil era un hotmail particular.

—Quería hablar con usted, si tiene unos minutos.

—¿De algo relacionado con su profesión o con la mía? —le pregunté.

—Con la mía —volvió a sonreír comprendiendo mi tono irónico.

—Entonces, mejor vamos a tratarnos de tú —impuse mis reglas—. Pasa. La sala de juntas está por el pasillo. La segunda puerta de la derecha.

Durante los últimos años, he tenido ya bastantes oportunidades para hartarme de periodistas que demandan información sobre mi prima. Mi prima: para ustedes su Alteza Real la Princesa de Asturias, doña Letizia Ortiz Rocasolano. Para mí, Letizia.

Incluso había recibido suculentas ofertas económicas para ir a decir chorradas en programas de televisión, aunque nunca lo suficientemente apetitosas como para vencer mi deber de lealtad hacia ella. La palabra lealtad siempre me ha impuesto mucho. Siempre me he negado a decir nada, entre otras cosas porque nada tenía que decir, pero intento deshacerme de los periodistas con la máxima educación posible a pesar del hartazgo. Al fin y al cabo, si rebuscas muy bien, algunos de ellos son incluso gente honesta.

Me dirigí a la sala provisto de mi grabadora. La grabadora es un arma portentosa contra los que sienten inclinación a desdecirse: abogados, clientes, periodistas… Nos sentamos cada uno a un lado de la mesa y le ofrecí un cigarro antes de obsequiarle con un rotundo no.

—Tú dirás. Pero te advierto que no acepto entrevistas, ni colaboro en la redacción de libros, ni doy ningún tipo de información. En definitiva, el tema sobre el que me vas a preguntar no me interesa —le expliqué.

—Ya sé. Ya me imaginaba. No es exactamente eso. Quería que vieras una cosa —abrió el bolso de cuero viejo y, de entre unos periódicos y unos libros, extrajo unos papeles y me los tendió por encima de la mesa.

Los reconocí enseguida. Levanté la vista hacia él y traté de deducir cómo habrían llegado aquellos papeles a aquel desastrado bolso. Me di unos segundos.

En definitiva, yo había sido el encargado de destruir el rastro de esos documentos. Cuatro pequeñas cuartillas, mitad de un folio y el expediente médico. Encomendarme a mí, y no, por ejemplo, al Centro Nacional de Inteligencia, la eliminación de unos expedientes que podían poner en peligro la ya escasa respetabilidad de la monarquía, había sido una chapuza. Una enorme chapuza urdida por Letizia y Felipe para que Juan Carlos y Sofía no se enteraran de nada y no frustraran una boda que les encantaría haber impedido.

Ya en 2003, seis años antes, cuando veía arder aquellos papeles en el fregadero de mi cocina, sabía que era imposible garantizar la eliminación de todos los rastros. Mucha gente en la clínica podría haber tenido la tentación de hacerse con copias, si habían reconocido a mi popular prima. Ahora, esa gavilla de folios podía valer mucho dinero.

—No tienes pinta de chantajista —le dije con cierta sorna para quitarle importancia al asunto—. Son fotocopias. No valen nada.

—Tengo originales —sonrió—. Pero no pretendo hacer un chantaje.

—¿Qué quieres entonces?

—Voy a escribir un libro sobre Letizia y quería que me ayudaras. Tú eres una de las personas que más cerca ha estado de Letizia durante toda su vida. Estoy dispuesto a ofrecerte la mitad de los derechos y a que todo lo que se publique pase antes por tu supervisión —recitó como si se trajera el párrafo aprendido de memoria.

—No —respondí sin pensarlo—. No tengo ninguna necesidad de colaborar contigo. Ni ningún interés en lo que vayas a contar. ¿Te crees que algún editor va a publicar esto?

—A lo mejor en España, no…

—¿Has contactado ya con alguno?

—No. Prefiero negociarlo todo con el texto ya cerrado. Necesito discreción.

—¿Discreción? —me reí—. ¿Y quién te dice que en cuanto salgas de aquí no voy a descolgar el teléfono?

—Nadie —se encogió de hombros—. Pero vosotros tenéis mucho más interés que yo en ser discretos.

—Disculpa. Eso me ha sonado parecido a una amenaza —sonreí con suficiencia.

El tono de la charla era relajado y amable, como el de dos personas que conversan acerca de algo banal. Los abogados y los periodistas estamos bien entrenados en disimular lo que verdaderamente nos interesa.

—¿Te puedo hacer una pregunta personal? —asintió con la cabeza—. ¿Por cuánto me venderías esos documentos?

—No están en venta, de verdad —contestó sin dramatismo—. Quiero escribir el libro, no vengo a pedir dinero.

—¿No escribes por dinero? —pregunté con sorna.

—Algunas cosas sí y otras no. Si quisiera dinero nada más, vendería estos papeles a cualquier televisión y me iría de vacaciones un par de meses.

—O de años, si tienes de verdad los originales —maticé—. ¿Y de qué va el libro? ¿Te dedicas a la prensa rosa? No tienes pinta.

—El libro va sobre la hipocresía, no sobre la vida íntima de nadie —se puso serio—. ¿Entiendes?

Por supuesto que entendía y entiendo mucho de hipocresía. Asentí con un gesto. Vale. Un idealista. El peor enemigo que se puede tener en un asunto de esta especie. No se le puede comprar y, si lo intimidas, se hace más fuerte. Lo tienes chungo, prima. Tu única esperanza es que este tío, como tantos idealistas, sea un vago y se acabe olvidando del libro.

—Imagínate que te pongo encima de esta mesa un millón de pavos —le vacilé.

—¿Y qué coño iba a hacer yo con un millón de pavos? ¡Yo no sé conducir eso! —recuerdo las palabras exactas y que soltamos los dos una carcajada. La verdad es que el tío resultaba gracioso.

Seguimos hablando un rato sobre el libro y confirmé mi primera impresión. Un soñador con un pie en Marx y el otro en las estrellas. Su forma de hablar, en algunas cosas, me recordó la de Alonso Guerrero, el primer marido de mi prima. Otro revolucionario de salón. Radicales de interior que no saben por dónde se agarran una hoz o un martillo. Nos despedimos bastante amigos y rechacé con cierto pesar su invitación a una cerveza, porque estaba pasando un rato agradable. Los soñadores son como los niños. Consiguen que no te importe perder el tiempo con sus tonterías.

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