INTRODUCCIÓN
En 1836, meses antes de que Pushkin muriera en un duelo, la revista rusa El Telescopio publicaba la primera de una colección de cartas que daría en llamarse Cartas filosóficas, del aristócrata y antiguo militar ruso Piotr Chaadev. Escritas originalmente en francés, las cartas circularon secretamente entre los rusos occidentalizados de Moscú y San Petersburgo, entre la élite desarraigada que había creado Pedro el Grande en el intento de que Rusia se pareciera a Europa occidental. Pero en palabras de Alexander Herzen, que la leyó extasiado en el exilio, la publicación de la primera carta fue como «un disparo en la noche oscura». Fue el comienzo de la vida intelectual en Rusia, como dirían lectores posteriores.
Chaadev denunciaba el aislamiento y la mediocridad culturales de Rusia; también la impotencia intelectual de la élite rusa, de la que él formaba parte. Decía lo siguiente:
Nuestros recuerdos no se remontan más allá del día de ayer; somos desconocidos para nosotros mismos, por así decirlo. […] No es sino consecuencia natural de una cultura que consiste enteramente en importaciones e imitaciones. […] Asimilamos todas las ideas prefabricadas, y, por consiguiente, el movimiento progresivo de las ideas, que deja una huella indeleble en nuestra mente, que le da fuerza, no conforma nuestro intelecto. […] Somos como niños a quienes no se ha enseñado a pensar por sí mismos, que cuando se hacen adultos no tienen nada propio; el conocimiento se queda en la superficie de su ser, su alma no está en el interior.
En estas líneas Chaadev revelaba la intensa y creciente desconfianza en sí mismos de los rusos privilegiados que por arraigada costumbre buscaban directrices culturales en Europa occidental pero se sentían dolorosamente alejados de la inmensa y miserable mayoría del pueblo ruso. En un poema escrito en fecha temprana, en 1824, el protagonista de Pushkin se pregunta si «la verdad está fuera de él, quizá en otras tierras, en Europa, por ejemplo, con su estable orden histórico y su consolidada vida cívica y social». Durante gran parte del siglo XIX Turguéniev, Tolstói y Dostoievski definirían, de maneras tan diversas como fructíferas, su relación ambivalente con Occidente y con su propia sociedad poco menos que a la deriva.
Gogol, uno de los discípulos de Pushkin, resultó ser una de las figuras más influyentes del gran despertar intelectual y espiritual de Rusia. Publicó sus primeros cuentos entre 1831 y 1832, cuatro años antes de la publicación de la carta de Chaadev. Con estas breves obras cómicas sobre la vida en Ucrania comparó en una ocasión V. S. Naipaul los relatos de su padre, Seepersad, sobre el mundo de los campesinos indios de Trinidad. Naipaul vio y oyó cómo cobraban vida durante los primeros dieciocho años de su existencia, que pasó en Trinidad; durante los tres años siguientes, desde 1950 hasta que murió su padre, siguió su desarrollo desde Inglaterra. Esos relatos no solo despertaron las ambiciones literarias de Naipaul, sino que sentaron sus bases decisivas, en una época de pobreza y desesperación en Inglaterra, cuando empezó a escribir y no sabía cómo continuar.
Estos relatos se inspiran en la experiencia de Seepersad como periodista y funcionario en la Trinidad rural, donde su familia y otros descendientes de trabajadores indios con contrato de cumplimiento forzoso habían creado una India aldeana en miniatura. En parte se recrean en lo romántico, al presentar el mundo hindú de los campesinos como una unidad idílica en la que los mitos y los ritos ancestrales explican y colman todos los deseos humanos. Aunque Seepersad basaba sus personajes en miembros de su familia extensa, no escribió sobre su dolor y su indefensión, ni sobre la humillación que él mismo había sufrido al ser abandonado de niño. Pero, como decía Naipaul en el prólogo a una edición de los relatos de su padre publicada en 1976, «ciertas cosas jamás pueden transformarse en material para escribir. Mi padre jamás en su vida llegó a ese punto de reposo desde el que podría haber mirado hacia su pasado».
Aquí acaba la comparación con Gogol para Naipaul. Seepersad encontró su voz de escritor en los últimos y duros días de su vida en Puerto España; Gogol la encontró al principio de su carrera. Seepersad realizó un largo viaje para alejarse de sus orígenes campesinos, descubrió la vocación literaria por mediación del periodismo y al final se encontró con que tenía poco sobre lo que escribir; Gogol superó en sus primeros relatos lo que Chaadev consideraba una vergonzosa inercia intelectual y literaria, y como material podía «recurrir a Rusia y reclamarla».
Desde el punto de vista de Naipaul, Seepersad estaba tan coartado por su «sociedad amorfa, aún por hacer» como por sus circunstancias personales. La isla caribeña de Trinidad había sido un campo de trabajos forzados para los imperios europeos durante tres siglos. Los esclavos y los trabajadores contratados de diversas partes de Asia y África habían ido sustituyendo a la población indígena india. Como sociedad colonial era incluso más artificial, fragmentaria y dependiente del Occidente metropolitano que la Rusia que describe Chaadev. Además, era muy pequeña, políticamente irrelevante y estaba aislada geográficamente del resto del mundo. En raras ocasiones se veía su nombre en letra impresa y, como demostrarían las primeras tentativas de Naipaul y su padre, resultaba muy difícil escribir sobre ella.
Desde el principio existía un «desequilibrio», como diría más adelante Naipaul refiriéndose a su padre en «Leer y escribir» (1998), entre «la ambición, que venía de fuera, de otra cultura, y nuestra comunidad, sin una tradición literaria viva». Como él mismo descubrió, leer la literatura que importaba Trinidad junto con la lengua de Inglaterra, más que ayudar contribuía a confundir. «[…] los grandes novelistas escribían sobre sociedades sumamente organizadas. Yo no tenía una sociedad así. No podía compartir los supuestos de los escritores, no veía mi mundo reflejado en el suyo.» El narciso de Wordsworth era «una florecita preciosa, qué duda cabe, pero nosotros nunca la habíamos visto». Como mejor funcionaban los libros extranjeros era cuando podían adaptarse a las condiciones locales. Había que transformar las lluvias y lloviznas de Dickens en chaparrones tropicales. «Pero por individual que sea su visión, es imposible separar a un escritor de su sociedad», y los libros importados siguieron siendo ajenos e incomprensibles.
Al mismo tiempo la literatura de Europa tenía un atractivo irresistible, el «poder blando» de una triunfante civilización imperial, que oscurecía la visión directa de la sociedad de cada cual. Si «ser de las colonias», como escribe Naipaul en «Indio de las Indias Orientales», uno de sus primeros ensayos, suponía «ser un tanto ridículo e insólito, sobre todo a ojos de alguien de la metrópoli», ser de las colonias y tener ambiciones literarias suponían una vergüenza y una sensación de torpeza aún mayores. Porque «las sociedades dan la impresión de ser amorfas y abochornantes hasta que se escribe sobre ellas». No resultaba fácil resistirse a la duda de si los verdaderos temas de la literatura no se encontrarían en Europa, en «su estable orden histórico y su consolidada vida cívica y social».
Fue ese insidioso colonialismo intelectual lo que privó a Naipaul del «valor necesario para hacer algo tan sencillo como mencionar el nombre de una calle de Puerto España». Parece que la vergüenza y las dificultades continuaron cuando, tras seis años estériles en Inglaterra, Naipaul empezó a librarse de la tradición metropolitana y reunió el valor necesario para escribir sobre la calle de Puerto España que conocía. En