LA HISTORIA CULTURAL
LA HISTORIA CULTURAL
¿UN GIRO HISTORIOGRÁFICO
MUNDIAL?
Philippe Poirrier, ed.
Traducción de
Julia Climent y Mónica Granell
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningun medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,
electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Del texto, los autores, 2012
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2012
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
publicacions@uv.es
© De la traducción: Júlia Climent (francés) y Mónica Granell (inglés)
Ilustración de la cubierta: Biblioteca de Celso (Éfeso, Turquía). ø I. Kitkatcrazy
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.
ISBN: 978-84-370-8949-2
ÍNDICE
Justo Serna y Anaclet Pons
Philippe Poirrier
Peter Burke
Philippe Poirrier
Alessandro Arcangeli
Edward Berenson
Palle Ove Christiansen
Martyn Lyons
François Vallotton y Nora Natchkova
Paul Aron y Cécile Vanderpelen-Diagre
Carl Bouchard.
Ecaterina Lung
Anaclet Pons y Justo Serna
Andréa Daher
Xenia von Tippelskirch
Herman Roodenburg
Roger Chartier
PRESENTACIÓN
La historia cultural. Aquí y allá, y desde hace un par de décadas, ese rótulo aparece y reaparece etiquetando mil y un libros. La historia cultural de la música o la historia cultural del vestido; la historia cultural de la cocina o la historia cultural del sexo. Tal vez, esa fórmula tenga éxito por su ambigüedad, por su elasticidad: se adapta a cualquier objeto cuyo pasado pueda investigarse. Admitido. ¿Pero entonces por qué no se multiplican los volúmenes de historia económica, política o social de la música, del vestido, de la cocina o del sexo? ¿Por qué la cultura se ha convertido en un factor que todo lo explica? Las razones son numerosas. ¿Acaso la ruina del experimento comunista, la quiebra confirmada con la caída del Muro de Berlin? ¿Acaso la prosperidad económica, su universalización, el fin de la historia? Cuando acaba la Guerra Fría, muchos descubren las apariencias, los velos que antes cubrían: advierten que nada es como se había contado, que la realidad no es simplemente un dato objetivo y externo, que es también una descripción.
A comienzos de los noventa, el mundo parece haberse vuelto hedonista, consumidor, y la pasión política del siglo xx se ha debilitado: se decreta por enésima vez la muerte de las ideologías, del colectivismo, de las grandes cosmovisiones. Hay mayor tolerancia, nuevas cotas de libertad y una comunicación creciente. Un mundo interconectado, global, permite los flujos de información y permite las mezclas, los mestizajes, lo híbrido. Vemos y sabemos –o creemos ver y saber– lo que otros hacen, lo distintos que son, sus formas de vivir, de vestir, de amar, de comer, de morir. Nos resignamos a la diversidad: no hace falta condenar, marcar o extirpar. Pero esos flujos permiten también el individualismo, el cultivo de lo propio: si estamos expuestos a la mirada, al escrutinio, entonces nos preocupan la apariencia y la identidad personales, aquello que los otros observarán.
Es más: en una sociedad de expectativas y de cambio acelerado, de beneficios y logros, como es la de los noventa, la clase social ya no parece determinar la posición de las personas. En el mundo de la prosperidad universal y del mérito, las identidades pueden alterarse, transformarse. Son mudables. Llegados a ese punto, los conflictos materiales (las luchas de clases, ese factor universal que todo lo iguala) ya no parecen un factor suficientemente explicativo y, por ello, la acción humana se interpreta a partir de categorías diferentes. Entre otras, el lenguaje, el significado de las cosas. La clave, en efecto, parece estar en la cultura.
Permítasenos decirlo así: ahí fuera está la realidad, sí, el núcleo duro de las cosas, todo aquello que nos limita y que nos ciñe, nuestra condición de posibilidad. Pero para aceptar o rechazar eso que hay ahí fuera hemos de designarlo, calificarlo, darle un sentido. Las palabras y las cosas no coinciden, y en el lenguaje, en la expresión, parece estar la base de las contiendas, el motivo de las controversias. Si ha habido luchas a lo largo de la historia es por los modos distintos y opuestos que hemos tenido a la hora de percibir, de nombrar, de juzgar. Por decirlo toscamente: en sí misma, la pobreza no provoca revoluciones. Hacen falta condiciones para alzarse en motines o en revueltas: calificar la situación como insoportable, por un lado; y juzgar posible, razonable, una expectativa de cambio, por otro. Por supuesto, tenemos necesidades materiales, urgentes, más allá de la cultura. Pero esas necesidades se perciben o se detectan gracias a las categorías culturales: nos permiten ver, o echar en falta; nos permiten satisfacer o lamentar aquello de lo que carecemos; nos permiten identificar, designar y sopesar.
La cultura incluye, entre otras cosas, instrumentos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y valores. Con esos recursos alteramos, modificamos lo que nos rodea. Creamos un medio secundario. Los seres humanos hacen casas y caminos, construyen refugios, cocinan sus alimentos, se protegen con armas, con normas, con fantasías. La defensa, el alimento, el desplazamiento, la necesidad fisiológica o espiritual: todo ello se satisface mediante artefactos –o artificios –materiales o inmateriales. Pero para manejar esos pertrechos es preciso conocerlos, saber cómo funcionan; es necesario conceptuarlos, catalogarlos y valorarlos. Como los empleamos para emprender todo tipo de acciones, entonces se nos ha de socializar convenientemente: la existencia es un aprendizaje de los códigos que rigen esos usos. Por eso, nos pasamos la vida averiguando cuáles son las reglas que permiten decir o hacer las cosas en este sitio o en aquel. Por eso, las palabras y las cosas tienen sentido y el acto de nombrar no es secundario: para utilizar herramientas, para emplear armas, para celebrar rituales o para llegar a acuerdos, primero hay que designar con significado. Y el significado de las palabras y las cosas no está dado de una vez para siempre.
Pocas líneas necesitará el lector para comprender el sentido del volumen que ahora tiene en sus manos. Es este un libro de historia, de historia cultural: un volumen que repasa ciertos logros de la humanidad, una obra que nos indica de qué modo las personas y las colectividades comparten experiencias comunes. Es sobre todo un informe mundial, un estado de la cuestión, una aproximación a las ganancias y a las carencias de la investigación. En su introducción, Philippe Poirrier –que es su inspirador– enumera– los hechos más importantes que conviene saber: el apoyo de Roger Chartier y Peter Burke, la creciente producción de estudios de historia cultural, el carácter internacional de la corriente historiográfica, los crecientes intercambios y las transferencias entre investigadores, las diferencias nacionales y, en fin, la necesidad de un análisis comparado de este cambio, de este giro cultural.
Este libro es una iniciativa claramente francesa. Como advierte Poirrier, en principio son los historiadores anglosajones quienes adoptan esta etiqueta («cultural») para calificar sus trabajos. ¿Por qué razón? Por influencia y consecuencia del giro lingüístico (al que Poirrier alude) o por efecto o derivación de los estudios culturales
Página siguiente