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Claire Sterling - La hora de los asesinos

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Claire Sterling La hora de los asesinos
  • Libro:
    La hora de los asesinos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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La hora de los asesinos: resumen, descripción y anotación

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Este libro es una narración precisa y documentada del atentado contra Juan - photo 1

Este libro es una narración precisa y documentada del atentado contra Juan Pablo II, ocurrido el 13 de mayo de 1981. La autora afirmó antes que nadie que el atentado contra Juan Pablo II fue el fruto de una conspiración, afirmación desmentida o ignorada por casi todos hasta que ha sido confirmada por la magistratura italiana. Claire Sterling nos cuenta en este libro lo que sólo ella pudo y supo anticipar.

Claire Sterling La hora de los asesinos ePub r10 Titivillus 030215 Título - photo 2

Claire Sterling

La hora de los asesinos

ePub r1.0

Titivillus 03.02.15

Título original: The Time of the Assassins

Claire Sterling, 1984

Traducción: Esteban Riambau Sauri

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Reconocimientos Mientras yo estaba escribiendo este libro en Toscana Judy - photo 3

Reconocimientos

Mientras yo estaba escribiendo este libro en Toscana, Judy Harris fue mi línea de comunicación con Roma. La NBC la había encargado de cubrir la información sobre el atentado contra el Papa, y estaba llevando a cabo este cometido con talento, agudeza y buen hacer.

Se las arreglaba para conocer a todo el mundo, verificar los datos y meterse en todas partes, y demostraba una intuición casi infalible al decidir qué convenía conservar y qué era mejor descartar.

Hablábamos por teléfono casi cada noche, revisando una y otra vez las noticias de la jornada, comparándolas con lo que ya sabíamos y recordábamos, y buscando los signos delatores de manipulación y desinformación, que con el tiempo resultaron fácilmente detectables.

No sé cómo hubiera podido terminar el libro sin su ayuda, ni cómo cualquiera de las dos hubiera podido arrostrar algunos de los días más difíciles sin contar con la otra para aferrarse a lo que ambas creíamos.

Gracias, Judy.

En realidad, Tom, mi marido, no necesita mis palabras por escrito para saber lo que pienso acerca de la ayuda que me prestó. Se mostró paciente y comprensivo, disponía de notables antenas políticas, y su ojo infalible para encontrar la palabra indebida en el lugar inoportuno me salvó más veces de las que puedo contar. Apenas hubo un día en que no distrajera algún tiempo a su trabajo de escritor para ayudarme a mejorar el mío.

C. S.

Octubre de 1983.

1

La orden de arresto contra Mehmet Ali Agca, firmada anoche por el fiscal general Achille Gallucci, acusa al terrorista turco de «atentado contra la vida de un jefe de Estado… en colaboración con otras personas cuya identidad sigue siendo desconocida». Esto último, dijo, «no es una mera precaución; es algo más».

[El juez] Luciano Infelisi, el magistrado encargado del caso, que dictó auto de procesamiento, declaró más explícitamente: «Para nosotros, existen pruebas documentales de que Mehmet Ali Agca no actuó solo».

La Stampa de Turín, 15 de mayo de 1981 (vía Roma)

Según fuentes gubernamentales, la policía está convencida de que Agca actuó en solitario.

The New York Times, 15 de mayo de 1981 (vía Roma)

No actuó en solitario. Ahora lo sabemos, ya que así lo ha reconocido él mismo y así lo ha confirmado la investigación judicial italiana. De no ser por el testimonio de Agca, ninguna acumulación de pruebas fragmentarias hubiera convencido al mundo de que el servicio secreto búlgaro, actuando por cuenta del KGB de la Unión Soviética, conspiró para asesinar al jefe de la Iglesia Católica. Gran parte del mundo todavía se niega a creerlo, porque parece increíble y porque el público occidental, deliberadamente engañado por sus propios dirigentes, fue inducido a sacar la conclusión de que nunca hubo conspiración alguna.

Se necesitaron menos de cuarenta y ocho horas para montar el engaño. El papa Juan Pablo II fue tiroteado y casi resultó muerto en la plaza de San Pedro, la tarde del 13 de mayo de 1981. La primera falsedad oficial apareció la mañana del día 15 en The New York Times, tal como se ha citado antes, y en otros órganos de la prensa internacional.

Tal vez no hubiera sido necesaria la cobertura si el hombre que intentó matar al Papa hubiera sido muerto a su vez, tal como estaba planeado, eliminando así al testigo crucial capaz de confesar lo que sabía. Mucho después nos enteraríamos de que existía el propósito de asesinarlo apenas dejara atrás la plaza de San Pedro, ello suponiendo que una multitud enfurecida o un agente con buena puntería no acabara antes con él.

Lo salvó un capricho del azar en forma de monja bajita pero robusta, que le vio disparar su pesada Browning y se colgó de su brazo hasta que los carabineros llegaron a su lado, antes de que pudieran hacerlo sus traicioneros compinches. («¡No he sido yo!», gritó él una y otra vez, forcejeando para desprenderse de las firmes manos de Suor Letizia: «¡Sí, usted! ¡Ha sido usted!», gritaba ella).

Vivo y en la cárcel, Mehmet Ali Agca era una bomba de relojería que desgranaba su tictac hasta el día inevitable en que se le indujera a hablar. Y así comenzó un singular esfuerzo occidental para desacreditar, antes de que lo dijera, lo que Agca pudiera declarar, con objeto de eliminar pruebas concluyentes y tildarlo de embustero incorregible y perturbado mental. Por qué unos gobiernos de naciones libres llegaron a semejantes extremos para amparar a la Unión Soviética es una larga historia, narrada aquí sólo en parte, de planes ingeniosos y de fracasos. Me resulta más fácil explicar cómo lo hicieron que por qué lo hicieron, puesto que desde buen principio vi cómo se desarrollaba el caso y pasé por la abrumadora experiencia de tratar de atravesar el escudo protector.

Tuve la suerte de que se me brindara esa posibilidad. Un reportero no recibe cada día una oferta como la que me hizo llegar el Reader’s Digest: tómese todo el tiempo necesario, vaya allí donde se le antoje y gaste cuanto necesite, con tal de acercarse lo más posible a la verdad.

Pasaron nueve meses antes de que publicara mis primeros hallazgos, y para entonces Agca ya estaba hablando en privado con un juez italiano. Cuando se efectuaron los primeros arrestos fruto de su confesión, a finales de noviembre de 1982, su imagen estaba tan perfectamente deformada que casi nadie estaba dispuesto a creerle, y quienes tal vez hubiesen querido prestarle oído quedaron desalentados por las filtraciones semioficiales a la prensa. Un portavoz del Whitehall de Londres previno contra la tendencia a prestar crédito a «convictos que “cantan” para salir de la cárcel». y ello mientras circulaban por Europa rumores de que Agca dijo lo que le mandó decir la propia CIA.

Retrospectivamente, sorprende que esa historia hubiera podido propagarse con tanta rapidez y facilidad, ante los ojos de varios centenares de periodistas llegados a Roma desde todos los rincones del globo para informar del atentado contra el Papa. Durante un fugaz instante, la verdad estuvo al alcance de todos, y seguidamente se esfumó. A la primera señal de una probable conspiración, el gobierno y los dirigentes de la Iglesia percibieron los peligros de exponerla. De la noche a la mañana se alzó una pared de espejos que desvió nuestra visión desde todos los ángulos.

En general, la existencia de esa pared pareció escapar a la atención de los corresponsales de prensa, absortos como estaban en el drama inmediato. Apenas media docena de reporteros se mantuvieron en sus trece, tratando de ver más allá de la pared, desde Roma hasta Ankara y Estambul, Viena, Zurich, Hamburgo, Múnich o Bonn. Por ello nuestros colegas nos consideraban con irónico escepticismo, y un formidable dispositivo político occidental —organizado por izquierda, derecha y centro— así como los servicios secretos de Occidente, incluida la CIA, nos contemplaban con una irritación que iba en aumento. Con el tiempo, llegaron a ver en nosotros una amenaza internacional, capaz de poner en peligro la paz entre las naciones, y tal vez todo el orden planetario. Estos sentimientos se endurecerían para convertirse en una asombrosa hostilidad al ser respaldados nuestros hallazgos por los tribunales italianos.

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