Ángel-Antonio Herrera - Francisco Umbral
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- Libro:Francisco Umbral
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1991
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Francisco Umbral: resumen, descripción y anotación
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Autor de casi un centenar de libros e incontables artículos, cronista por excelencia y columnista de mano maestra, Francisco Umbral es, hoy, nombre primerísimo en nuestras letras contemporáneas y original figura en la vida social española.
Provocador y polémico, calumniado unas veces y ensalzado muchas otras, pero siempre seguido en su ya larga carrera de excepcionalidad, Francisco Umbral resulta inmejorable ejemplo de esos pocos casos que a nadie dejan indiferente.
Aquí se dan cita, por primera vez, el Umbral hombre y el Umbral escritor, dos caras de una sola existencia que no acaba de separar literatura y vida, sin duda porque jamás las ha entendido como cosa distinta. No «un» escritor, pues, sino «el» escritor; eso es Umbral, y eso es este libro.
Un libro que, huyendo en lo posible de la biografía al uso, arrasa con el género y da unas páginas cruzadas de diálogo, ricas de intimidad y vivas de confesión donde todo tiene el rigor del atrevimiento.
Ángel-Antonio Herrera
ePub r1.0
Titivillus 14.02.16
Título original: Francisco Umbral
Ángel-Antonio Herrera, 1991
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
ÁNGEL-ANTONIO HERRERA (1965). Lleva más de veinticinco años dedicado al periodismo escrito. También ejerce en radio y televisión. Ha publicado la novela “Cuando fui Claudia”, el diccionario de famosos “Esto no es Hollywood”, o el volumen de crónicas “Alta Suciedad”, entre otros títulos de diverso género. Es autor de los poemarios “El demonio de la analogía”, “En palacios de la culpa”, “Te debo el olvido”, “Donde las diablas bailan boleros” y “Los motivos del salvaje”. Dos antologías reúnen parte de su obra poética: “El sur del solitario” y “Arte de lejanías”.
Le conocí, años ha, en la vana provincia de mis primeros versos, novias y demás desastres, a donde hube de arrastrarle previo pago de su importe, naturalmente, con la coartada de una conferencia. Una pela, pasta o pastizara municipal que yo había chuleado a fondo, en los despachos correspondientes, que para eso están. Durante aquel encuentro, hablé mucho con Umbral de política, de escritura, de drogas, de mujeres, y con todo ello hice larga entrevista, que se publicó en cuidada revista literaria, un lujo a pesar del cual logré cobrarme aquellos diez o doce folios conversacionales.
—Que lo mismo hasta escribes demasiado, Umbral.
—Y qué.
—Pues que lo mismo hasta cansas a los más fieles.
—Yo siempre tuve muy claro que al lector hay que envenenarle. Ése es mi credo de escritor.
Uno, entonces, estaba un poco o un mucho envenenado de Umbral, le leía sin prisa, unas veces, y otras me bebía de golpe su prosa de espesor y sorpresa, tanto en libro, donde es incurable de invención, como en periódico, donde mata marquesas, bendice rojos o apedrea puristas, sin nunca descuidar un alto estilo adjetival, ensortijado de greguería y sinuoso de sintaxis, que es en él facultad del alma.
A mí, entonces, me tenía un poco o un mucho hechizado su estatura literaria, de la misma manera que luego, a pesar de la complicidad o la camaradería en el trato, no deja de aturdir su mucha estatura física, exotismo ibérico que él mismo aún más acentúa con una melena antimoda, una voz de umbría hondura y esa tristeza «propia de los casi gigantes», como seguro también él escribiría.
Luego, ya en Madrid, huido yo, al fin, de la provincia, he frecuentado a Umbral por rachas, a propósito de viajes, fiestas y otros desmanes, he puesto tesón en algunos mutuos proyectos periodisticoliterarios, que han salido o no han salido, eso según clemencias de la vida, que es una inclemente, y hasta sospecho hemos compartido más de una joven novia rubia. Pero, sobre todo, me he seguido tomando, cada mañana, su dosis o sobredosis de malicioso cronista o columnista, primero en El País, después en Diario 16, y hoy mismo en El Mundo, a más de hacerle hueco, entre otras lecturas, al generoso y siempre desconcertante goteo de sus memorias, novelas y demás osadías de inclasificable género, entre el lirismo y el autobiografismo.
Umbral es que no se cansa.
—Que dicen algunos, Umbral, que lo mismo escribes de más y que te falta el gran libro.
—Eso lo dicen los que no me han leído.
Umbral es que tampoco se corta. Y ésta es una de sus grandezas. Si es verdad que, difícilmente, puede encontrarse a alguien, hoy, que despierte, a la vez, tantos odios como aprecios (y ambos males con la misma desmedida intensidad) no es menos cierto que difícilmente puede hallarse a alguien, hoy, que viva más en escritor, rehén, día y noche, de ese desapasionado apasionamiento que es, al cabo, la vocación literaria. Una figura como la suya, tan enfática en lo personal y lo profesional, y en caso de que en él la vida y la escritura fueran cosa distinta, que no lo son, exige devotos, más que lectores, admiradores o simpatizantes. Hechizados. Umbral, para bien o para mal, envenena, qué duda cabe. Y el primer envenenado es él mismo.
En todo ello hay un largo cultivo de imagen, que ha sostenido contra tempestades de moda, en proa de su individualidad, y hay un inacabable espartanismo o sonambulismo de trabajador que cree en el ahínco diario, como desesperada manera de estar —o de no estar— en el mundo.
La bufanda, que ya casi no usa roja, en beneficio de la blanca, el abrigo largo, que últimamente ya no lo luce negro Pierre Cardin, sino agrisado de delicada espiga, y la boutade a punto, que siempre le queda entre encanallada y lírica. He aquí el trípode donde ha venido sustentándose su presencia de convidado, nunca de piedra, a toda última fiesta, couché o cirio televisivo.
La metáfora, que le queda llameante de hallazgo, la sintaxis, que es en él sierpe de barroquismo, y el adjetivo, que le hace la prosa un poco escultura o arquitectura. He aquí el trípode estilístico donde ha venido levantando su colosalismo de autor antigénero, copioso de producción y deslumbrante de párrafo.
—Que dicen esos mismos que no te leen, Umbral, que te repites.
—Y qué más da, si me repitiera. Yo estoy, con Pavese, en que hay que ser brillantemente monocorde.
Umbral es brillantemente monocorde y prueba a ser sublime sin interrupción, según quería Baudelaire, que éste sí que es no sólo referencia literaria de Don Francisco, tan proclive a la cita, sino espejo de modernidad donde nuestro prosista se mira a menudo, a ver si coinciden en mundo, maldades, manías y hasta en el pelo teñido en verde, que lo mismo también Umbral acaba coloreándose, algún día, como el poeta, al menos para aliviarse de su media calvicie, que yo creo le jode un rato.
Pero por debajo de su pose y su obra, que no son minucia, por debajo o por encima del escritor o el personaje, que son quilate, hay el Umbral hombre, un ser de ternuras y convalecencia al que sólo se llega, cuando se llega, después de sortearle su severidad de oficio, su verbo en filo e incluso esos días intratables en los que no está ni para sí mismo. Es difícil, como se entenderá, afinar su semblanza íntima, entre otras cosas porque en eso todos somos el desconocido más cercano y Umbral, tan aquejado de heterodoxias, ni así sale librado del tópico. A Umbral, en tales lides, habría que definirle por contraste. O sea, en oposición a ese otro Umbral social, popular, y hasta un punto escandaloso que yo, él, y cualquiera, más y mejor conocemos.
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