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Eduardo de Guzmán - Nosotros, los asesinos

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Eduardo de Guzmán Nosotros, los asesinos

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En Nosotros los asesinos narra Eduardo de Guzmán con desgarrada y dolorida - photo 1

En Nosotros, los asesinos, narra Eduardo de Guzmán, con desgarrada y dolorida sinceridad, una impresionante experiencia vivida en los años más trágicos de su vida y de buena parte de los españoles. Relata los hechos como sucedieron, con precisión de fechas, nombres, apellidos y lugares. Nosotros, los asesinos constituye un fuerte alegato contra el fanatismo, la intolerancia, la crueldad y la guerra, con cuanto esta última lleva aparejada. Es el relato de una gran tragedia colectiva y una lección para evitar que todos, dejándonos arrastrar de nuevo por el huracán de pasiones y violencias, volvamos a cometer el terrible error de descender al infierno de una guerra civil.

Eduardo de Guzmán Nosotros los asesinos Memorias de la guerra civil 3 ePub - photo 2

Eduardo de Guzmán

Nosotros, los asesinos

Memorias de la guerra civil 3

ePub r1.1

Titivillus 17.09.16

Título original: Nosotros, los asesinos

Eduardo de Guzmán, 1976

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

IX FINAL DE UNA PESADILLA Y COMIENZO DE OTRA Durante dos horas voy de un lado - photo 3

IX

FINAL DE UNA PESADILLA Y COMIENZO DE OTRA

Durante dos horas voy de un lado para otro, entro y salgo en los distintos pabellones, corro, subo y bajo recorriendo diez veces la cárcel en todas las direcciones. Hablo con veinte personas distintas y no ando con rodeos con ninguna. Tengo que fugarme y el tiempo apremia. Si no me fusilan esta misma noche, lo harán mañana o pasado. La única salvación posible es largarme cuanto antes.

Todos comprende lo desesperado de mi situación y parecen dispuestos a ayudarme. El problema estriba en cómo intentar la fuga con alguna posibilidad de éxito por remota que sea. Aquí tropiezo con dificultades insuperables. Nuestro proyecto de utilizar las alcantarillas es irrealizable de momento. Aun pudiendo descender hasta ellas, no podría forzar la reja que resguarda la desembocadura de las atarjeas en pleno campo. Tampoco es posible huir pasando del tejado del edificio central a los de unas casas cercanas, porque han condenado con barrotes de hierro las salidas al tejado.

—Saltar la tapia por la parte del frontón es prácticamente imposible porque habría que hacerlo en pleno día y ante las narices de los centinelas.

Tras descartar por irrealizables varios caminos de posible huida, quedan como problemáticas y arriesgadas —pero no imposibles— tres opciones, y las tres exigen traspasar la alambrada del patio sin sembrar la alarma. Las dos primeras consisten en salir por la mañana mezclado con los destinos de paquetes, comunicaciones y peculio a la parte de la antigua huerta y esperar allí o una distracción de los centinelas, para saltar la tapia y caer al jardín de un convento cercano o la misma calle, o procurar escabullirme en un descuido del funcionario de servicio en la puerta hasta mezclarme con los familiares que entran a comunicar y salir confundido entre ellos. Ambos son un tanto aleatorias y exigen la complicidad de la mayoría de los destinos.

—Yo estoy dispuesto —dice el avisador de las comunicaciones—, pero no me fío de los otros.

La tercera posibilidad de fuga consiste en resucitar algo que tenemos pensado de antiguo, pero que hemos desechado por difícil y comprometido: salir de noche con Martínez cuando vaya a arreglar el motor del pozo y salvar los muros en las cercanías del estanque. El interesado está decidido a prestarme toda su ayuda. Pero…

—Ni esta noche ni mañana tenemos nada qué hacer. Sólo pasado y si le toca a quién tú sabes.

El funcionario a que se refiere es un hombre mayor que trabaja simultáneamente en tres o cuatro empleos, tiene que madrugar por las mañanas y procura dormir todo lo posible durante el servicio nocturno. Mientras otros van con Martínez por las noches hasta el estanque y se quedan con él todo el tiempo que necesite para arreglar la avería, éste le deja ir solo, convencido de que no se fugará.

—Dentro de dos noches entrará de guardia y podremos intentarlo.

—Lo más probable —replico— es que pasado mañana me hayan fusilado ya.

No obstante, por si viviera hasta entonces y no tuviera éxito con los destinos de paquetes y comunicaciones, ultimamos todos los detalles. Tendré que pasar el recuento de la tarde en mi celda y entre el momento de terminar éste y el toque de silencio, bajar sin que me vean hasta la planta baja para meterme en el cuchitril que Martínez comparte con otros dos compañeros. Ni éstos ni los demás ocupantes de mi celda dirán una sola palabra. Nadie me echará en falta hasta el recuento de la mañana, doce horas después. Si aun estando abajo no pudiera marcharme, podría volver al segundo piso cuando lleven la malta del desayuno. Por si acaso grabo bien en la memoria los nombres y las señas de cuatro personas distintas —una en el mismo Carabanchel y las tres restantes en Madrid—, donde podré hallar refugio al escapar de Santa Rita.

—No me queda más remedio que esperar aquí dos o tres días —digo a los compañeros de la celda 14, cuando he de subir a ella para el recuento de la tarde—. Veremos si hay suerte y me dejan vivir hasta entonces.

Cuando tres horas más tarde se produce una nueva saca, tengo la absoluta seguridad de que vienen por mí. Sigo con mayor interés y emoción que nunca el ruido de pasos en el pasillo, el encender y apagarse las luces, la apertura de puertas y las voces que llegan confusamente hasta nosotros. Fermín, que aupado nuevamente sobre los hombros de su hermano, atisba por la rendija del montante lo que ocurre, nos lo va comunicando escuetamente:

—Han abierto la veintitrés. Ahora vienen para acá.

—No, no. ¡Creo que se van!

Todo dura cinco minutos escasos, aunque yo creo envejecer en ellos cinco años. He sufrido mucho en las sacas anteriores, en todas las cuales temía que vinieran por mí. En esta ocasión sufro más porque ahora tengo la clara sensación de la rata atrapada en una trampa sin escapatoria posible.

—Bueno —dice Ferreiro— ya me parece que podemos dormir esta noche.

No experimento esta vez la salvaje alegría de otras semejantes, ni siquiera el hambre voraz que a todos nos produce el peligro inminente superado. Continúo sentado en el petate sin intervenir en la charla general.

—Enhorabuena —dice Reglero, que se da cuenta de mi estado de ánimo—. Por lo menos tienes dos días más de vida porque mañana es sábado.

En el azoramiento y premura de las horas precedentes ni siquiera he pensado en ello. En efecto, el 19 de mayo es domingo y los domingos no fusilan a nadie. En otras semanas he recibido con el mismo alborozo que los demás condenados la llegada del sábado; en ésta, no. Gano poco con que no me maten el domingo por la mañana, si han de hacerlo el lunes o el martes.

—De todas formas, me fusilarán lo mismo, si no encuentro manera de largarme.

Sábado y domingo son los días más largos de mi vida. También los de mayor desolación y desesperanza. Me muevo mucho, procuro no desaprovechar un solo minuto, hablo con cien personas distintas, inició dos tentativas distintas y no consigo nada. En la mañana del sábado logro llegar hasta la entrada del patio de comunicaciones e incluso trasponerla porque está entreabierta. Pero sólo consigo darme de bruces con el funcionario que vigila al otro lado y que me cierra el paso, preguntando receloso dónde voy.

—A comunicar con mi familia —respondo, fingiéndome totalmente despistado—. ¿No se va por aquí al locutorio?

—¿Eres nuevo aquí?

—Iba al locutorio —contesto, eludiendo responder directamente a su pregunta.

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