Chimamanda Ngozi Adichie - El peligro de la historia única
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- Libro:El peligro de la historia única
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
- Índice:4 / 5
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El peligro de la historia única: resumen, descripción y anotación
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Título original: The Danger of a Single Story
Chimamanda Ngozi Adichie, 2018
Traducción: Cruz Rodríguez Juiz
Texto final: Marina Garcés
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
MARINA GARCÉS
Con su característico amor por las historias, en este manifiesto Chimamanda Ngozi Adichie hace una llamada a rechazar los relatos únicos. Se trata de su primera TED Talk, un emotivo discurso que han visto más de tres millones de personas. Con rotundidad y calidez, la autora reivindica la riqueza de la infinitud de historias que nos conforman. En este texto —que se cierra con una reflexión de la filósofa Marina Garcés— Ngozi Adichie alerta sobre los peligros de reducir una persona, un país o una cultura a un relato unívoco, pues solo cuando comprendemos que nunca existe una única historia, subraya, recuperamos una especie de paraíso.
Chimamanda Ngozi Adichie
ePub r1.0
Titivillus 12-05-2018
Soy narradora. Y me gustaría narraros algunas anécdotas personales acerca de lo que me gusta llamar «el peligro de la historia única». Crecí en un campus universitario del este de Nigeria. Mi madre dice que aprendí a leer con dos años, aunque creo más probable que fuera con cuatro. En cualquier caso, fui una lectora precoz, y lo que leía eran libros infantiles británicos y estadounidenses.
También fui una escritora precoz, y cuando, hacia los siete años, empecé a escribir cuentos a lápiz ilustrados con ceras que mi pobre madre tenía la obligación de leerse, escribía exactamente el mismo tipo de historias que leía: todos mis personajes eran blancos de ojos azules, jugaban en la nieve y comían manzanas, y hablaban mucho del tiempo, de lo delicioso que era que saliera el sol.
Ahora bien, eso sucedía a pesar de vivir en Nigeria. Nunca había salido de Nigeria. Nosotros no teníamos nieve, comíamos mangos y nunca hablábamos del tiempo porque no hacía falta.
Mis personajes también bebían mucha cerveza de jengibre, porque los personajes de los libros británicos que leía la bebían. Daba igual que no tuviera ni idea de lo que era. Y durante muchos años me morí de ganas de probar la cerveza de jengibre. Pero esa es otra historia.
Lo que esto demuestra, creo yo, es lo impresionables y vulnerables que somos ante una historia, sobre todo de niños. Como solo había leído libros con personajes extranjeros, me había convencido de que los libros, por naturaleza, debían estar protagonizados por extranjeros y tratar de cosas con las que no podía identificarme. Pues bien, la situación cambió cuando descubrí los libros africanos.
No había muchos disponibles, y no eran tan fáciles de encontrar como los extranjeros. Pero gracias a escritores como Chinua Achebe y Camara Laye, mi percepción de la literatura cambió. Comprendí que en la literatura también podía existir gente como yo, chicas con la piel de color chocolate cuyo pelo rizado no caía en colas de caballo. Empecé a escribir sobre asuntos que reconocía.
Adoraba aquellos libros británicos y estadounidenses. Avivaron mi imaginación. Me abrieron mundos nuevos. Pero la consecuencia involuntaria fue que no sabía que en la literatura cabía gente como yo. Así que el descubrimiento de los escritores africanos hizo esto por mí: me salvó de conocer solo un relato de lo que son los libros.
Vengo de una familia nigeriana convencional, de clase media. Mi padre era profesor. Mi madre, administrativa. Y por tanto disponíamos, como era costumbre, de servicio doméstico, a menudo procedente de aldeas rurales cercanas. Cuando cumplí ocho años, un chico nuevo llegó a mi casa. Se llamaba Fide. Lo único que mi madre nos contó de él fue que su familia era muy pobre. Mi madre les mandaba ñame y arroz y ropa que ya no nos poníamos. Y cuando no me acababa la cena, solía decirme: «¡Acábate la comida! ¿Es que no sabes que hay gente, como la familia de Fide, que no tiene nada?». Así que yo sentía muchísima pena por la familia de Fide.
Entonces, un sábado, fuimos de visita a su pueblo y su madre nos enseñó una preciosa cesta de rafia estampada que había confeccionado el hermano de Fide. Me quedé impresionada. No se me había ocurrido que alguien de su familia supiera hacer algo. Lo único que oía de ellos era lo pobres que eran, de modo que me resultaba imposible verlos como algo más que pobres. Su pobreza era mi relato único sobre ellos.
Años después, pensé en ello cuando dejé Nigeria para estudiar en la universidad en Estados Unidos. Tenía diecinueve años. Y dejé impresionada a mi compañera de habitación, estadounidense. La chica me preguntó dónde había aprendido a hablar inglés tan bien, y le desconcertó descubrir que el idioma oficial de Nigeria es el inglés. Me pidió escuchar lo que llamó mi «música tribal», y se llevó una gran decepción cuando saqué mi cinta de Mariah Carey. Además, mi compañera de cuarto daba por hecho que yo no sabría utilizar la cocina.
A mí, lo que me impresionó fue lo siguiente: ella se había apiadado de mí incluso antes de conocerme. Su actitud por defecto hacia mí, en tanto que africana, era una especie de lástima bienintencionada y paternalista. Mi compañera de habitación conocía una única historia sobre África, un relato único de catástrofes. En esa historia no cabía la posibilidad de que los africanos se le parecieran en nada, no había lugar para sentimientos más complejos que la pena ni posibilidad de conexión entre iguales.
Debo decir que hasta que viajé a Estados Unidos no me identifiqué conscientemente como africana. Pero en Estados Unidos, cada vez que se mencionaba África, la gente se giraba hacia mí. Tanto daba que yo no supiera nada de lugares como Namibia. Pero terminé adoptando esta nueva identidad y, en muchos sentidos, ahora pienso en mí como en una africana. Aunque todavía me irrita que se refieran a África como si fuera un país; el ejemplo más reciente ha sido el vuelo de hace un par de días desde Lagos, por lo demás maravilloso, durante el cual la compañía Virgin anunció sus obras de caridad en «India, África y otros países».
Así que, después de unos años como africana en Estados Unidos, empecé a comprender la actitud de mi compañera. Si no me hubiese criado en Nigeria, y lo único que supiese de África proviniese de las imágenes populares, yo también pensaría que es un lugar de bellos paisajes, magníficos animales y gentes incomprensibles enfrascadas en guerras sin sentido, víctimas de la pobreza y el sida, incapaces de hablar por sí mismos y que viven a la espera de ser salvados por un extranjero blanco y bueno. Vería a los africanos igual que, de niña, veía a la familia de Fide.
La historia única de África en última instancia proviene, pienso yo, de la literatura occidental. He aquí una cita de los escritos de un mercader londinense llamado John Lok, que navegó al África occidental en 1561 y escribió un fascinante relato del viaje. Después de llamar a los africanos negros «bestias sin hogar», escribe: «También hay gente sin cabeza, con la boca y los ojos en el pecho».
Bueno, me río cada vez que lo leo. Y hay que admirar la imaginación de John Lok. Pero lo importante de lo que escribe es que representa el comienzo de una tradición de contar cuentos africanos en Occidente: una tradición del África subsahariana como un lugar de negativos, diferencias, oscuridades, de gente que, en palabras del maravilloso poeta Rudyard Kipling, son «mitad demonio, mitad niño».
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