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Tom Clancy - Peligro inminente

Aquí puedes leer online Tom Clancy - Peligro inminente texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1990, Editor: Plaza & Janes Editores, S.A., Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Tom Clancy Peligro inminente
  • Libro:
    Peligro inminente
  • Autor:
  • Editor:
    Plaza & Janes Editores, S.A.
  • Genre:
  • Año:
    1990
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Peligro inminente: resumen, descripción y anotación

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Peligro Inminente

Tom Clancy

Título original: Clear and Present Danger Traducción: Daniel Zadunaisky

© 1989 Jack Ryan Enterprises Ltd. © 1990, Plaza & Janés Editores, S. A.

© RBA Promociones Editoriales, S. L., 1998, para esta edición Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona

Edición especial para este diario

Diseño de la cubierta: Joan Batallé Ilustración de la cubierta: Paramount / Cortesía Kobal Collection

ISBN: 84-473-1353-0 Depósito Legal: B-24.213-1998

Impresión: Printer industria gráfica, S.A. Ctra. N-II, km 600 Cuatro Caminos, s/n. Sant Vicenç dels Horts (Barcelona)

El presente ejemplar debe comercializarse conjunta e inseparablemente con este diario. Queda expresamente prohibida su venta de forma separada.

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Impreso en España - Printed in Spain

correcciones (pocas) a la versión digital hechas por c0c0, durante su lectura en julio del 2004

AGRADECIMIENTOS

Como siempre, estoy en deuda con muchas personas. Quiero agradecer al «Gran Geraldo» su amistad; a Russ, de nuevo, sus sabios consejos y su enorme gama de conocimientos, a Carl y Colin, que no tenían la menor idea de en qué se estaban metiendo, pero yo tampoco; a Bill, su inteligencia; a Rich, por poner el énfasis en lo importante, a Tim, Ninja seis, por brindarme más de un dato sobre el arte de la supervivencia; a Ed, comandante de guerrilleros, y a Patricia, que bautizó el casco Repollo, por su amable hospitalidad; a Pete, director que fue de la escuela más apasionante del mundo (el doctorado es la vida misma); a Pat, que enseña lo mismo en otra escuela; a Harry, mi alumno, por su solemne irreverencia; a W. H., que se empeña en realizar un trabajo imposible e ingrato lo mejor posible; y a una decena de sargentos capaces de enseñarles un par de cosas a los mismos astronautas; y a muchos más: ojalá la patria los sirviera con la misma fidelidad que ustedes a ella.

A la memoria de John Ball,

amigo y maestro,

el profesional que abordó el último avión.

La ley, sin la fuerza, es impotente.

Pascal

La función de la Policía es ejercer la fuerza o amenazar con ella, a fin de hacer cumplir los fines del Estado, internamente y en circunstancias normales. La misión de las Fuerzas Armadas es ejercer la fuerza o amenazar con ella en el exterior en circunstancias normales y en el interior, sólo en circunstancias anormales...

Para lograr sus fines, el Estado debe hallarse preparado para ejercer la fuerza en el grado que el Gobierno de turno crea conveniente o necesario para evitar la disolución de sus funciones y la cesión de sus responsabilidades.

General sir John Hackett

Prólogo

SITUACIÓN

El salón estaba desierto. El Despacho Oval ocupa el extremo sudeste del ala oeste de la Casa Blanca. Tiene tres accesos: uno desde la oficina de la secretaria privada del Presidente, otro desde la cocina, que, a su vez, da paso al estudio presidencial, y el tercero desde un pasillo, frente a la entrada del Salón Roosevelt. El despacho es de medianas dimensiones para tratarse de tan alto funcionario: es común escuchar a los visitantes decir que esperaban algo más grande. El escritorio presidencial está colocado frente a gruesas ventanas de policarbonato, a prueba de balas, que distorsionan el panorama de los jardines. La madera viene del HMS Resolute, una nave británica que se hundió en aguas de Estados Unidos alrededor de 1850. Los estadounidenses la salvaron y devolvieron al Reino Unido, y la reina Victoria agradeció el gesto con un escritorio hecho con maderas de roble de la nave. Al haber sido construido en una época en que la talla de los hombres era menor que la actual, fue necesario aumentar su altura durante la presidencia de Reagan. El escritorio se veía atestado de carpetas y memorandos sobre diversos asuntos de Gobierno; encima de la pila estaba la agenda de audiencias del día; había, además, un teléfono interno, otro externo con varias líneas y un tercero de aspecto común, aunque en realidad era un aparato sumamente complejo utilizado para conversaciones de alta seguridad.

El sillón presidencial, hecho a medida del usuario, tenía un respaldo alto, reforzado en su interior con láminas de kevlar —un producto «Du Pont» más fuerte y liviano que el acero— para brindar protección adicional en el caso de que los proyectiles disparados por algún demente lograran perforar las ventanas reforzadas. Desde luego que durante las horas hábiles había una decena de agentes del Servicio Secreto de guardia en ese sector de la mansión presidencial. La mayoría de las personas sólo tenía acceso a través de un detector de metales —que estaba muy a la vista— y todos bajo la atenta vigilancia de las penetrantes miradas de los agentes, cuya misión no era mostrarse amables sino proteger la vida del Jefe del Estado. Cada uno llevaba una pistola de grueso calibre y estaba instruido para ver en todo y en todos una posible amenaza para Domador. Ése era el nombre en clave del Presidente: fácil de pronunciar y de reconocer en un circuito de radio.

El vicealmirante James Cutter, ocupaba una oficina en el extremo opuesto, noroccidental del ala oeste. Se encontraba allí desde las 6:15 de la mañana: los deberes del puesto de asesor presidencial en materia de Seguridad Nacional obligan a su titular a madrugar. Cuando faltaba un cuarto de hora para las ocho, bebió una segunda taza del excelente café de la Casa Blanca y dispuso sus papeles en la carpeta de cuero. Cruzó la oficina de su ayudante, que estaba de vacaciones; giró a la derecha en el pasillo, frente a la oficina también desierta del vicepresidente —de visita oficial en Seúl—, y a la izquierda, frente a la del secretario general de la Presidencia. A diferencia del vicepresidente, Cutter pertenecía al círculo íntimo de funcionarios que tenían acceso directo al Despacho Oval sin pasar por secretaría general, aunque solía anunciarse para no tomar por sorpresa a los empleados. Semejante privilegio fastidiaba profundamente al secretario general de la Presidencia, y, por eso mismo, era tanto más agradable poder ejercerlo. Cuatro agentes de seguridad saludaron al paso del vicealmirante, el cual devolvió el gesto como si fueran empleados de baja jerarquía. Su nombre clave era Leñador, y aunque sabía que los agentes lo llamaban de otra manera, a esas alturas le importaba poco lo que otra gentecilla dijera de él. Desde muy temprano reinaba una gran actividad en la antesala de los secretarios, ocupada por tres empleadas y un agente secreto.

—¿Ya viene el jefe? —preguntó.

— Domador está bajando, señor vicealmirante —respondió el agente especial Connor. Tenía cuarenta años, era jefe de sección del destacamento presidencial y le importaba un bledo el grado militar de Cutter o lo que éste pensara de él. Los presidentes y sus asesores llegaban y se iban, algunos, queridos, otros, odiados, pero los profesionales del Servicio Secreto velaban por todos. Los ojos del agente se posaron en la carpeta de cuero y en el traje del vicealmirante. Estaba desarmado. El agente no era un maniático. Recordaba que un rey de Arabia Saudí había sido asesinado por un miembro de la familia real, y que a un ex primer ministro de Italia su propia hija lo había entregado a los terroristas que lo secuestraron y asesinaron. Cualquiera, no sólo un loco, podía constituir una amenaza para el Presidente. Por suerte para Connor, sólo tenía que ocuparse de su seguridad física. Había otros, menos profesionales que él, que se ocupaban de otras clases de amenazas.

Todo el mundo se puso de pie cuando el Presidente llegó, seguido por su guardaespaldas personal, una joven esbelta de unos treinta años y larga cabellera, que además era una de las tiradoras más certeras del servicio. Daga —así la llamaban en el Servicio— sonrió al ver a Pete. Les aguardaba un día de poco trabajo, porque el Presidente no saldría de la Casa Blanca. Ya había verificado la lista de audiencias, controlado los nombres en las computadoras del FBI, y, desde luego, someterían a los visitantes a una inspección cuidadosa, aunque sin registrarlos. El Presidente indicó al vicealmirante Cutter que lo siguiera. Los dos agentes repasaron la agenda de audiencias. Era un procedimiento de rutina. Al agente superior no le molestaba trabajar con una mujer. Daga se había ganado el puesto en las calles. Todos decían que si fuera hombre, ya tendría su ascenso, y que si algún aspirante a asesino la tomaba por una secretaria, peor para él. Mientras Cutter permanecía en la oficina, uno de los agentes, cada cinco o diez minutos, echaría una mirada por la mirilla de la puerta blanca para asegurarse de que no sucedía nada extraño. El Presidente llevaba ya tres años en funciones y estaba habituado a la vigilancia constante. Ningún agente se hubiera detenido a pensar que un control tan estrecho pudiera resultar fastidioso. Su tarea era estar al tanto de todo: cuántas veces por día iba al excusado, cuándo (y con quién) se acostaba. No por nada los llamaban el Servicio Secreto. Ocultaban toda clase de pecados veniales. La primera dama no tenía derecho a saber qué hacía el Presidente a cada hora del día —así lo habían dispuesto algunos mandatarios—, pero el destacamento de seguridad, sí.

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