Para Josh Timonen
P RÓLOGO
C ada día aparecen nuevas pruebas que respaldan la evolución, y son más sólidas que nunca. Al mismo tiempo, aunque resulte paradójico, la oposición mal informada también cobra más fuerza de la que puedo recordar. Este libro es mi resumen personal de las pruebas que demuestran que la «teoría» de la evolución es un hecho real —tan irrefutable como cualquier otro hecho de la ciencia—.
Este no es el primer libro que escribo sobre la evolución, y debo explicar qué es lo que lo hace diferente. Podría definirse como mi eslabón perdido. El gen egoísta y El fenotipo extendido , El cuento del antepasado, exponía todo el curso de la historia de la vida, en forma de una especie de peregrinaje chauceriano en busca de antepasados, hacia atrás en el tiempo, pero de nuevo asumía como cierto el hecho de la evolución.
Al revisar estos libros me di cuenta de que en ninguno de ellos aparecían pruebas del hecho de la evolución, y ese era un problema importante que debía zanjar. El año 2009 me pareció un buen momento para hacerlo, ya que se celebra el bicentenario del nacimiento de Darwin y el 150.º aniversario de la publicación de El origen de las especies. Como es lógico, no soy el único que se percató de esta coincidencia, y en este año han visto la luz obras excelentes, entre las que destacaría el libro de Jerry Coyne Why Evolution is True [Por qué la evolución es verdad]. La muy favorable reseña que escribí sobre esta obra en el Times Literary Supplement puede consultarse en http://richarddawkins.net/ article,3594,Heat-the-Hornet,Richard-Dawkins.
El título provisional que mi agente literario, el visionario e infatigable John Brockman, sugirió a los editores para mi libro fue Solo una teoría . Después se dio cuenta de que Kenneth Miller ya se nos había adelantado utilizándolo para su larguísima contestación a una de esas demandas judiciales por las que a veces se deciden los planes de estudios científicos (un juicio en el que desempeñó un papel heroico). En cualquier caso, siempre tuve dudas sobre la idoneidad del título de mi libro, y estaba dispuesto a archivarlo cuando me di cuenta de que el título perfecto llevaba tiempo esperándome en otro estante. Hace varios años, un admirador anónimo me envió una camiseta en la que aparecía el siguiente eslogan jocoso: «Evolución, el mayor espectáculo del mundo, el único juego en la ciudad». De vez en cuando se me pasaba por la cabeza comenzar una conferencia con ese título, y de pronto comprendí que sería un título idóneo para este libro, aunque si lo utilizaba completo iba a resultar demasiado largo. Lo reduje a Evolución. El mayor espectáculo sobre la Tierra . Por otra parte, «Solo una teoría», precavidamente encerrado entre signos de interrogación para evitar que los creacionistas lo sacaran de contexto, sería un estupendo título para el primer capítulo.
He recibido ayuda de varias formas y de parte de mucha gente, como Michael Yudkin, Richard Lenski, George Oster, Caroline Pond, Henri D. Grissino-Mayer, Jonathan Hodgkin, Matt Ridley, Peter Holland, Walter Joyce, Yan Wong, Will Atkinson, Latha Menon, Christopher Graham, Paula Kirby, Lisa Bauer, Owen Selly, Victor Flynn, Karen Owens, John Endler, Iain Douglas-Hamilton, Sheila Lee, Phil Lord, Christine DeBlase y Rand Russell. Sally Gaminara y Hillary Redmond, quienes, junto con sus (respectivos) equipos de Gran Bretaña y Estados Unidos, me han prestado un magnífico apoyo. En tres ocasiones durante los últimos pasos de producción del libro han aparecido nuevos e importantes descubrimientos en la prensa científica. En cada una de esas ocasiones pregunté tímidamente si se podrían alterar los ordenados y complejos procedimientos de publicación para incluir estos nuevos descubrimientos. Las tres veces, en lugar del gruñido que cabría esperar de cualquier editor ante estas molestas incorporaciones de última hora, Sally y Hilary aceptaron las propuestas con un entusiasmo alentador y movieron cielo y tierra para hacerlas efectivas. Gillian Somerscales resultó ser igual de entusiasta y servicial en la labor de revisión y organización del libro, que llevó a cabo con auténtica inteligencia y sensibilidad.
Mi esposa, Lalla Ward, ha sido una vez más mi mayor soporte, con un valor infatigable, unas muy útiles críticas estilísticas y sus clásicas y elegantes sugerencias. El libro se concibió y empezó a escribirse durante mis últimos meses en la cátedra que lleva el nombre de Charles Simonyi, y se terminó después de haberme jubilado. Como despedida de la cátedra Simonyi, catorce años y siete libros después, me gustaría expresar de nuevo mi profundo agradecimiento a Charles. Lalla coincide conmigo en la esperanza de que nuestra amistad siga viva por muchos años.
Este libro está dedicado a Josh Timonen, con mi agradecimiento hacia él y hacia el pequeño y esforzado grupo que trabajó originalmente en la creación de RichardDawkins.net. En la red se conoce a Josh como un inspirado diseñador web, pero eso no es más que la punta de un increíble iceberg. El talento creativo de Josh ha dejado huella, y la imagen del iceberg apenas refleja la enorme versatilidad de su contribución a nuestro esfuerzo común y el magnífico sentido del humor con que lo hizo.
¿S OLO UNA TEORÍA ?
I magine que es usted un profesor de latín y de historia de Roma ansioso por transmitir su entusiasmo por el mundo antiguo —por las elegías de Ovidio y las odas de Horacio, la poderosa economía de la gramática latina tal y como se muestra en la oratoria de Cicerón, las sutilezas de estrategia en las guerras púnicas, el liderazgo de Julio César y los voluptuosos excesos de los últimos emperadores—. Es una gran empresa y lleva tiempo, concentración y dedicación. Aun así, usted descubre que está malgastando su tiempo continuamente y que su clase ve distraída su atención por un grupo de ignorantes vocingleros (como académico del latín, usted diría mejor ignorami) que, con apoyo político y especialmente económico, conspiran sin descanso para persuadir a sus desafortunados alumnos de que los romanos nunca existieron. Nunca hubo un Imperio romano. El mundo entero comenzó a existir solo un poco antes de lo que alcanza la memoria viva. El español, el italiano, el francés, el portugués, el catalán, el occitano, el retorromano: todas estas lenguas y sus dialectos aparecieron de forma espontánea e independiente, y nada deben a ningún antecedente como el latín. En lugar de dedicar toda su atención a la noble vocación de académico del mundo clásico y profesor, se ve forzado a emplear su tiempo y su esfuerzo en una denodada defensa de la proposición de que los romanos existieron alguna vez: una defensa contra una exhibición de prejuicio ignorante que le haría llorar si no estuviera tan ocupado luchando contra ella.
Si mi fantasía sobre el profesor de latín le parece muy caprichosa, veamos un ejemplo más realista. Imagine que es un profesor de historia más reciente y que sus lecciones sobre la Europa del siglo XX se ven boicoteadas, interrumpidas o desbaratadas de alguna otra forma por grupos políticamente poderosos y bien financiados de revisionistas del holocausto. A diferencia de mis negadores de Homero, los negadores del holocausto existen de verdad. Hacen ruido, son superficialmente plausibles y expertos en parecer bien formados. Están apoyados por el presidente de, al menos, un Estado poderoso actual e incluyen, como mínimo, a un obispo de la Iglesia Católica Romana. Imagine que, como profesor de historia europea, se enfrenta continuamente a demandas beligerantes para que se «enseñe la controversia», y se dedique «el mismo tiempo» a la «teoría alternativa» de que el holocausto nunca ocurrió, que fue inventado por un grupo de conspiradores sionistas. Intelectuales relativistas de moda intervienen para insistir en que no hay una verdad absoluta: si el holocausto ocurrió es una cuestión de creencia personal; todos los puntos de vista son igualmente válidos y deben ser igualmente «respetados».