V. S. Naipaul - Leer y escribir. Dos mundos
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- Libro:Leer y escribir. Dos mundos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2001
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Leer y escribir. Dos mundos: resumen, descripción y anotación
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The New York Review of Books,
18 de febrero 1999
No tengo ningún recuerdo. Es uno de los grandes defectos de mi intelecto, que no paro de darle vueltas a cualquier cosa que me interese, y a fuerza de examinarla mentalmente desde diferentes puntos de vista, al final veo algo nuevo y cambio por completo su aspecto. Extiendo el tubo de la lente y enfoco en todas direcciones, o lo repliego.
STENDHAL, La vida de Henri Brulard (1835)
Tenía no más de once años cuando me llegó el deseo de ser escritor; y luego, poco después, fue una ambición definida. Parece insólito que ocurriera a tan joven edad, pero no creo que sea extraordinario. He oído que coleccionistas serios de libros o cuadros a veces empiezan cuando son muy jóvenes; y hace poco, en la India, un distinguido cineasta, Shyam Benegal, me dijo que tenía seis años cuando decidió dedicar su vida al cine como director.
En mi caso, sin embargo, la ambición de ser escritor fue una especie de farsa durante muchos años. Me gustaba que me regalaran una pluma fuente y un frasco de tinta Waterman y cuadernos rayados de ejercicios (con margen), pero no tenía el deseo ni la necesidad de escribir nada, ni siquiera cartas: no había a quién escribírselas. No era especialmente bueno en la clase de composición inglesa en la escuela; no inventaba ni contaba cuentos en mi casa. Y aunque me gustaban los libros nuevos, como objetos físicos, no era un gran lector. Me gustaba un libro para niños que me habían regalado, barato de papel grueso, de las fábulas de Esopo; me gustaba un tomo de los cuentos de Andersen que me había comprado con el dinero que me dieron para mi cumpleaños. Pero tenía problemas con los otros libros, sobre todo con los que se suponía gustaban a los muchachos de edad escolar.
Durante una o dos horas a la semana en la escuela —esto era en quinto de primaria— el director, el señor Worm, nos leía Veinte mil leguas de viaje submarino de la serie de Collins Classics. El quinto grado era de «exhibición» y resultaba importante para la reputación de la escuela. Las exhibiciones, organizadas por el gobierno, eran para las escuelas secundarias de la isla. Ganar una significaba no pagar las cuotas de la escuela secundaria y conseguir libros gratis durante todo ese tiempo. También significaba atribuirse una especie de fama para uno mismo y para la escuela.
Estuve dos años en la clase de exhibición; otros muchachos inteligentes tenían que hacer lo mismo. En mi primer año, que se consideraba de prueba, hubo doce exhibiciones en toda la isla; el año siguiente hubo veinte. Fuesen doce exhibiciones o veinte, la escuela quería su buena cuota de prestigio, y nos hacía trabajar mucho. Nos sentábamos bajo una angosta tabla blanca en la que el señor Baldwin, uno de los maestros (con pelo crespo aplastado y lustroso), había pintado con mano torpe los nombres de los ganadores de exhibiciones de la escuela de los últimos diez años. Y —dignidad preocupante— nuestro salón de clases también era la oficina del señor Worm.
Él era un mulato de edad avanzada, de baja estatura y corpulento, muy correcto con anteojos y traje, y bastante maltratador cuando se irritaba; jadeaba mientras nos azotaba, como si fuese él quien estaba sufriendo. A veces, tal vez sólo para salirse del pequeño edificio ruidoso de la escuela, donde las ventanas y las puertas siempre estaban abiertas y las clases estaban separadas sólo por mamparas de media altura, nos llevaba al patio polvoso a la sombra del árbol de samán. Alguien le llevaba su silla y él se sentaba bajo el samán tal como lo hacía tras su gran escritorio en el salón de clases. Nos parábamos a su alrededor y tratábamos de estar quietos. Bajaba los ojos al pequeño Collins Classic, extrañamente parecido a un misal en sus gruesas manos, y leía a Julio Verne como un hombre que reza.
Veinte mil leguas de viaje submarino no era un texto para analizar. Sólo era la manera del señor Worm de introducir su clase de exhibición al ámbito de la lectura en general. Debía darnos «cultura general» y, al mismo tiempo, ser un receso del intenso estudio para las exhibiciones (Julio Verne era uno de esos escritores que se supone gusta a los muchachos); pero esas horas eran horas vacías para nosotros, no fáciles de aguantar ni de pie ni sentados. Yo entendía cada palabra que pronunciaba pero no captaba nada. Esto a veces me sucedía en el cine; pero allí siempre disfrutaba la idea de estar en el cine. Del Julio Verne del señor Worm no retuve nada y, salvo los nombres del submarino y el capitán, no recuerdo lo que se leyó durante todas esas horas.
Sin embargo, a estas alturas, ya había empezado a tener mi propia idea de lo que era escribir. Era una idea privada, y curiosamente dignificante, separada de la escuela y separada de la vida desordenada y desintegrada de nuestra familia extendida hindú. Esa idea de escritura —que me daría la ambición de ser escritor— se había desarrollado a partir de las cositas que mi padre me leía de vez en cuando.
Mi padre era un autodidacta que se había hecho periodista. Leía a su modo. En esa época tenía poco más de treinta años; y seguía aprendiendo. Leía muchos libros al mismo tiempo, no terminaba ninguno, no buscaba la historia o el argumento en ningún libro sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Allí encontraba el placer, y podía saborear a los escritores sólo en pequeños fragmentos. A veces me llamaba para que escuchara dos o tres o cuatro páginas, rara vez más, de escritura, que disfrutaba especialmente. Leía y explicaba con entusiasmo y era fácil que me gustara lo que a él le gustaba. De esta manera insólita —considerando los antecedentes: la escuela colonial racialmente mixta, la introversión asiática en la casa— yo había empezado a reunir mi propia antología de literatura inglesa.
Éstas eran algunas de las obras que estaban en la antología antes de que yo tuviera doce años: algunos parlamentos de Julio César, algunas páginas de los primeros capítulos de Oliver Twist, Nicholas Nickleby y David Copperfield; la historia de Perseo de Los héroes de Charles Kingsley; unas páginas de El molino del Floss; un romántico cuento malayo de amor, huida y muerte de Joseph Conrad; uno o dos volúmenes de las Historias de Shakespeare de Lamb; algunos cuentos de O. Henry y Maupassant; una o dos páginas cínicas sobre el Ganges y una fiesta religiosa de Pilatos bromista de Aldous Huxley; algo en el mismo tono de Vacación hindú de J. R. Ackerley; unas páginas de Somerset Maugham.
Lamb y Kingsley deberían haber sido demasiado anticuados y complicados para mí. Pero de alguna manera —sin duda por el entusiasmo de mi padre— yo era capaz de simplificar todo lo que escuchaba. En mi cabeza, todos los fragmentos (incluso los de Julio César) asumían aspectos del cuento de hadas, se volvían un poco como las cosas de Andersen, lejanas y atemporales, con las que no era difícil jugar en la mente.
Pero cuando acudía a los libros en sí, me era difícil ir más allá de lo que me habían leído. Lo que ya conocía era mágico; lo que trataba de leer yo solo era muy lejano. El lenguaje era demasiado difícil; me perdía en los detalles sociales o históricos. En el cuento de Conrad el clima y la vegetación eran como lo que me rodeaba, pero los malayos parecían extravagantes, irreales, y no podía ubicarlos. Cuando se trataba de los escritores modernos, su acento sobre su propia personalidad me excluía: no podía fingir que era Maugham en Londres o Huxley o Ackerley en la India.
Deseaba ser un escritor. Pero junto con el deseo había llegado el conocimiento de que la literatura que me había provocado ese deseo venía de otro mundo, muy lejos del nuestro.
Éramos una comunidad de inmigrantes asiáticos en una islita colonial del Nuevo Mundo. Para mí, la India parecía muy lejana, mítica, pero en esa época todas las ramas de la familia extendida habíamos estado fuera de la India sólo cuarenta o cincuenta años. Todavía estábamos llenos de los instintos de la gente de la llanura del Ganges, aunque año tras año la vida colonial que nos rodeaba nos absorbía cada vez más. Mi presencia en la clase del señor Worm era parte de ese cambio. Nadie de nuestra familia había entrado a esa escuela tan joven. Otros después de mí irían a la clase de exhibición, pero yo fui el primero.
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